Juan Villoro: "El futuro ha perdido valor; no hay confianza en lo que pueda ocurrir"
No sobran los escritores con la versatilidad de Juan Villoro, de quien se ha dicho que es el hombre orquesta de las letras hispánicas. Periodista cultural, traductor, articulista, profesor y conferencista, no parece haber dejado género sin visitar. De la novela a los cuentos, pasando por el ensayo, la crónica, la dramaturgia y la literatura infantil y juvenil, todo lo que encara con su prosa lo hace de manera admirable. Su nuevo libro, El vértigo horizontal, en el que posa su mirada sobre Ciudad de México, ya fue lanzado en su país y su aparición en el resto del mundo de habla hispana es inminente.
De paso hacia Córdoba, donde participó del Congreso Internacional de la Lengua Española, Villoro permaneció unos días en Buenos Aires convocado por la Asociación Amigos del Bellas Artes para dictar la charla "La desaparición de la realidad. La escritura en tiempos digitales".
En diálogo con La Nación, el escritor señala con preocupación la polarización que hoy atraviesa gran parte de América Latina y el mundo, y adjudica parte de la responsabilidad a las redes sociales. "Han contribuido mucho a este divisionismo -afirma-, porque simplifican la discusión. Todo parece más sencillo, todo parece blanco y negro". En este sentido, el autor de El testigo y Filosofía de vida considera que la mejor apuesta para observar los acontecimientos actuales pasa por tomar cierta distancia. "Creo que el mejor lugar de observación siempre es estar entre dos sillas; ese hueco incómodo desde el que se puede entender mejor la realidad".
¿Cómo ves a América Latina y su inserción en el mundo?
Bueno, la realidad se ha vuelto experimental en todo el mundo. ¿Quién iba a decir en los años 60 o 70 que hoy tendríamos gobiernos como el de Trump en Estados Unidos, el de Salvini en Italia, circunstancias complejas como el Brexit o el separatismo catalán, un presidente como Bolsonaro en Brasil, el deterioro de la revolución cubana? Todo esto parecería muy difícil de prever en los años 60, que eran años muy marcados por la ilusión, con una confianza tal vez desmedida en las utopías, y en los que se pensaba con enorme optimismo en el futuro. Creo que el futuro ha perdido valor en sí mismo. Estamos como ante el crepúsculo del porvenir: no tenemos tanta confianza en lo que pueda ocurrir a la luz de lo que ya ha pasado, y a la luz de lo que ahora podría pasar. Si la realidad en el mundo entero tiene una condición experimental, esto en América Latina se agudiza más, con divisionismos y polarizaciones que marcan a casi todos los países.
En ese sentido, en tu país, México, pareciera que hoy no se admiten grises ante el gobierno de López Obrador.
Así es, es lo que está pasando. Hay una polarización en la que mucha gente juzga con enorme facilidad que todo es absolutamente positivo, y mucha gente juzga con la misma facilidad que todo es absolutamente negativo. Estamos ante ese dilema. Creo que el mejor lugar de observación siempre es estar entre dos sillas: ese hueco incómodo, pero desde el que se puede entender mejor la realidad. Desde esa perspectiva, el cronista puede escribir el sentido común del futuro; es decir, las cosas que posteriormente serán observadas en su justa dimensión. Más o menos lo que pasó con un cronista de la Guerra Civil Española como Chávez Nogales, que en su día no fue muy apreciado por ninguno de los dos bandos porque era alguien que no se ajustaba a ninguno de los polos ideológicos, pero hoy es quien nos da la versión más equilibrada de los hechos. En general tengo la sensación de que la gente con la que me voy relacionando en América Latina pertenece a la franja que está en una zona de pérdida o de opinión débil, en la medida en la que no forma parte del consenso mayoritario. Me gusta que así sea, porque creo que la realidad se observa mejor y con más claridad desde los márgenes, desde una distancia.
¿Y qué rol tienen las redes sociales en la polarización?
