Borges en su galaxia
Por Silvia Hopenhayn Para LA NACION
Hay un libro que es un verdadero espejo retrovisor de gran parte de la ruta trazada por Jorge Luis Borges en nuestra literatura. Se trata de Galaxia Borges, prologado y compilado por Edgardo Cozarinsky y Eduardo Berti. Este conjunto de cuentos escritos por amigos del autor de El aleph refleja cierto humor, ironía e intrigas propias de un tiempo –no tan lejano– en el que los vínculos no estaban atados a ninguna tecnología y en el que el ritmo de los sentimientos era distinto.
Ya sean de carácter urbano, campestres o de ciencia ficción, estos relatos dan cuenta de una época en la que el tiempo parecía transcurrir de otra manera. Una historia envolvente como “En memoria de Paulina”, de Adolfo Bioy Casares, se va desarrollando sin temerle a la espera. Para colmo, combina el romanticismo con un inusitado suspenso. Un hombre y una mujer se demuestran amor y los niveles de cortesía retrasan el tedio, estirando los sentimientos de anhelo, hasta incluso impedir cualquier tipo de concreción. Sólo al final, los hechos se precipitan de manera fantasmal y uno advierte la genial estructura del cuento.
En “Yzur”, de Leopoldo Lugones, su protagonista está seguro de que los monos son capaces de hablar, pero no quieren hacerlo. El desenlace confirma su hipótesis. Más allá de algunos exabruptos (¡compara a los monos con los negros!), su prosa deleita, como cuando relata lo que del mono percibía: “Una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas”.
Según los compiladores, “si Lugones y Rubén Darío fueron dos modelos para el Borges más universalista, Evaristo Carriego y Ricardo Güiraldes fueron dos de sus referentes criollistas, a la hora de escribir cuentos ambientados en los arrabales o el campo”.
Como buen hombre de letras, Borges gozaba de enriquecedoras contradicciones. Junto con Macedonio Fernández –incluso influido por él– obtiene mayor libertad para lidiar con las tradiciones. No faltaba a ninguna de las tertulias que en los años veinte Macedonio ofrecía en la confitería La Perla del Once, donde también iban Santiago Dabove (incluido en esta publicación) y Xul Solar. Como señalan con gran tino Cozarinsky y Berti: “Lleno de sorna ante todo tradicionalismo, Macedonio sostenía que los gauchos eran un entretenimiento para que los caballos del campo no se aburrieran; décadas más tarde, Borges iba a expresar una desconfianza parecida con su famosa observación de que en el Corán no hay camellos”.
Además de los amigos mencionados, se incluye en esta antología a José Bianco, quien fue secretario de redacción de la revista Sur entre 1938 y 1961; a Manuel Peyrou, amigo de Borges y, sobre todo, uno de sus pocos confidentes, y Silvina Ocampo, miembro clave del “trío infernal”, junto con Bioy.
Si bien todos los integrantes de este libro tienen una singularidad atrayente, llama la atención cierto aire contemporáneo de Borges, que ya no sopla en estos tiempos. Y que bien podría refrescarnos un poco.