Borges y la felicidad
Habitualmente pensamos en Borges como un poeta genial, pero un hombre desdichado. Uno de sus poemas más populares, “El remordimiento”, que él rechazaba por sensiblero, contribuyó a generalizar esta imagen. Fue publicado en el diario LA NACION en 1975, tres días después de morir su madre. Él ya era un hombre de 76 años. La poesía comienza con una aseveración dramática:
“He cometido el peor de los pecados
Que un hombre puede cometer. No he sido feliz.”
Observemos que Borges dice que el peor de los pecados que puede cometer un hombre es no ser feliz. La mayor flaqueza humana, la mayor desgracia. Por eso la felicidad que el poeta expresa una década después en Los conjurados, su último libro, es tan notable. Como el héroe que debe recorrer un largo periplo hasta llegar a su destino, Borges tuvo que transitar una verdadera odisea de superación personal hasta alcanzar la felicidad. Para mí, Los conjurados, libro de poemas publicado en 1985, un año antes de morir, es un testamento del poeta y el hombre que finalmente encontró la plenitud, no sólo artística sino también personal. En el prólogo lo dice claramente:
“Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso.”
¿No es hermoso? Un hombre de 86 años, ciego, al final de sus días, afirma con serenidad y sabiduría que la belleza y la felicidad son algo “frecuente”. Lo remarcable es que Borges no habla sólo de sí mismo, habla del ser humano, de su condición. Por eso utiliza la tercera persona del plural: “No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso.”
El escritor afirma que la belleza y la dicha, “el paraíso”, están ahí, al alcance de la mano, diariamente. En términos espirituales, la felicidad no es un sentimiento, ni una emoción; tampoco un arrebato que experimentamos cuando ocurre algo deseado. La felicidad es un estado del alma, una virtud o un poder personal que se cultiva a conciencia. La felicidad se alcanza cuando logramos vivir en armonía con nosotros mismos, honrando la vida, la propia y la ajena, en comunión con la Creación o el Universo, como cada uno lo llame.
Borges, el agnóstico, el no creyente, conoció ese estado del Ser. Pero no siempre fue así. Al igual que su padre, fue quedando ciego relativamente joven. Escribió gran parte de su obra dictando, sin ver. Era tartamudo. En sus conferencias, que eran obras de oratoria magistrales, se le cortaba el habla a cada rato. Durante años fue tan tímido que incontables mujeres lo rechazaron. Poco antes de morir, su madre, una mujer sobreprotectora y dominante, le arregló un casamiento con una mujer de quien no estaba enamorado, para que lo cuidara. Le negaron sistemáticamente el Premio Nobel de Literatura porque decían que era elitista y conservador. Fue amado pero también odiado en su país; decidió morir en Ginebra.
Nicolás Helft, ávido lector y coleccionista de escritos originales de Borges, publicó un hermosa obra ilustrada con postales de viaje del escritor, titulada Borges, postales de una biografía. Allí reveló que el poeta pensó en suicidarse en un momento de su vida. El libro comienza con “El manuscrito de un suicida”. Una libreta negra, de hojas cuadriculadas, fechada en 1940. Fue hallada en el hotel Las Delicias de Adrogué, donde solía refugiarse para escribir y escapar de una vida cotidiana que detestaba. En ese manuscrito escribió de puño y letra: “El otro J.L.B. (el otro y verdadero Borges, el que me justifica de un modo suficiente pero secreto) cumplió esta tarde (acaso por primera vez) con sus obligaciones de auxiliar segundo (doscientos diez pesos al mes; con los descuentos, ciento noventa y nueve) en cierta biblioteca ilegible del hinterland de Boedo, adquirió un revolver en una de las armerías de la calle E. Ríos, adquirió una novela ya leída (Ellery Queen: The Egyptian Cross Mystery), en Constitución sacó un pasaje de ida a Adrogué - Mármol - Turdera, fue al hotel Las Delicias, consumió y dejó impagas dos o tres cañas fuertes y se descargó un balazo definitivo en una de las piezas altas…”
Borges no llegó a suicidarse en el hotel de Adrogué, pero era muy desdichado. Explica Helft: “Tenía 40 años y sólo era conocido en un pequeño círculo y sus libros vendían muy poco. El dinero le alcanzaba apenas para comprar unos libros y a veces ir al cine. Vivía con su madre en un departamento de Pueyrredón y Las Heras. Trabajaba en una biblioteca de barrio, la que menciona en esa nota.”
Sentía que esa vida mediocre era falsa o irreal, y que lo verdadero eran los cuentos que escribía, habitualmente en ese cuarto de hotel venido a menos, donde había pasado vacaciones durante su infancia. El cuaderno negro con hojas cuadriculadas contenía además un relato fantástico. Los primeros esbozos de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. “Así, en su momento de máxima infelicidad,” señala Helft, “cuando su vida parece desintegrarse, Borges concluye su obra más poderosa y más perdurable sobre la aniquilación de la realidad.”
El joven Borges no era ni un pusilánime, ni un fracasado, como creía en esa época, sino un ser extremadamente tenaz y valiente, que superó severas limitaciones personales hasta convertirse en el artista y el hombre que fue. A pesar de la ceguera que le impedía leer y escribir sin que alguien lo hiciera por él, creó una obra compleja, llena de referencias a sus infinitas lecturas que recordaba de memoria, lo que lo convirtió en uno de los escritores más originales y prestigiosos del siglo XX. Él, que decía que el paraíso debía tener forma de biblioteca, tenía vedado leer. No se desanimó. Con una gran fortaleza de espíritu convirtió una maldición en una bendición. Así lo expresó en el conmovedor Poema de los dones:
“Nadie rebaje a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche.”
En su madurez, Borges también conoció el amor. Gracias al azar, como diría él, y a su traductor norteamericano, Norman Di Giovanni, su agente internacional y confidente, logró divorciarse de Elsa Astete y encontrarse en Reykjavik, Islandia, con María Kodama, su joven asistente y discípula, de quien ya estaba secretamente enamorado. Desde allí le escribió a su madre nonagenaria la siguiente postal: “Mucho más increíble que Islandia es el hecho de que María Kodama haya arribado aquí, con noticias suyas… Me siento muy feliz y estoy contando los días para la vuelta. Un beso, Georgie.”
Esta postal es de 1971 y Los conjurados, el libro que le dedica a María Kodama, de 1985. Pasaron 14 años. En la primera página le hace una de las más magníficas declaraciones de amor: “De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas? Sólo podemos dar lo que ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están todas las cosas que siempre fueron suyas…”
Esta dedicatoria expresa con gran belleza y sobriedad esa magia que ocurre cuando dos seres entran en comunión e intercambian dones, momentos, palabras. Ingresan en ese tiempo sin tiempo que los griegos llamaban el kayros, el tiempo de Dios. Por eso, aquello que se da una vez se sigue dando eternamente, aunque el kronos, el tiempo lineal y perecedero de los humanos no pueda comprenderlo. Borges, el agnóstico místico, como lo definió el cardenal Ginafranco Ravassi, porque tantos de sus cuentos y poemas expresan el misterio, lo eterno y la divinidad, lo comprendió.
Periodista y exsenadora nacional