Me parece que las redes sociales han contribuido mucho a este divisionismo, porque simplifican la discusión, todo parece más sencillo, todo parece blanco y negro. No es casual que el tuitero más poderoso del planeta sea Donald Trump, que ganó la elección con un discurso divisionista muy determinado por la distorsión de la verdad, las fake news y todo lo que marcó la elección de 2016. Ese año el Diccionario Oxford escogió, no casualmente, la palabra "posverdad" como la palabra del año. Entonces, creo que esta circulación de la información digital ha colaborado a una división no necesariamente perdurable, sino, si se quiere, epidérmica, de coyuntura. Porque todo lo que pasa en la Red es contundente pero breve.
Has recomendado alguna vez mantener una relación primitiva con la tecnología, no convertirla en un fin y no someterse a ella. ¿Cómo ves la escritura y la cultura en tiempos digitales?
Me interesa mucho la relación entre tecnología y escritura porque ha modificado mi propio acercamiento al tema. Yo empecé escribiendo en manguillo en el colegio sin mancharme las manos, la pluma fuente. Luego pasé al bolígrafo, que en México se llamaba "pluma atómica", posteriormente a la máquina mecánica, la máquina eléctrica, la primera computadora personal fija, la laptop, y ahora hasta los celulares y todas las opciones disponibles. Cómo estas distintas plataformas modifican la escritura es un tema apasionante. Beatriz Sarlo acaba de publicar un libro magnífico que justamente trata de esto, La intimidad pública. ¿Cómo nos relacionamos, cómo nos representamos a nosotros mismos en la esfera digital? Es algo muy interesante porque es fácil captar las bondades de la tecnología y es bastante banal elogiarlas. Es bastante banal elogiar la electricidad, por ejemplo. Pero cada una de las tecnologías trae problemas que antes no existían; por ejemplo, la electricidad inventa el apagón. ¿Qué sucede con el apagón? Eso a mí me parece importante en el análisis de las redes y las nuevas plataformas digitales.
¿Has abordado la narrativa en sus versiones de cuento y novela, el ensayo, el periodismo y la crónica, la literatura infantil y juvenil, los cómics, el teatro, el guión cinematográfico y el radioteatro. ¿Cuándo y cómo decides a cuál de estos estilos habrás de dedicarte cada vez?
A fin de cuentas mi versatilidad se resume en la prosa. Hay gente que se dedica a la literatura, al cine, al teatro, la fotografía y la ópera, todas plataformas muy diversas entre sí. Yo no escribo poesía, que es un poco la síntesis de todo el impulso literario y su versión más alta, de modo que quizá todos los géneros que cultivo son una forma de mostrar que, aunque no escribo poesía, trato de lograr ese impulso poético a través de los distintos caminos de la prosa. También tengo ímpetus para hacer algo y luego siento reiterativo y tedioso seguir en la misma tesitura, sobre todo cuando he llegado a una conclusión.
¿Esa variación obedece también a la necesidad de escapar a la repetición?
Veo la repetición literaria como una forma de infierno; he visto a autores que admiro de pronto reescribir el libro que ya habían escrito antes, trabajar con el impulso adquirido y reiterar sus recursos, lo que me resulta poco desafiante. Admiro a escritores como Calvino, que han cambiado de piel y de razones muchas veces. Escribir en distintos géneros me permite, o al menos me convence a mí mismo, de que no me estoy repitiendo. Por otra parte, me parece fascinante observar la literatura desde distintos lugares. Pienso que al escribir un cuento para niños algo tengo del cronista que se metió en un campo que no conocía de antemano, o del dramaturgo que escribe parlamentos, o del ensayista que reflexiona y en esta ocasión lo hace para lectores de otra edad. De esa forma, la literatura se alimenta mucho a sí misma a través de las distintas ópticas. Acaso estoy exponiendo una larga justificación para algo que quizá no sea sino una dispersión: cuando te repartes demasiado y no logras mucho eres disperso; cuando te repartes mucho y aparentemente conquistas cosas diferentes, eres versátil. Al final de mi vida se sabrá si me quedé en la dispersión o en la versatilidad.
