Bombita Milei
El humor de la sociedad argentina está adentro de un episodio de la película Relatos Salvajes. Cuando usted está irritado no hay nada peor que tener un interlocutor que le dice que se calme, que se quede tranquilo. Ese desacople entre lo que nos pasa y lo que emite el entorno, nos exaspera.
Nos guste o no, hoy la empatía con la bronca parece encarnarla Javier Milei. En frente de la televisión, una porción de la sociedad lo ve desbordado, maldiciendo a otros políticos y piensa: “este loco me entiende”.
Observo a Milei desde el ojo de quien se interesa por la comunicación humana, por aquellos productos políticos que consume una determinada sociedad. Hoy el narrador Milei consigue transmitir muy bien contra quién se enfrenta. Su antagonista es “la casta”.
No me interesa aquí analizar si esa categoría se sostiene mientras hace alianzas con seres muy antiguos en la política, o si es adecuada, verdadera o relevante (porque déjeme decirle que la gran mayoría del electorado tampoco hace ese análisis). Me interesa que con el concepto de “casta” Milei logra condensar algo que la gente siente en las tripas. Y, al hacerlo, promueve esa ira que le es instrumental.
La ira ante la injusticia enciende y, por ello, es una gran motivadora interna. Ya no se trata de política sino neurociencias, neurotransmisores circulando, química pura en los cuerpos. Es irracionalidad gatillada.
Cenando con su familia, usted lo puede ver a Milei muteado en la tele e igual sentirá que su cólera le llega. He aquí la clave: el enojo puede prescindir de la palabra. Instinto. Animalidad.
En la era de la inmediatez comunicacional y frente a una sociedad impacientada, Milei propone celeridad, va a sacar rápido el pus de la herida. No hay que esperar.
Lo que asombra en términos históricos es el nivel de subestimación con el que miran este fenómeno algunos actores políticos y sociales. Lo mismo que se dice de Milei se decía de Trump y de Bolsonaro. Algunas frases son idénticas. Supongo que no hace falta recordar que ambos llegaron a ser presidentes.
Cuando le preguntan por Milei a uno de los radicales que aspira a la presidencia, Gerardo Morales responde: “Milei está mal de la cabeza, es un desquiciado”. Dándole ese trato se lo saca de la pista, se lo declara un interlocutor inválido y puede que una feta de la sociedad esté pensando en lo contrario: en validarlo.
Esos mismos electores observan con malos ojos las sostenidas alianzas del gobernador jujeño con el actual Ministro de Economía. Frente a la ira exacerbada de una sociedad caliente, dirigentes como Morales o Larreta, son vistos por algunas franjas del electorado como potenciales contorsionistas, seres que, cuando las cámaras no los enfocan, pueden borrar con los pies las líneas de cal que los separan del peronismo. Sobre esa misma línea de cal, Milei tiene instalada una guillotina.
Todas las buenas historias universales son historias sobre un determinado cambio. La velocidad e intensidad de ese cambio pueden ir desde la aparente permanencia hasta el “que se vayan todos”. En el menú del cambio, el electorado no parece estar queriendo continuidades. Es razonable, cuanto mayor es el dolor, mayor es la demanda por una transformación profunda.
Los equipos de campaña deberían dialogar mejor con el sufrimiento social. Hay candidatos con tonos tan sosegados que no parecen empatizar con el ardor de esas llagas.
En frío, a todos nos parece que hay que parar la pelota y pensar un plan a largo plazo, pero ese domingo, por la ranura de esa cajita, el elector introduce su voz más visceral. Su grito contenido, ese mismo que se niega a emitir cuando lo encuestan telefónicamente.
La grieta es muy efectiva para polarizar al ser humano. Hacer que alguien se posicione frente a un otro repudiable, es decir, crear un antagonista, no es tan difícil. Si el Guasón es desagradable, entonces querré que gane Batman, por más que represente a un animal inmundo como el murciélago. Desde el Génesis, alguien tiene que encarnar a la serpiente. En el storytelling electoral, el mal precisa ser encapsulado: alguien a contracorriente emerge, me pone del lado de los buenos y me promete que me va a proteger de un otro. No tengo nada que perder y quizás esta vez puedo ganar.
Milei, el protector, exculpa a sus votantes. Ellos hicieron las cosas bien, pagaron sus impuestos, quisieron darle una buena educación a sus hijos, pero los sinvergüenzas de la casta los empomaron, los vaciaron y los ningunearon una y otra vez (el argentino que no sienta eso que tire la primera piedra).
No sin argumentos, Milei les propone a ciudadanos desesperanzados subirse al ring de la venganza, invitándolos a salir de la pasividad del padecimiento. Los arenga a que vean que sus votos son una piña (y hasta posa como un boxeador para que su mensaje se haga gesto). No es una elección sino una pelea.
Es cierto que habría que discutir propuestas, pero la visceralidad manda. Se trata de tomar partido. Por eso es tan fácil viralizar fake news entre sujetos enardecidos.
El potencial de estas narrativas, aún siendo en ocasiones populistas o irracionales, es que tocan una fibra profunda: la bronca. Esa misma que el elector, a veces, esconde. Algunos estereotipos no suman: si el canon pseudo progre esboza que Milei es un nazi, una parte de la sociedad callará a quien vota, pero en el cuarto oscuro hará lo que se le antoje.
La subestimación contiene un gesto de soberbia ante un sector del electorado que percibe que le dicen que no se puede y que, además, es ingenuo. La subestimación desata la épica al palo. Queriendo enfriar, la subestimación enciende.
No es por acaso que Milei agrande su espacio entre los jóvenes que son siempre los inconformistas que no pierden si todo cambia. Los mismos que ven que sus padres que laburaron toda la vida se sienten derrotados y ya no esperan nada. Esa frustración transgeneracional podría ser, más que nunca, el eje de una buena campaña.
En esta elección, el kirchnerismo, sin minimizarlo, parece no tener grandes chances. Por eso mismo, el cocoliche de declaraciones cruzadas que atravesó a Juntos por el Cambio, en especial a Pro, durante las últimas dos semanas, no ayudó ni ayuda en nada. No era hora de hacer este show de egos a cielo abierto, cuando tras bambalinas, casi medio país pobre está a la intemperie. Pobres a los que les importa un bledo si una elección es concurrente o no, porque tienen hambre y la tienen hoy, no en agosto.
Es paradojal pero el espectáculo de luz y sonido de estas últimas semanas solo pareció alimentar a quien viene denunciando que son voraces en sus roscas de poder.
Si tan peligroso es el rugido de Milei, como algunos dicen, pues hay que tener cuidado, le están dando de comer a un león que está creciendo.