Horacio Castellanos Moya. "En América Latina, la política parte de una ilusión y termina en corrupción"
Podría decirse que el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya vivió más tiempo fuera que dentro de su país. Lleva siete años viviendo en Iowa; antes estuvo en Pittsburgh, Tokio, Toronto y Fráncfort, entre otras ciudades. También se estableció durante trece años en México, donde fue editor de diarios, revistas y agencias de prensa. Sin embargo, los personajes de sus historias mantienen la identidad centroamericana y, de alguna forma, retratan los dilemas que enfrentó la región a lo largo del tiempo.
Ganador del Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2014, Castellanos Moya escribió diez novelas, además de cuentos y ensayos. Este año se editaron en la Argentina tres de sus títulos fundamentales: La diáspora, su primera novela; El asco. Thomas Bernhard en San Salvador, obra que generó fuertes controversias y hasta le granjeó amenazas de muerte en El Salvador, y Moronga, su trabajo más reciente (todas fueron publicadas por Random House).
Lo curioso es que entre La diáspora y Moronga parece trazarse un arco: ambas historias hablan de salvadoreños que debieron abandonar su país. Pero, mientras que en la primera aún laten la ilusión y el desencanto por la revolución fallida, en la última la única posibilidad de sobrevivir es adaptarse a una cultura extranjera. De algún modo, reflejan también la trayectoria política que siguieron los gobiernos latinoamericanos desde mediados del siglo XX hasta la actualidad. De las promesas de un mundo mejor a la resignación, la escritura de Castellanos Moya capta los claroscuros de una identidad regional que parece estar en permanente transformación.
Más allá de la guerra civil y la conflictividad política que, a fines de los años 70, lo impulsaron a alejarse de su país por primera vez, asegura: "Para un escritor es importante la distancia porque permite ver las propias realidades desde otras ópticas". Respecto de la política regional, sostiene: "El problema en Latinoamérica es que las apuestas que ha hecho la izquierda por crear modelos de desarrollo y opciones de cambio social no han funcionado".
¿En qué medida La diáspora y Moronga marcan la trayectoria que siguieron las ilusiones de cambio en Latinoamérica?
Es muy difícil tener ilusión en Latinoamérica, ¿no? Y ahorita creo que a nivel planetario las cosas están un poco duras. Si tú ves lo que está pasando, es más que preocupante. Los modelos políticos que se han puesto en práctica en Latinoamérica parten de una ilusión y terminan en una corrupción. Parten de la peor de las corrupciones y se mantienen en ella. Proyectos de cambio social que al final no lo logran hasta proyectos absolutamente fascistas que se imponen como son, sin mascarada. Una vez que están cerca del poder comienzan a hacer piruetas para que no los vean así.
¿Y cómo opera la dimensión de la violencia en ese contexto?
Mis personajes, como los de Moronga, son personajes que no tienen protagonismo político pero la política los ha marcado, ¿verdad? Son víctimas, y en el caso de Zeledón, victimario también, porque ha matado gente por la política. Eso es inevitable en una región como la centroamericana. Creo que Latinoamérica es un continente donde el afianzamiento de las instituciones democráticas es endeble. Con cambios tan radicales, hay una posibilidad de que sean permeadas por el narcotráfico y por la delincuencia. Ahora tenemos una situación que nadie hubiera previsto hace 30 años. En ciudades como México, Rosario y Buenos Aires la delincuencia tiene unos niveles que no se preveían. Mis personajes proceden de una zona donde la política es el pan sucio de cada día; están percudidos por eso.
¿Qué coincidencias encontrás en las dos, a pesar de los treinta años que las separan?
Encontré, precisamente, algunos rasgos de continuidad y desarrollo. Me sorprendió que Roque Dalton esté en ambas, como referencia y como excusa para narrar. Mi generación es una generación que con el asesinato del poeta tuvo la sensación de quedarse huérfana. Era el escritor que había llegado más lejos, en términos literarios. Y de pronto muere de esa manera. Un nicaragüense tiene a Rubén Darío; siguen existiendo esos símbolos de identidad. Pero cuando a tu padre literario lo mataron tus compañeros de lucha hay una sensación de desamparo.
