Bonnefoy, un poeta en estado de concentración
Henri Cartier-Bresson, tal vez el más influyente fotógrafo del siglo pasado, es conocido por aquellas imágenes que capturan un "instante decisivo", esa fracción de segundo que el ojo apenas advierte y la cámara fija para siempre. Menos atención reciben sus retratos de artistas, a pesar de que algunas de esas estampas (Giacometti cruzando una calle bajo la lluvia y cubriéndose con su piloto, a semejanza de sus longilíneas esculturas; Truman Capote mirando la cámara con la ambigüedad de sus veintipocos años) se convirtieron en sinónimo de su modelo. Mi preferido, contra todo, es un retrato de su amigo Yves Bonnefoy en el que el poeta francés mira a cámara con su hija.
La poesía es capciosa. La mayoría de la gente suele hacerse de aquellos que la encarnan una idea cortada por un mismo patrón en que coinciden los lugares comunes de la bohemia, la presunción, incluso el sentimentalismo. Es un malentendido gratuito porque los poetas contemporáneos que valen la pena están mucho más cerca del rigor que de cualquier desidia. Bonnefoy -que murió el viernes último- había hecho de la poesía una forma de exploración de "la presencia de las cosas" y también una forma de crítica, si se la entiende como curiosidad inquisitiva. No era perezoso. Hace poco más de un mes, a sus 93 años, había publicado dos nuevos libros de poemas, último eslabón de una obra en verso y de "relatos en sueño" a la que complementan ensayos clave (sobre Rimbaud), volúmenes sobre arte y traducciones notables (de Shakespeare a Leopardi y Yeats).
En su caso los adjetivos no se contradicen: era un hombre amistoso y serio. Es al menos la imagen que me quedó de él después de encontrarnos un verano caluroso, en una París casi desierta. La cita fue en el Collège de France, la prestigiosa institución donde todavía enseñaba. El gran edificio estaba siendo reformado y a Bonnefoy lo habían confinado en una pieza alejadísima para llegar a la cual había que atravesar pasillos repletos de escombros. El contexto era ideal para entregarse a la más clandestina de las actividades: hablar de poesía. En ese aislamiento, nada parecía merecer una respuesta trivial. Le pregunté al pasar, por ejemplo, qué poetas actuales le interesaban. La réplica es también una enseñanza. No hay poetas del pasado o del presente, me dijo. Si uno quiere ser absolutamente moderno hay que romper con la obsesión por lo contemporáneo. Baudelaire y Rimbaud eran para él "más contemporáneos de lo que lo somos nosotros mismos" porque afrontaron el problema poético de manera más radical que nuestra propia época.
Los intereses de Bonnefoy no se limitaban a la poesía europea. Admiraba a Pizarnik, a la que conoció cuando ella vivía en París. También era un lector irreductible de Borges. Bonnefoy estuvo presente cuando el argentino dio en Harvard sus famosas conferencias Norton, a finales de los años sesenta. Juntos visitaron la casa natal de Nathaniel Hawthorne, donde Borges le recitó la última frase de "Wakefield" en directa alusión, según el poeta, al malestar que le causaba en esos días su matrimonio con Elsa Astete Millán.
A Bonnefoy le molestaban las lecturas del autor de El Aleph que dominaban en Francia, donde se lo tomaba como un posmoderno lúdico. En su obra detectaba, por el contrario, una trágica contradicción entre vida y literatura. Lo ejemplificó con la anécdota de la última visita que, acompañado de su amigo el crítico Jean Starobinski, le hizo a Borges cuando éste se encontraba internado en el Hospital Cantonal de Ginebra. Hablaban admirativamente de Virgilio cuando, de pronto, Borges recordó a un escritor inesperado: "¡Sí, Virgilio, pero no se olviden de Verlaine!". Bonnefoy todavía le daba vueltas a la frase: "Al gran poeta por excelencia, a la figura de proa del gran arte y el pensamiento occidentales, le contraponía, en pie de igualdad, al marginal, al vagabundo, al que no rechazaba ninguna debilidad de escritura, ningún manierismo, ningún pequeño ardid, pero que, en un nivel más profundo, en su concepción de la poesía, no se mentía a sí mismo". Después de despedirse, cuando ya estaban en el pasillo, Borges se irguió sobre la cama y les gritó a Starobinski y a él: "¡No se olviden de Verlaine!". Y siguió repitiendo: "Virgilio... y... Verlaine".
"Fueron las últimas palabras que le escuché", recordaba Bonnefoy, maravillado por la referencia a ese poeta que se había dejado llevar, con efectos terribles, por la vida. Quizá seguía pensando en ellas cuando más tarde, después de despedirnos, lo vi cruzar, sin mirar a los costados, la avenida delante del Collège de France. Podía tomárselo por un distraído que no hacía caso de los autos (afortunadamente no pasaba ninguno en ese momento), pero se trataba en realidad de una especie ejemplar: un poeta en estado de máxima concentración.