Liliana Heker: "No hay una literatura femenina, hay hombres y mujeres que escriben"
Basta mirar a Liliana Heker para ver a la adolescente resuelta que a los 16 años mandó una carta -hoy legendaria- con un poema para participar en la revista El Grillo de Papel. La escritora más precoz de la generación del 60 creció hasta convertirse en una de los mejores narradores argentinos. "Si tenés la suerte de seguir vivo a los 75, seguro que algún premio mayor te toca", escribía en "Giro en el aire", uno de los relatos que integran Cuentos reunidos, y como una suerte de profecía autocumplida recibe a esa edad el reciente Premio Nacional por esa obra. "Que sea en este momento y con este libro tiene para mí un significado muy particular -dice Heker-. Soy muy escéptica con los premios. Sé que a veces se ganan sin merecerlos o no se ganan aunque se merezcan. Una de las cosas más lindas que me pasaron es que recibí muchos saludos y la palabra común fue merecido".
A medida que habla, sus manos giran en el aire y despliegan la potencia de un pensamiento capaz de cambiar el mundo. Cuenta que escribe un diario desde 1963, pero aún no planea publicarlo. A decir verdad, desde que editó su primer libro de cuentos, Los que vieron la zarza, trabaja en un proyecto literario basado en el poder transformador de la palabra. Formó parte de una generación que unió compromiso social y literatura, participó en El Grillo de Papel y cuando prohibieron la revista se las ingenió para fundar, junto con su amigo y compañero de sueños Abelardo Castillo, una nueva publicación, El Escarabajo de Oro, a la que le siguió El Ornitorrinco. Las tres concentran el espíritu de una época mítica.
Gran maestra de escritores, suele decir que la primera versión de un texto es un mal necesario. Frente a la idea de un cuento busca, a veces durante años, hasta encontrar la forma que necesita. De ahí que sus novelas, nouvelles y cuentos muestren los ambientes familiares de la vida cotidiana y, al mismo tiempo, descorran el velo para iluminar la materia de la intimidad, la crueldad y los deseos inconfesables.
¿Cómo fue la experiencia de ser parte, desde muy joven, de una generación integrada principalmente por hombres?
Era gracioso, porque cuando tenía 20 años parecía de 14, pero por mi apellido y por las críticas que hacía me imaginaban una especie de valquiria. Me tenía que imponer siendo dura con las críticas. A los 19 años hice una crítica muy dura a la novela Dar la cara, de David Viñas. Recuerdo que era un hombre de acción, además de un escritor notable, que arreglaba las cosas a las piñas. Cuando David me conoció no podía creerlo, no supo qué hacer. Después nos hicimos grandes amigos. En las reuniones en El Grillo de Papel estaban los jóvenes escritores, las novias de los jóvenes escritores, y yo. Pero el único que realmente me valoraba, supongo que más de lo que me merecía, era Abelardo Castillo. Abelardo siempre respetó a la gente por lo que escribía. Mis compañeros de generación iban por temas más violentos, yo tenía temas más íntimos. Me encantaban las contradicciones de los mundos familiares, el tema de la locura. Y sentía que ellos pensaban que mi escritura no era lo mismo que su literatura fuerte.
¿Qué hiciste al respecto?
Un día le comento a Abelardo: "La verdad, estoy harta de que no valoren mis temas. Quieren temas fuertes". Y él me dijo: "¿Por qué no escribís sobre un boxeador que siempre pierde?" Yo era muy futbolera, hincha de Boca, pero boxeo no veía. Empecé a escuchar peleas y a aprender mucho sobre boxeo. De ahí viene mi cuento Los que vieron la zarza.
Más allá de hablar de boxeo, parece central en el cuento la intimidad de la vida familiar.
Justamente, cuando empecé a escribirlo me di cuenta de que sería totalmente inauténtica si escribía desde el punto de vista del boxeador. Un escritor no tiene que vivir todo lo que escribe, pero sí ser capaz de proyectar, y yo no sabía que se siente arriba de un ring. Me di cuenta de que debía contar a ese boxeador a través de aquellos que lo rodeaban: su mujer, sus hijos, los vecinos, el comentarista. Ese cuento fue una especie de mojón.