Imaginemos que un ministerio orwelliano de la palabra decidiera limitar a escritores como Juan Villoro a escribir solamente en un máximo de tres géneros, ¿cuáles elegirías?
Escogería el cuento: es el género que me parece más difícil desde la prosa, porque me atrae su dificultad y porque es por donde empecé a escribir. Luego la literatura para niños, porque es con ellos con quienes mejor conecto intelectualmente... algo dice de mí esto? Y el teatro, ya que es mi género tardío, y considero que mi vejez será dramática o no será.
Algo que unifica tu prosa es la riqueza y la precisión en el lenguaje; se observa una labor de "minería" dentro del español para sacar a la luz usos y términos poco empleados o nuevos.
Básicamente toda mi educación primaria, durante nueve años, fue en alemán. El español se convirtió en una lengua casi clausurada en la escuela. De manera impuesta, aprendí a leer y escribir en alemán, lo cual me despertó un enorme placer por la lengua castellana, que era el espacio de liberación al que muy rara vez podía acudir. El español era esa lengua vernácula que se hablaba en la calle, en el recreo, y que fui emulando al escuchar a los grandes rapsodas de la radio, los cronistas de fútbol, el radioteatro al que mi abuela era muy aficionada. Ese idioma oral no formal, que nunca pasó por una gramática muy estructurada, fue el que yo aprendí. Quizá ahí hay algo de contexto especial de la lengua.
Otro elemento distintivo de tu escritura es el humor. ¿Cuánto tiene de consciente en tu obra?
El humor demasiado consciente generalmente es malo, en la medida en que no es lo mismo ser chistoso que hacerse el chistoso. Cuando en forma propositiva quieres causar risa, muchas veces caes en la comicidad del pastelazo, de alguna cosa que simplemente no funciona. Creo que el humor pertenece al carácter de quien lo ejerce, y generalmente proviene -en forma paradójica- de una profunda irritación: te molesta el mundo y te vengas con un chiste. O lo toleras con un chiste. Eso es algo orgánico que tiene que ver con el temperamento del comediante, que yo estoy lejos de tener. Pero muchas veces cuando escribo asoma el sentido del humor en forma espontánea. Creo que tiene que ver con la necesidad de sobrellevar a través del humor una realidad desagradable.
¿Qué se puede contar de tu último libro, El vértigo horizontal?
En tiempos del levantamiento zapatista, hace ya 25 años, me pidieron un texto sobre la Ciudad de México, y en forma muy deliberada traté de establecer una conexión entre mi ciudad y el mundo indígena que hasta entonces yo, como tantos otros mexicanos, había pasado por alto. Entonces bajé al metro y establecí la conexión que para mí debería haber sido evidente desde antes: que todas las cosmogonías prehispánicas ocurren bajo tierra, como las estaciones del metro mexicano. Escribí un texto sobre el metro en ese código, que pensé sería una aproximación única a la ciudad. Luego, seguí escribiendo sobre la ciudad. Fui combinando un registro muy personal, que es la ciudad que todos tenemos, la de nuestros recuerdos, y al mismo tiempo, fui haciendo crónicas de situaciones que me quedaban más alejadas, como los niños que viven en la calle Tepito, la gran zona del contrabando, que es una especie de Shanghái urbano, y los barrios corporativos donde el capital ha creado un suburbio tipo Silicon Valley, y así sucesivamente. Hace unos ocho años me encontré con una masa de escritura gigantesca que se parecía demasiado a su tema porque había proliferado en forma avasallante sin ningún orden, y que ya más que un corrector de estilo o un editor necesitaba un urbanista que le pusiera orden. Entonces, se me ocurrió empezar a estructurar eso como líneas del metro, o sea, encontrar seis caminos de lectura, y que se pudiera ir por una ciudad literaria en distintos registros. El libro se puede leer así, por rutas, o se puede leer de principio a fin, como una macro Rayuela.