Mariano Narodowski. "La pandemia aumenta y visibiliza la brecha educativa"
Flamante miembro del Consejo Nacional de Calidad de la Educación, el pedagogo alerta sobre el progresivo deterioro educativo en el país y dice que la escuela debe volver a impulsar la inclusión social
Hace tres siglos, el pedagogo y filósofo Jan Amos Comenius imaginó la actual concepción de escuela como tecnología para la transmisión del conocimiento a todos los seres humanos, sin ninguna distinción. Ese principio igualitario, que se sustenta en el amor por el conocimiento, guía el pensamiento y la práctica docente de Mariano Nadorowski, licenciado en Pedagogía por la Universidad Caece y doctor en Educación por la Universidad Estatal de Campinas, pero, ante todo y como él mismo destaca, maestro de escuela primaria egresado del Mariano Acosta. Semanas atrás fue nombrado, junto con otros especialistas de reconocida trayectoria, asesor del Consejo Nacional para la Calidad de la Educación, organismo que intentará arrojar luz en el sombrío panorama de la educación argentina.
Desde hace muchos años, y luego de su paso por la función pública, Nadorowski tiene dos intereses en agenda. "Por un lado, lo que académicamente se denomina política educativa o educación comparada -dice-. Este año publicamos un artículo que propone un modelo matemático para comprender los desequilibrios entre educación pública y privada. Y por otro, me interesa la escuela como tecnología y el desarrollo de un pensamiento igualitarista y pansophiano que ponga las bases para que el saber sea para todos los seres humanos más allá de la sobrevivencia de la tecnología escolar". En 2016, junto con otros colegas fundó Pansophia Project, un organización que debate el futuro de la educación. Además, trabaja en una plataforma educativa con el fin de actualizar las herramientas digitales existentes, de tipo 1.0 y del siglo XX, a los nuevos entornos donde se conjuga la realidad de docentes y estudiantes.
¿Cómo evaluás la experiencia educativa en la Argentina durante la pandemia?
Frente a una situación inesperada, la respuesta del sistema educativo argentino es buena, muy por encima de sus posibilidades. No solo por la rápida respuesta de los gobiernos con cuadernillos, plataformas, radio y TV y el acceso gratuito a plataformas edu.ar, sino también por el enorme compromiso de los docentes que, usando dispositivos y conectividad pagada por ellos mismos, lograron altos niveles de contacto con los alumnos. Pero la pandemia también aumenta y visibiliza las enormes brechas educacionales respecto de la población más vulnerable: los desconectados y los abandonados por falta de recursos. Son los más perjudicados por la vieja y la nueva normalidad.
¿Qué se puede hacer por ellos?
En una sociedad democrática el Estado debe redistribuir oportunidades a los chicos con menos ventajas de cuna: más recursos y mejor aplicados, y el grueso del financiamiento enfocado en estos sectores. Lamentablemente, en nuestro país la reproducción de la pobreza de padres a hijos es cada vez más frecuente y eso es inaceptable, no solamente desde un punto de vista moral y social, sino también económico: más gente en la pobreza implica que las oportunidades existentes van a estar al alcance de un número cada vez menor de personas que harán lo imposible para mantener los espacios conquistados. Eso genera el círculo vicioso de retraso económico que hoy observamos en la Argentina.
¿Por qué es tan evidente el desinterés de las clases dirigentes y acomodadas por la educación?
Algunos esperan un nuevo Sarmiento, una suerte de "ángel purificador" que restablezca los niveles educacionales argentinos de hace cien años. Eso es una coartada para no debatir en serio. Mi posición no es pesimista, pero sí escéptica respecto de que las dirigencias se hagan cargo de sus responsabilidades. Creo que podemos ayudar a las familias y docentes a organizarse y reclamar al Estado una mejor educación pública. Y creo también que los pedagogos y docentes debemos profundizar nuestras coincidencias y delimitar nuestras diferencias para empujar una agenda urgente de cambios. De hecho, si no fuera por pedagogos y docentes la educación no existiría en la agenda pública.