¿Por qué?
Descubrí varias cosas: una fue la resolución formal, contarlo a través de la familia, ir desplazando el punto de vista; otra fue que de pronto había entrado en algo que, sinceramente, sí me importaba mucho: el tema del fracaso. El fracaso en cualquier tarea que uno se propone. Es decir, un artista que se propone llegar muy lejos también se encuentra con las mismas contradicciones y las mismas barreras con las que se encuentra un boxeador que de chico se propuso llegar muy lejos y que pierde siempre.
¿Qué cosas te interesan del mundo familiar?
En apariencia, todo es normal, todo es aceptado; pero debajo, subterráneamente, pueden ocurrir conflictos, crisis, quiebres. Por eso también me interesa mucho el mundo de los chicos. Se supone que la infancia es una edad dorada, pero es una edad muy difícil. Al chico le pasan cosas y todavía no tiene herramientas para defenderse. La generosidad extrema, el egoísmo extremo, la violencia, el sentimiento de injusticia, todo se da en crudo en la infancia, sin atenuantes. Por eso cuando cuento un conflicto entre chicos, estoy frente a todos los elementos que puede tener un conflicto humano.
¿De ahí que todos los personajes de tus cuentos en algún momento vuelven a la niñez?
Casi sin excepciones. En casi todos mis personajes la explicación, la réplica o el origen de algo que les pasa está en la infancia.
¿De qué modo notás que se transformaron estos temas a lo largo del tiempo?
Creo que nos pasa en general a los escritores: uno tiene algo esencial, una visión del mundo, y ciertas obsesiones que permanecen. Solo va cambiando la experiencia, va ampliándose el mundo narrativo, el conocimiento y la reflexión de ciertas cosas.
¿Cómo organizaste ese universo cuando agrupaste tu obra en Cuentos reunidos?
Usé un criterio personal, busqué títulos de mis cuentos que me parecían aglutinantes. Uno es "La fiesta ajena"; traté de agrupar los cuentos donde hay una fiesta que es de otros, los protagonistas desean algo, pero no pueden acceder. El otro es "Vida de familia", el conflicto familiar con toda la diversidad que pueden tener las familias. Y el tercero es "Los primeros principios o arte poética", que agrupa cuentos que se vinculan con un arte poética o con la literatura. Soy muy obsesiva con la estructura; cada parte tiene 14 cuentos, y las separan tres nouvelles. Sospecho que debe haber una coherencia interna subterránea en los cuentos.
¿En qué medida influyen las estructuras a la hora de escribir?
Me encanta trabajar los textos, las voces; me importa mucho la multiplicidad. El cuento para mí tiene una escritura más previsible, en cambio en la novela hay una acumulación de capítulos y fragmentos. Darle forma es todo un trabajo creador. Es sobre lo que estoy escribiendo ahora en un libro de no ficción, La trastienda de la escritura, que, como su nombre lo indica, va a encarar cuestiones diversas vinculadas con el oficio de escribir.
El tema de la escritura aparece también en tus ficciones. Por ejemplo, en la mujer que decide escribir en Zona de clivaje, tu novela que volvió a editarse después de 30 años.
La idea de esa novela surgió antes de que publicara mi primer libro, era la idea de un cuento. Había cosas muy particulares que quería decir sobre la mujer, sobre su vínculo con el cuerpo y con el conflicto que se establece entre la mente y el cuerpo. Pero me faltaba experiencia vital y literaria para hacer lo que yo quería hacer. Así que fue modificándose en la medida en que yo iba adquiriendo cierta madurez.
¿Qué buscabas decir?
