Black Mirror, la vida según el algoritmo
La serie, cuya quinta temporada acaba de lanzarse, proyecta un escenario signado por los temores a la expansión tecnológica
Por estos días se puede ver en el teatro Cervantes una adaptación de Edipo rey en manos de Cristina Banegas y Esteban Bieda. En el programa de mano, Bieda explica que en el mundo contemporáneo la palabra "tragedia" se asocia con uno de los sentidos menos vinculados a su origen. Decimos hoy, en forma extendida, que algo es "trágico" cuando sucede un evento desgraciado en el que no hemos tenido ninguna responsabilidad, aquel en el que ocupamos el papel de víctimas. Pero, apunta Bieda, la tragedia griega iba justamente en la dirección contraria a esa idea al mostrar a seres humanos responsables de su propio destino. Como fue el caso de Edipo, que asume su responsabilidad ante el oráculo y elige llevar adelante su desgracia y condena. Black Mirror, que estrenó su quinta temporada en Netflix este mes, podría pensarse como una serie trágica en ese sentido. Sus protagonistas no son meras víctimas de un tecnopoder omnímodo, sino que están involucrados directamente en los laberintos oscuros de una existencia mediada por el diseño del algoritmo. Aquí el oráculo tiene la forma levemente distorsionada de las redes sociales, las plataformas de streaming, la realidad aumentada, los motores de búsqueda y la inteligencia artificial. Y Charlie Brooker, el creador de la serie, redefine el sentido de lo trágico veinticinco siglos después de Sófocles en este paisaje donde la idea de la libertad individual nunca estuvo a un tiempo tan exaltada como amenazada.
El carácter oracular de Black Mirror, cuyo nombre hace referencia a los espejos opacos en los que vivimos inmersos, quedaría expuesto ya en la trama ficcional de su primer capítulo, estrenado por el canal 4 de la BBC en 2011. En "National Anthem", dirigido por Otto Bathurst, el primer ministro inglés Michael Callow es forzado a tener sexo con un cerdo a cambio de la liberación de la popular princesa Susanne. El tema de fondo aquí es menos el terrorismo que el control nulo que el poder político tiene frente a un video casero donde la princesa secuestrada explicita las condiciones de su liberación. Cuando el primer ministro y su gabinete deciden bloquear el acceso los noticieros nacionales al video, ya es tarde: millones de usuarios lo han visto circular y lo han compartido por You Tube. "Fuckin' Internet!" (maldita Internet), se oye despotricar al primer ministro en la ficción. Ese es el enemigo, la posibilidad que la plataforma le da al secuestrador para llegar directamente a una audiencia masiva en muy poco tiempo. Extrañamente o no, cuatro años después de aquel estreno una revelación del libro Call me Dave terminaba en el así llamado "#piggate". En la biografía no autorizada del exprimer ministro David Cameron, los autores Michael Aschorft e Isabel Oakeshott contaban una anécdota de los días universitarios de Cameron en la que una fuente sostenía que el conservador había introducido una parte íntima de su cuerpo en la boca de un cerdo muerto como parte de una ceremonia de iniciación en la Piers Gaverston Society, un club de élite de la Universidad de Oxford. La anécdota resultó indemostrable y no le trajo mayores consecuencias políticas al líder torie, pero su difusión resignificó el guión de Brooker, fundiéndolo con una realidad previa. ¿Imaginó Black Mirror el pasado del futuro de Cameron? Algo así.
La serie no necesita ser siempre tan anticipatoria. Alcanza con que a lo largo de sus temporadas haya puesto en evidencia los peligros de un futuro cercano; en sus episodios aparecen las preocupaciones que la tecnología provoca ahora mismo, ya sea en relación con la inteligencia artificial (el tema del tercer capítulo de la quinta temporada, con Miley Cyrus en el protagónico) o la realidad aumentada, por caso. Black Mirror resulta así una ciencia ficción para pasado mañana. Con algunas excepciones, sus decorados no son fantasías de la ingeniería espacial, sino ambientes reconocibles a una forma de vida contemporánea. La argumentación distópica se despliega así en una familiaridad tecno que deviene siniestra. Y lo trágico, volviendo a la Grecia clásica, está siempre en las decisiones de los personajes. Como lo explica The Guardian: "Las discusiones en torno a los mejores capítulos de Black Mirror suceden la mayoría de las veces menos por sus desarrollos tecnológicos que por mostrar la falibilidad de la naturaleza humana".
