David J. Poissant. "En EE.UU. tenemos la primera generación a la que le va peor que a los padres"
El autor de El cielo de los animales publica su primera novela, una historia familiar en los tiempos de Trump; la pandemia, dice, nos aisló humanamente mucho más de lo que ya estábamos
El cuento estadounidense tiene multitud de variantes (después de todo ¿en qué se parecen John Cheever y Donald Barthelme?), pero hay una forma de relato americano que parece haber impuesto una tonalidad por antonomasia: es la genealogía que tiene a Ernst Hemingway en punta, a Raymond Carver en el centro y a una sinnúmero de autores que avanzan bien aferrados a la cola de ese cometa inextinguible. Allá por 2015, El cielo de los animales, un formidable libro de cuentos, mostró que ese linaje podía reformularse, que no todo tendía a renovarse con las prosas torrenciales del ya desaparecido pero influyente David Foster Wallace o de Jonathan Lethem. El autor de aquel libro, David James Poissant, escribió cuarenta piezas para poder elegir las mejores quince y dar con ellas forma a ese volumen áspero y apabullante, poblado de personajes a veces desaforados, a veces entristecidos, casi siempre desconcertados, que dejaban marca en cada cuento. Por nombrar solo los dos primeros, distintos a más no poder: "El hombre lagarto" es una frenética road movie sobre padres e hijos; "La amputada", la delicada historia de un treintañero que encuentra a una chica muy parecida a su exmujer (a la que todavía añora), pero a la que le falta un brazo. El nuevo estilo tiene algo de minimalismo lleno de palabras. Vida de lago (Edhasa), la primera novela de Poissant, se publicó este año en Estados Unidos y aparece ahora en castellano, en traducción de Teresa Arijón y Bárbara Belloc. Frente a la contundencia de los cuentos, el nuevo libro va cobrando espesor según los muchos secretos que ponen a vibrar íntimamente a los personajes. Richard y Lisa Sterling reúnen a sus dos hijos (Michael y Thad) y sus parejas (la maestra de plástica Diana, y Jake, un joven y celebradísimo pintor) en la casa junto a un lago en Carolina del Norte. Los padres decidieron vender la propiedad para mudarse a Florida, lo que desilusiona los hijos, que pensaban que algún día sería suya. Michael intenta salvar en las primeras páginas a un chico que cae al agua y esa tragedia, mientras las lanchas patrullan en busca del cadáver, marcará el compás de los tres días del fin de semana en que transcurre la acción. Cada uno de los personajes se turna para ocupar el lugar central de la novela para, de manera equidistante, ser a su turno protagonista. Poissant nació en Nueva York, pero se crió en Georgia. Hace unos años consiguió trabajo como profesor de literatura en la Central University de Florida, y se mudó a Orlando. "Es un lugar curioso para un escritor -dice cuando se le recuerda que es el estado al que planean retirarse, como tantos jubilados estadounidenses, los dos padres de Vida de lago-, pero me gusta. Mi mujer y yo nos conocimos y enamoramos acá, y tuvimos a nuestras hijas". Como los bebés que espera uno de los personajes del libro, Poissant y su mujer son padres de mellizas.
¿Cómo maneja sus ansiedades un escritor que publica su primera novela en un momento tan fuera de cálculo como la pandemia?
Para empezar cambiaron todos los planes. Debería haber viajado por 30 ciudades. Iba a ir al exterior, la Argentina incluida, donde El cielo de los animales tuvo buena recepción. En vez de eso hubo que hacer todo por Zoom. Lo bueno es que me permitió estar en contacto al mismo tiempo con gente de Orlando, de Buenos Aires o de Italia. Lo malo: que a pesar de lo formidable de esa diversidad no es lo mismo que darle la mano a un lector. Prefiero lo último.
Están los que escribieron compulsivamente y los que se bloquearon. ¿Cuál fue tu caso?