Creo que lo que uno quiere decir en una novela no se puede sintetizar en una frase; en realidad, lo que quise decir está a lo largo de toda la novela. Pero sí sentí muy tempranamente que, pese a que a mí me resultaba totalmente natural ser mujer y escribir, para los otros era una situación conflictiva. De entrada se me planteó el conflicto que podía tener una mujer entre su inteligencia y su cuerpo. A lo largo del tiempo también vi con claridad la idea de la libertad. En el final, Irene realiza un acto irreversible, algo que nunca va a poder contar, algo que es suyo. Creo que uno puede ser libre cuando sabe ser solo. Quien sabe ser solo puede ser libre y quien no sabe ser solo está siempre pendiente de encontrar a otro. Ni siquiera se puede formar una pareja que valga la pena si lo único a lo que uno teme es la soledad. Así surgieron varios temas: el de la libertad, el de la maternidad, que no me había planteado originariamente y de pronto se me coló y apareció como conflicto. Ser madre para una mujer parece una fatalidad biológica, pero yo siempre creí y sigo creyendo que la maternidad debe ser una elección.
¿Cómo se despertó tu interés por esos temas?
Cuando tenía 24 años me hicieron una entrevista para La razón. El periodista me empezó a preguntar qué lee una mujer, cómo escribe una mujer. Yo me sentí un chimpancé. Apenas puedo dar cuenta de mí misma, ¿cómo puedo dar cuenta de todas las mujeres? Me indigné. La clasificación literatura femenina me resultaba irritante y discriminatoria. No creía ni creo que haya una literatura femenina, hay hombres y mujeres que escriben y que leen.
¿Te considerás feminista?
Me siento parte de las luchas que se están llevando a cabo en defensa de los derechos de la mujer, y tal vez soy, y siempre he sido, una feminista de hecho, porque nunca acepté ninguna forma de discriminación respecto de la mujer. Pero, con la misma pasión, me opuse y me opongo a toda forma de discriminación. Una vida digna para todos los hombres y mujeres, el rechazo a toda forma de explotación, una educación pública obligatoria y de excelencia, igualdad de derechos y de posibilidades: eso es lo quiero para la sociedad en la que vivo. Y creo que esa concepción del mundo por la que vale la pena luchar excede el término "feminismo".
¿Qué relación tenías con la llamada literatura femenina de la década del 60?
Las que estaban en el candelero eran tres escritoras, para mí de calidad muy diversa. Una que sigue siendo una escritora notable y una mujer loquísima a la que quise entrañablemente, Beatriz Guido, con novelas y cuentos muy buenos; Marta Lynch, que tenía un talento desparejo y una trayectoria política cuestionable; y Silvina Bullrich, una autora de bestsellers. Las tres tenían mucha repercusión por pertenecer a la literatura femenina. Eso fue fundamentalmente lo que me alejó. Pensé: "Yo a esto no pertenezco". Siempre digo que soy una escritora de los años 60 porque entré a la reunión de El Grillo de Papel en Los Angelitos, y simbólicamente en la literatura, el 21 de enero de 1960. Esa generación fue precoz. Abelardo Castillo, Ricardo Piglia, Miguel Briante, Juan Martini, Manuel Puig, todos empezamos a publicar muy jóvenes. No solo a publicar, sino también a tener una actitud respecto de la literatura. Era una época en que los intelectuales tenían peso. Éramos leídos. Había muchas revistas literarias y debate entre ellas. El kiosco que estaba frente al cine Lorraine, sobre avenida Corrientes, vendía 500 ejemplares de El Escarabajo de Oro y 10 de Selecciones del Reader's Digest. Fue una época privilegiada.
Aunque dictás talleres de escritura desde 1978, solés decir que no se puede enseñar a escribir.
No, no se puede enseñar a escribir. Un escritor aprende su oficio; si no lo descubre, el otro podrá ayudarlo a hacer un cuento correcto. Los cuentos correctos no me interesan; la corrección es algo mediocre. Creo únicamente en los talleres que pueden dar creadores. Únicamente un creador se puede meter en el texto de otro y entender qué es lo que el otro está buscando; por qué, si tiene una idea muy buena, todavía no lo es. Son cosas muy concretas que tienen que ver con lo que uno mismo descubre en sus propios textos. El escritor es lo que vivió, lo que leyó, lo que le pasa, y también es la incorporación de ciertos recursos que le hacen posible decir lo que quiere a través de una ficción. Incluso tiene que sentir que esos recursos son suyos, que realmente con esos recursos puede expresarse. Lo que es exterior es pura copia.