Brooker dice que la clave de la serie es tratar a la tecnología de mismo modo en que el programa The Twilight Zone (conocido en América Latina como La dimensión desconocida) trataba a los fenómenos sobrenaturales en los primeros años 60. En "Hang the DJ" ("Cuelguen al disc jockey", el nombre de una canción de The Smiths), episodio de la cuarta temporada, una historia de amor deviene en fábula sobre la rebeldía y el libre albedrío en el teatro de las aplicaciones para encontrar pareja. En el fondo, no hay nada nuevo. Black Mirror reescribe Romeo y Julieta en la era de Tinder y bajo la atmósfera claustrofóbica de The Truman Show (la película de Peter Weir). Pero es la posibilidad de que estemos muy cerca de ceder la administración de nuestros sentimientos a un sistema de apareamiento lo que provoca angustia. Brooker, de hecho, imaginó esa historia a partir del cruce de Tinder con Spotify, la plataforma más usada de música por streaming. Qué pasaría si un algoritmo buscara parejas del mismo modo en que esta plataforma diseña recorridos sonoros en base a nuestras elecciones. Qué pasaría si nos ofreciera listas de posibles amantes elegidos a partir de nuestro comportamiento. "Colgar al DJ", entonces, deviene un grito iconoclasta que, nacido en la discoteca de los años 80, llega a la tecnocracia de la segunda década del siglo XXI.
El arte de Black Mirror consiste en llevar al paroxismo conductas propias de la vida digital para convertirlas en entretenimiento apocalíptico, en el sentido que Umberto Eco le daba a la palabra en su mítico ensayo sobre la cultura de masas. Así, "Nosedive" (Caída en picada), apertura de la tercera temporada en 2016, es una ácida reflexión sobre Instagram como una tecnología de la agradabilidad. Filmado por Joe Wright en un paródica paleta de tonos pastel, el capítulo muestra a la protagonista Lacie Pound obsesionada con un sistema de calificación personal que es una hipérbole del "like". El coeficiente de influencia puede, en el mundo de urbanizaciones cerradas donde vive, habilitarla a un alquiler o dejarla afuera de un vuelo. La vida de Lacie es la de una especie de Cenicienta en el reino de los influencers. Lo que conocíamos como estatus se traduce a que el escrutinio de los demás le de un promedio cercano al 5. Si cae por debajo de 3, Lacie pasará a engrosar el lumpenaje de la interacción positiva.
Black Mirror no solo ha imaginado posibilidades extremas para las tecnologías complejas que hemos naturalizado, sino que también ha desarrollado nuevas posibilidades tecnológicas dentro de la plataforma que la contiene. En diciembre de 2018 se estrenó un solo capítulo: la película interactiva Bandersnatch. El control remoto de la televisión inteligente resignificaba al usuario de Netflix como un demiurgo de baja denominación capaz de alterar el rumbo de una fábula sobre videojuegos de los años 80, que sería consumida como un videojuego en el cual el futuro es Netflix. Bandersnatch, tautológica, utilizaba el antiguo mecanismo de los libros similares a la colección Elige tu propia aventura, para hacer un comentario sobre la tiranía de la elección en la cultura contemporánea: vivimos eligiendo cosas que ya han sido elegidas por otros. La tragedia de Stefan, el joven protagonista de Bandersnatch, es la del paranoico de la hipermodernidad digital que siente que el oráculo decide por él: que lo espían por la cámara de la PC; que Google conoce todos sus pasos; que Spotify le dicta lo que tiene que escuchar, como a un autómata. Que, como Edipo, se ha quedado ciego frente al espejo oscuro, opaco, negro.