No creo que exista una reacción apropiada, mejor o peor. Con sobrevivir este año ya basta. Personalmente me alteró la rutina. Durante años tuve la casa para mí durante seis horas, porque mi mujer se iba a trabajar temprano a la escuela y yo llevaba a mis hijas al colegio. Ahora estamos todos en casa estudiando o enseñando en una pantalla. Así que en vez de por la mañana volví a escribir por las noches, que es algo que no hago desde que tenía veintipico. Lo más singular es que afectó lo que escribo. Estuve trabajando en una nueva novela todo el verano. No es sobre la pandemia, ocurre temporalmente antes, pero a medida que avanzaba la familia protagonista se iba aislando cada vez más. El libro empezó a transformarse sin querer en una suerte de parábola sobre el aislamiento y la soledad.
¿Cómo fue pasar de escribir cuentos a una novela con tantos personajes?
Lo más problemático fue contarlo a través de seis puntos de vista. Hay obras que admiro que, al estilo Rashomon, cuentan las mismas escenas desde distintas perspectivas, pero quería algo distinto: que la trama se moviera en este caso cronológicamente sin que hubiera repeticiones. Creo que la primera versión de Vida de lago tenía 600 páginas. Diría que la diferencia entre cuento y novela es así: si uno le saca diez páginas a un relato no pasa nada; cortar 100 páginas de una novela, en cambio, es muy doloroso. Pero no hubiera podido conocer tan bien a los personajes sin esas páginas descartadas.
¿Las alusiones a la política actual eran parte del plan?
Sabía que iba a ser una novela familiar, y que lo contemporáneo iba a jugar un papel. Lo notable es que eso que llamamos actualidad fue cambiando a la par que escribía. Empecé la novela en 2011 y la terminé en 2019. Escribí muchas páginas donde se discutía sobre Barack Obama y Mitt Romney, que no quedaron. Nunca pensé que Trump fuera a llegar a la presidencia, pero si quería tener en cuenta los contextos era imposible no señalar con el dedo que se había metido semejante elefante en el bazar.
Michael, uno de los hijos, es un votante de Trump en medio de una familia progresista.
Iba a ser republicano desde el comienzo, así que solo tuve que seguir cierta lógica. Lo interesante para mí era la dinámica y contraste entre esos padres, académicos universitarios de clase acomodada, y esos dos hijos, Michael y Thad, que deberían formar parte de una confortable clase media, pero les va muy mal en todos los órdenes. Son parte de la primera generación estadounidense en décadas a los que les va peor que a los padres.
En Pastoral Americana, Philip Roth había pintado tensiones generacionales en los años sesenta con el activismo de izquierda y la Guerra de Vietnam de trasfondo. ¿En qué difiere aquella grieta con esta?
Qué fabulosamente escrita que está Pastoral americana, y tiene aquella larga cena familiar, justamente, que es magistral. Si tuviera que poner el dedo en una llaga diría que, para mi generación, todo empezó a cambiar el 11 de septiembre con los ataques terroristas. Antes, con Clinton, a lo largo de los años noventa, se disfrutó de un boom económico, y luego vino la burbuja de las dotcoms, que terminó por estallar. Eso se repitió de otra manera con la llegada de Bush, que durante ocho años dio de baja muchas de las protecciones para los consumidores. Son demasiadas cosas. Obama hizo un buen trabajo durante ocho años, a mi entender. Al menos Trump no pudo destruir por completo el sistema de salud. Quiso, pero por suerte no lo logró.
¿Cuáles son tus sensaciones sobre los años Trump?
Pensé que Hillary Clinton iba a ser presidente, la verdad. Es difícil mirar a una hija a la cara y tener que explicarle que este país, que existe hace más de 200 años, nunca tuvo una mujer presidente. Tuvimos un solo presidente negro. Todos los demás fueron blancos WASP. Fue muy triste ver a Trump en ese lugar, sobre todo viendo su desprecio por las mujeres. Económicamente no me afectó tanto, pero para la gente que no gana mucho y depende de los servicios sociales fueron cuatro años horribles.
Michael y Thad, los hijos de Richard y Lisa, tiene cada uno sus frustraciones. Pero también Jake, un pintor ultraexitoso. ¿De dónde viene ese malestar de los adultos jóvenes en general?