¿Cuáles son tus propuestas para el desconfinamiento que llegará tarde o temprano?
A raíz de la necesidad de guardar distancia social, las autoridades sugieren que los alumnos van a asistir en forma alternada, una semana cada dos o cada tres. El espacio escolar se comprimirá aún más, y se convertirá en un activo fenomenal que va a beneficiar a las escuelas de los sectores medios y altos que tienen menos hacinamiento. El problema es que esto va a perjudicar a los estudiantes más pobres, que a su vez tuvieron un mayor perjuicio educacional y social durante la desescolarización: sobre llovido, mojado.
¿Qué pasará cuando la vacante escolar se transforme en un recurso escaso?
Un enfoque igualitarista y pansophiano supone redistribuir las vacantes pospandemia de acuerdo al impacto que tuvo el aislamiento, porque si distribuimos espacios escolares con el criterio preCovid, beneficiaríamos a los chicos que menos se perjudicaron con el aislamiento y ratificaríamos el doble daño a los más vulnerados. Es una meta muy difícil de alcanzar, pero propongo que sea la base de un consenso político para las varias opciones que pueda disponer el Estado, especialmente con más inversión edilicia y en herramientas virtuales.
¿A qué se denomina "pedagogía del contraislamiento"?
Con el colectivo Pansophia Project planteamos que la pedagogía es lo contrario del aislamiento, porque se basa en el encuentro entre educadores y estudiantes, que transforman ese vínculo en un hecho único e intransferible. Un encuentro que se articula alrededor del conocimiento, una vivencia profunda en lo intelectual, lo emocional y lo corporal. Un compartir que, aunque a veces deja huellas quejumbrosas y hostiles, se presenta como una singularidad irreemplazable centrada en el saber. Una cultura convivencial, que supone que no podemos usar medios que perjudiquen a otras personas, es el enfoque que proponemos en contra del aislamiento, haya o no pandemia. Para ser pansophiano no hace falta ser educador profesional, político o especialista: solo sostener que el futuro se construye, no se conspira ni se resigna.
¿Qué implica tu reciente nombramiento como miembro del Consejo Nacional de Calidad de la Educación?
El Consejo estaba previsto en la ley de educación nacional de 2006 y nunca había sido institucionalizado. Que catorce años después el Gobierno lo convoque es una excelente noticia, especialmente por su conformación pluralista y profesional. Es fundamental que toda la dirigencia argentina (política, sindical, empresaria) se involucre en el tema y ayude a lograr los consensos políticos necesarios para mejorar. La educación de calidad en la Argentina supone una agenda pendiente que tiene que ver con los déficits financieros, edilicios, de organización escolar, de políticas de enseñanza y de gobierno de la educación. A eso se suman los enormes problemas del federalismo educativo, que hacen que el gasto por alumno en Formosa sea tres veces inferior al de otras provincias: las asimetrías y brechas son brutales. Adicionalmente, el fenomenal proceso de privatización de la educación, profundizado en los años 2000, generó mayor fragmentación y segregación socioeconómica.
¿Es decir que no existe un proyecto educativo?
Este escenario lleva ya muchos años y, desde la renuncia de Juan Carlos Tedesco al Ministerio de Educación de la Nación en 2009, la Argentina fue perdiendo paulatinamente chances de construir un proyecto educativo que nos contenga y potencie. El ministro Esteban Bullrich propuso un plan que, aunque yo le veía muchos problemas, fue una iniciativa honesta de debate y llamado al consenso. Pero el intento naufragó cuando Bullrich renunció para postularse como legislador. A partir de allí, la situación empeora por los déficits crecientes de financiamiento, la falta de visión política de conjunto y de capacidad técnica en los cuadros superiores ministeriales. Es una larga línea de declive que esperemos que esta nueva gestión esté dispuesta a remontar.
Fuiste el primer ministro de Educación del gobierno de Mauricio Macri en la ciudad de Buenos Aires. ¿Cómo fue tu experiencia en la función pública?