¿Ese desamparo es parte de los cambios que pueden verse en Moronga?
El cambio radical es que La diáspora retrata el momento en que la idea utópica del cambio social se cae y se hace pedazos por el aspecto ético. Los asesinatos entre las mismas filas revolucionarias ponen en evidencia que no hay ninguna superioridad ética de cara al enemigo que combaten. Pero en mi última novela ya son personajes que viven en Estados Unidos, enfrentándose a las diferencias culturales y a un ambiente puritano anglosajón regido por otras costumbres.
¿Cómo aparece la ilusión en este contexto nuevo?
No hay ilusión, solo desencanto. El tema en Moronga es la supervigilancia actual a través de la tecnología; las dificultades de incorporación o de aceptación por parte de cierta cultura latinoamericana de cara al puritanismo prohibicionista estadounidense. La revolución está fuera del ámbito de pensamiento de los personajes; en todo caso aparece como un recuerdo de culpa en uno de ellos. Por el contrario, en La diáspora es central.
En ese sentido, los personajes de tu primera novela reaccionan frente al asesinato de dos comandantes en las filas revolucionarias. ¿Qué quiebra ese hecho histórico en la idea que impulsaba la revolución?
El narrador que ve el mundo desde el punto de vista de Juan Carlos dice que, para él, hasta ese momento la revolución era como una familia, como un padre, como una madre, y como un sueño. Estaba poniendo todas sus energías en un proyecto de cambio y de pronto, con los crímenes dentro de las filas de la revolución, hay un quiebre interno. Ese quiebre interno tiene que ver con un "¿en qué estoy creyendo?". Es el quiebre del creyente.
Esa manera de ver la revolución como padre, madre y sueño, lleva a pensar en una trinidad sagrada.
En buena medida en las revoluciones centroamericanas hubo una gran presencia del pensamiento cristiano y de todo esto que llamaban la teología de la liberación. No es extraño eso; hay muchas similitudes en el lenguaje. Concientizar, por ejemplo, es una palabra de bien. Los cristianos concientizaban a los aborígenes, que tenían esos dioses paganos que eran el diablo. En la época donde se ubica La diáspora, concientizar era aceptar la idea de la revolución y del cambio social que iba a traer el cielo a la tierra.
Al principio los personajes aceptan esa idea, pero en algún momento reaccionan frente a ella de maneras diferentes.
Claro, son los años 80. La novela causó mucho resquemor porque salió cuando la gente, en El Salvador y a nivel internacional, todavía creía que la revolución iba a triunfar. Para quienes pensaban así, esta novela era un total paso en falso. Lo que hice fue contar las historias de personas que reflejaban el momento que se vivía, más allá de los intereses y las voluntades políticas de la época.
¿En Moronga su intención fue hacer algo similar sobre el momento actual?
Sí, creo que retrata el momento de paranoia mundial que se vive hoy, con tanta vigilancia y restricciones. Ahora todo es prohibido. El desarrollo de las costumbres prohibicionistas que vende el puritanismo protestante se expresa en la cultura anglosajona americana. Los personajes latinoamericanos no logran entrar en ese universo; se deslizan o chocan, porque ya están mayores (tienen cincuenta años), y no son cosmopolitas.
¿Ambas novelas retratan la desilusión frente a los ideales de las izquierdas destruidas en la región?