Emocionalmente, en Estados Unidos hay hoy una mayor tasa de suicidios, el consumo de drogas y alcohol sube. Creo que el problema de fondo es la obsesión, tan norteamericana, por el entertainement. Donde quiera que uno va todo el mundo está con la mirada clavada en los celulares, viendo todo el tiempo Netflix, consumiendo toda clase de medios y noticias. La gente está muy aislada, no se comunica humanamente una con otra. La pandemia solo volvió eso mucho peor. Nos está enseñando a estar alejados, a quedarnos delante de la pantalla. Me preocupa un poco el futuro, esa falta de vínculo humano solo puede traer más depresión.
¿Las redes sociales forman parte de lo mismo?
Tienen su lado bueno, pero la tecnología no es para mí un substituto de nada. Las nuevas generaciones, que nacieron ya con ellas, tal vez logren a la larga usarlas para conectar a nivel humano como lo hacemos cara a cara. Ojalá sea así.
¿La literatura no es en cierto modo, con su tiempo lento, lo opuesto a ese frenesí?
Si soy un lector voraz, es por la simple razón de que las palabras sobre la página me permiten empatizar de manera profunda con otra gente, por muy de ficción que sea. No me ocurre con otras formas de arte, y pocas veces pasa en conversaciones con gente real porque somos reacios a exponernos y mostrarnos vulnerables, incluso con las personas que más queremos. Vamos a los libros para escondernos de la gente y al mismo tiempo encontrar ahí gente que nos cuenta que no estamos solos.
¿Con qué novelas se podría asociar a Vida de lago?
Admiro mucho el ciclo de novelas que John Updike le dedicó a Rabbit Armstrong, sobre todo la manera en que la tetralogía se dedicó a catalogar cada época. Updike escribió casi un "Rabbit" por década, con lo cual capturó como nadie el zeitgeist de fines de los años cincuenta, de los años sesenta, setenta, ... Una influencia más cercana en el tiempo fue Las correcciones, la novela de Jonathan Franzen, por la manera en que observa un momento de la cultura americana.
Updike era un autor que publicaba un libro por año, lo que en su época era casi un mandato para los novelistas. ¿No seguir ese ritmo es una declaración de principios en tu caso?
Si pudiera escribir un libro cada dos años lo haría, pero no sé si tengo la habilidad. Cuando escribo tengo varios proyectos al unísono y salto de uno al otro. Al mismo tiempo que Vida de lago escribí ensayosy los cuentos de mi próximo libro. No veo la escritura como una carrera, una competencia, ni como una cuota a cumplir. Prefiero publicar solo cinco libros y sentirme orgulloso de ellos y no veinte y arrepentirme. Updike, de hecho, por mucho que lo admire, escribió unas cuantas novelas que no eran muy buenas que digamos.
¿La vieja y admirable costumbre de publicar cuentos en revistas sigue estando viva en Estados Unidos?
Todavía existe, pero económicamente, claro, no es lo que fue. Creo que Francis Scott Fitzgerald llegó a cobrar en los años veinte 5000 dólares por un cuento que apareció en el Saturday Evening Post. En estos días uno tiene suerte si le pagan 200 dólares. Muy pocas revistas masivas publican cuentos hoy. The New Yorker sigue siendo el patrón oro en la materia. Y el Atlantic Monthly publica una por mes. Después están The Paris Review, The Southern Review, que son una marca de prestigio, pero ningún escritor puede vivir como pasaba en los años 40 y 50 de escribir en revistas. Eso se acabó.
¿Hay algo que distinga a los escritores de tu generación frente a los popes previos?
Los que estamos alrededor de los cuarenta, me parece, estamos tomando temáticamente menos riesgos. Creo que nadie se sentiría cómodo hoy adoptando el punto de vista de un musulmán americano, como hizo Updike en Terrorista: se consideraría apropriación cultural. Cuesta hablar de gente distinta. Sí se están haciendo obras novedosas, en cambio, desde el punto de vista formal, que recuerdan los tiempos posmodernos de Robert Coover, John Barth o Barthelme. y también a Borges o Italo Calvino. Kelly Link, por ejemplo, que no hace realismo mágico, pero sí cosas muy jugadas; Aimee Bender, George Saunders. Creo que la ficción está imaginando cosas interesantes.