Un balance lo hago en mi libro El colapso de la educación, pero lo que más recuerdo de esos años (¡hace una década!) fue la sensación de impotencia frente a otros sectores de la sociedad, los medios y la política. A las clases dirigentes la educación no parece importarles y los sectores medios creen que salvan el futuro de sus hijos en escuelas privadas. Lamento informarles a todos que el precio que estamos pagando por esas decisiones, o no decisiones, es cada vez mayor.
¿Qué pensás sobre esa moda de promover la educación emocional en las escuelas porteñas?
Es una moda que puede ser muy nociva si no se comprende que para las habilidades del siglo XXI hacen falta primero las del siglo XVII: matemática, física, química y astronomía. Y las del siglo XIX: biología, sociología, historia, economía y psicología. La escuela tiene como objetivo el conocimiento y aprender a pensar científicamente. El resto de las habilidades son bienvenidas si son articuladas por una relación de saber.
¿Cómo es tu experiencia en el área de la educación superior?
Soy educador desde los diecinueve años, con casi cuarenta de antigüedad. Me gusta más festejar mi inicio como maestro en la escuela 51 de Merlo que mi cumpleaños: es mi identidad. Me encanta dar clases, enseñar y escuchar a los estudiantes. Vivimos en una cultura con cambios tan violentos que son los adolescentes quienes mejor los procesan y comprenden, y por eso es necesario entenderlos antes de criticarlos melancólicamente. Enseñar en la Universidad Torcuato Di Tella para mí no es una obligación sino un privilegio, un gusto que me doy.
¿Seguís siendo el foucaultiano que escribió Infancia y poder años atrás?
Hace treinta años que uso la obra de Michel Foucault como una caja de herramientas en dos aspectos. Por un lado, su idea del intelectual antiestratégico, en contra de la idea del intelectual que se para en la tarima o en los programas de TV, levanta el dedito y le dice a la gente qué está bien y qué está mal, lamentablemente algo muy común en educación y ahora agravado por la presencia mediática de especialistas "ni-ni" en educación: ni estudiaron pedagogía ni tienen experiencia educativa. En este aspecto me sirve el mejor Foucault, ese que se desengaña de la Revolución iraní y plantea que el único universal posible es el respeto por la singularidad que se subleva. Es difícil ese criterio y en la Argentina solo es aplicable si lo combinamos con el Flaco Spinetta de la "Cantata de Puentes Amarillos": "Mañana es mejor". Por otro lado, Foucault, aunque no solo él, nos ayuda a comprender que la escuela es una tecnología. Una tecnología de saber-poder muy poderosa, que logró la alfabetización y el progreso educacional de la humanidad como nunca antes se había siquiera imaginado. Pero una tecnología histórica, no natural, en retroceso por el auge de tecnologías digitales y de inteligencia artificial, y por ende en constante cambio y con la posibilidad de que desaparezca o al menos se resignifique.
¿Qué recomendaciones les harías a los ministros de Educación de nación y provincias?
Lo primero es fortalecer la capacidad técnica y política de los ministerios, con cuadros políticos e intermedios que estén formados y que conozcan el territorio. Sería deseable que un ministro de Educación sea un especialista, así como al Ministerio de Salud lo ocupa un sanitarista o al de Economía un economista. Pero si esto no es posible, al menos que las primeras y segundas líneas sean muy competentes: el diletantismo y la superficialidad han demostrado ser muy perjudiciales porque gobernar un sistema educativo pasó a ser una tarea extremadamente compleja. Lo segundo es que se junten con otros sectores de la vida social. Tejer acuerdos para conseguir mayores apoyos del conjunto social, sumando consensos, delimitando disensos y allanando el camino de lo realizable. Lo tercero es que entiendan que la realidad es la que es. Las escuelas, los docentes y los dirigentes sindicales son los que tenemos y hay que trabajar con ellos y no contra ellos, incluso planteando diferencias. La idea de que el Gobierno es el bien y el sindicato docente es el mal ha sido muy perniciosa en los últimos años, especialmente porque no reconoce las falencias propias de la política y la gestión.