No lo había pensado así, pero es muy interesante. Algunas novelas mías, como El arma en el hombre, tienen personajes que pertenecieron al ejército o a la oligarquía y hablan desde la derecha, que también se va destruyendo y va destruyendo la sociedad a la que pertenece. El problema en Latinoamérica es que las apuestas que ha hecho la izquierda por crear modelos de desarrollo u opciones de cambio social no han funcionado. Hay por un lado un elemento evidente de falta de experiencia, de creer que están conquistando el mundo, y no entender bien las reglas de ese juego. Y, por otro lado, está la corrupción. Los dos puntos están íntimamente ligados y llevan al desmoronamiento de los modelos que quieren imponer. Pero la política no se da desde un sector del arco ideológico, sin que el otro tenga que ver. Los intereses de los poderes del gran capital mundial se expresan ahora a través del apoyo a modelos autoritarios en Latinoamérica. Cuando lees "los mercados aplauden la política de Bolsonaro", ¿de qué nos están hablando? Los mercados no aplauden; se necesitan manos para aplaudir. Entonces, el modelo de la izquierda cae por sí mismo, por sus propias torpezas y por sus propias corruptelas, pero también hay una contraofensiva reaccionaria muy fuerte. Sobre todo, se expresa a partir del control del poder judicial por parte de fuerzas que se oponen a los cambios sociales y que lo que quieren es profundizar el modelo de exclusión: que unos pocos tengan cada vez más y los muchos tengan cada vez menos.
¿Esa tendencia podría aplicarse al resto del mundo?
Creo que es una tendencia planetaria. Somos apéndices de modelos que vienen de afuera, casi siempre. Nos cuesta definirnos y lo hacemos en función de los modelos metropolitanos. Esto se está dando en los países europeos y en Estados Unidos, no voy a repetir aquí todos los estudios que hay sobre cómo se agranda la franja entre los poquitos que tienen un montón y los muchísimos que no tienen nada.
¿De qué modo te influyó vivir fuera de El Salvador durante gran parte de tu vida?
Más allá de estas ocurrencias políticas, para un escritor es importante la distancia porque permite ver las propias realidades desde otras ópticas. Entre más lejos esté, más obligado se ve a entender cuáles son sus particularidades en términos de la región de la que procede y la lengua en la que se expresa. Eso no significa que siempre tenga que estar lejos, pero tomar distancia es importante.
¿Qué te lleva a volver a la lengua de El Salvador como materia de tu escritura?
Más allá de que me lo proponga o no, las señas de identidad son las señas de identidad. Una visión del mundo necesita una lengua. Uno no ve el mundo si no es a través de la lengua, por lo menos si quiere dar esa visión a otro. Por ejemplo, no puedo hacer que un personaje salvadoreño de la naturaleza de los que aparecen en mis libros hable en términos de corrección política como si fuera un nórdico. Hay personas que se expresan como les viene, porque culturalmente no tienen ese concepto de la corrección. Eso forma parte de lo que les ocurre a Aragón y Zeledón [personajes de Moronga] en Estados Unidos. Aragón aparenta, pero por dentro sigue pensando como antes. En cambio, Zeledón no quiere pensar. Su silencio es su expresión de las furias clásicas que se cobran los crímenes de sangre. Y tiene que purgar su crimen como lo purgó Orestes.
¿ Las maneras de reaccionar de tus personajes dicen que, si bien la política atraviesa la vida privada, no la define?
Cada personaje se posiciona de manera diferente frente a los conflictos. Ya se trate de enfrentar una crisis revolucionaria o enfrentar la adaptación a una cultura que no es la propia, las reacciones son distintas. Y la carga que cada uno trae en su memoria y su forma de ser determina las percepciones internas. Vemos el mundo de acuerdo con la estructura mental que cada uno tiene. Creo que en la literatura, en buena medida, trabajamos con lo invisible, con lo que no se ve; con lo que se piensa y lo que se siente. Lo que agarramos con los sentidos es lo evidente. Por eso, entre más tiempo pasas en la pantalla o con los audífonos, menos lees. Una cosa es lo que llega directo por los sentidos y otra cosa es la literatura, que si bien te entra por el sentido de la vista, a lo que apunta es a la interioridad del ser humano. Les habla a sus grandes contradicciones, sus paradojas, sus desgarros, sus incoherencias absolutas; a la cantidad de seres que viven en cada ser.