Borges, memoria y olvido
Hay obsesiones que de tan viejas y acendradas un buen día terminan gobernándonos. Es por eso que sentí como un destino -y no un azar- que una cuestión familiar me empujara finalmente hasta Ginebra. Esa ciudad sin énfasis, despreocupada hasta de su propia identidad, pero misteriosa por ser -como decía Borges- "la más propensa para la felicidad", me permitía sepultar un antiguo desvelo: llevarle flores a su tumba en el Cementerio de los Reyes y, en silencio, enfrentada a su sombra, descifrar por qué eligió morir en la ciudad de Calvino.
María Esther Vázquez me había confiado antes del viaje que, al despedirse de Bioy Casares por teléfono, Borges le había asegurado que "cualquier lugar es bueno para morir". "Sólo pedía las dos fechas abstractas en su lápida y el olvido", recordó. Pero hasta esa última voluntad resultó paradójica como su obra: había dado instrucciones de ser cremado.
Releí en el avión su libro Borges. Esplendor y derrota. Quería trajinar la ciudad con espíritu literario y evocación borgeana. Perderme como una flâneuse por los pasadizos medievales de la Ciudad Vieja hasta llegar al 17 de Rue Malagnou, donde entre los 15 y los 18 años se guareció con su familia al desatarse la Primera Guerra. Esa biografía me ayudó a planificar el derrotero: debía unir en bicicleta los siete puentes del Ródano para recrear su trajín urbano un siglo atrás. Llegar hasta el Collège Calvin, donde sus amigos, los polacos Jichlinski y Abramowicz, en vez de burlarse de su tartamudez, como antes le sucedía en Palermo, celebraban su erudición, aprendían a jugar al truco y lo entrenaban en el francés. Hasta me impuse improvisar un picnic a la vera de ese "mar calmo" que es el lago Leman y otear el Mont Blanc, la montaña más alta de Europa, imán de sus escapadas familiares y fuente de inspiración para los dibujos de su hermana Norah.
Fue durante su educación ginebrina cuando Borges asomó a los autores que citaría incansablemente después. Ante todo Schopenhauer, con un libro en particular que lo deslumbró: El mundo como voluntad y representación. Luego, vendrían Chesterton , De Quincey, Conrad y Carlyle, y más tarde, con la sola ayuda de un diccionario, el Fausto y la literatura germánica.
Suiza fue también el escenario de su traumático debut sexual y la geografía que le inspiró su único cuento romántico, "Ulrica". La máscara de Javier Otárola como narrador sobrevino a partir de su arrobamiento por una muchacha rubia y frágil que, al día siguiente de conocerlo, lo plantó. Si su mundo fue, como él dijo, "un incesante manantial de sorpresas, de perplejidades, de desdichas" y también de felicidad, los temas de su literatura fueron "sueños dirigidos" surgidos de vivencias deformadas en su infancia y temprana juventud. Por eso Ginebra fue, al menos, uno de sus espejos.
Recorrí cada uno de esos escenarios con ilusión, pero en ninguno hallé una referencia a nuestro escritor mayor. Su antiguo hogar ya no existe, la explanada del lago Leman es un desfile del cosmopolitismo ginebrino, y en las librerías no se consigue el grueso de su obra. Quedan en pie, sí, su colegio, una calle lejana que evoca su nombre, y un cartel anodino en una esquina de la Ciudad Vieja que recuerda, como al pasar, que en el 28 de la Grand Rue vivió en sus últimos meses de vida.
La gran excepción es el camposanto de Plainpalais. Allí, en el sepulcro 735, pegado a la tumba de Grisélidis Réal, "escritora, pintora, prostituta (1929-2005)", una lápida en piedra gris de punilla, con su nombre esculpido, la imagen de siete guerreros con sus espadas rotas y un epitafio en inglés antiguo cuya traducción es "Y que no temieran" señalan su morada. Un frondoso tejo -el árbol que por su longevidad es símbolo de eternidad- derrama allí su sombra y sus frutos rojos y maduros. Lo bautizaron If, como el poema de Kipling.
Al acercarme compruebo que un joven porteño está recostado junto al sepulcro. Escucha milongas y junta los frutos caídos del tejo. "Quizá las semillas de éste árbol absorbieron algo de él -me dice-. Quiero plantarlas en Buenos Aires."
El cementerio es un jardín cuidado con senderos de grava, bancos y silencio. Acaricio su nombre en la piedra y percibo el vaivén de otras miles de manos que pulieron la lápida. Otra paradoja borgeana: en medio de su palpable soledad, Borges rara vez está solo. Me inclino y me confieso. Imagino que alguien responde: "Está solo y no hay nadie en el espejo".
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