Bienvenidos a un nuevo "paraíso en la Tierra": el comunismo de mercado
El film sobre una experiencia fabril china en EE.UU. invita a preguntarse, en el debate de modelos políticos, qué ofrecen a cambio de lo que tenemos los partidarios del populismo
"Un sistema increíble de relación con los empleados. Integra los recursos y responde al mercado". El elenco de muchachas vestidas de amarillo y maquilladas como para un Carnaval o fiesta ritual canta sobre un luminoso escenario al ritmo de una música estridente, mezcla rara de plegaria y marcha marcial. El coro acompaña: "¡Producción inteligente y racionalizada! ¡Toda empresa debería adoptarla!". La interpretación es sincrónica. Resulta evidente que las artistas de ojos rasgados han ensayado mucho antes del debut: transmiten eficiencia. Aunque nada de emoción. Es una extraña escena. Pero absolutamente real. Estamos en Fuging, provincia de Fujian, China, sede de Fuyao Group, gigantesca corporación que fabrica parabrisas para vehículos. Estamos, más precisamente, en una fiesta para recibir el primer año nuevo en la compañía luego de su desembarco en Estados Unidos. Son imágenes desbordantes de un fenómeno que nadie jamás imaginó: comunismo de mercado. A primera vista, una síntesis perfecta de lo peor de cada sistema.
Una parte del público parece regocijado ante ese curioso show. Si no fuera lo que es, podría tratarse de una fiesta escolar, y los espectadores -trajes oscuros los hombres, elegantes vestidos las mujeres-, padres embelesados ante sus hijas debutantes. Pero también la imagen remite a un musical de Broadway alusivo a la planificación centralizada en un temerario país de Oriente. Hay algo de Tarantino en la puesta. Todos los participantes llevan bufandas rojas sobre los hombros. Y aplauden, entusiasmados, al compás de la exótica balada fabril. Los invitados occidentales al evento -un puñado de grandotes desaliñados, en contraste con la pulcritud y uniformidad de la platea local- parecen no salir de su asombro. No se sabe si los embarga la emoción o el espanto: observan hipnotizados como si estuvieran dentro de un laboratorio de experimentación humana. Toman fotos. Se miran entre ellos. Ríen tímidamente. Emiten gestos de perplejidad. O quizá de temor. ¿Se trata de agasajados en un inocente evento social? ¿O de prisioneros en una cárcel futurista? ¿Serán habitantes de una nueva sociedad? ¿O son conejillos de Indias en pleno proceso de transmutación? Bienvenidos al paraíso en la Tierra.
En 2008, la empresa General Motors se declaró en quiebra y cerró su planta de Dayton, Ohio, una ciudad con 150.000 habitantes, acostumbrada a tragedias y fenómenos naturales, pero a salvo de las calamidades económicas. Así fue al menos hasta ese maldito año cuando diez mil trabajadores quedaron en la calle. De un día para el otro. Fin de un sueño americano. Pero, confirmando aquello de que no hay mal que dure para siempre, en 2010, se anuncia un nuevo y curioso acontecimiento: por primera vez en la historia norteamericana una corporación china vendría a probar suerte en ese sitio del Medio Oeste. Se trata de Fuyao Glass, la compañía de las niñas cantoras.
El enorme esqueleto de la GM comienza a tomar vida a ritmo frenético. Se abren dos mil vacantes. No es la felicidad completa, pero puede ser el comienzo de una hermosa amistad. Vuelve la esperanza. Esta es, básicamente, la historia que cuenta American Factory, documental que acaba de ganar el Oscar en su género. Y se lo merece. Porque la obra de los directores Julia Reichert y Steven Bognar es un apasionante viaje por los confines de la condición humana. Un relato cargado de datos y con muy pocas opiniones. Una invitación a pensar. Hay muchas maneras de mirar el film. Entre ellas, la observación política. O, si se quiere, el análisis del entramado de dos mundos que parecían ir hacia direcciones contrarias y ahora convergen en un horizonte de negrura: el viejo capitalismo con su crisis de modernidad y esa peculiar forma de comunismo de los seguidores de Mao.
El espectador se va deslizando por una pendiente cargada de sensaciones diversas. Verá la ilusión y el desencanto. El optimismo y la bronca. El sueño y la pesadilla como parte de una misma existencia. Los flamantes conquistadores, envueltos en escafandras clasistas oxidadas, han llegado al templo de la cultura occidental para demostrar a sus habitantes cómo se construye un verdadero imperio. "EE.UU. es un lugar donde puedes ser tú mismo. Mientras no hagas nada ilegal eres libre de hacer lo que quieras, incluso bromas sobre el presidente", les explica un "profesor de cultura estadounidense" a los operarios chinos del primer contingente que arriba al país. Parece un elogio, pero es solo una descripción. A poco de andar las cosas se complican. Baja la alegría de los locales y sube la presión de los extranjeros. Sobre todo, cuando el presidente de la empresa, Cao Dewang, reconoce que lleva perdidos 40 millones de dólares en apenas doce meses. El viejo comunista sabe hacer cuentas.
Las condiciones laborales se van endureciendo y los exempleados de la GM empiezan a extrañar a sus antiguos amos burgueses. "Quince minutos pagos para descansar; media hora no paga para almorzar", establece el reglamento oriental. Poco a poco, desaparece el comedor de lo que fuera una empresa modelo y se multiplican las lesiones por falta de condiciones en la seguridad. Un veterano obrero reconoce: "Durante quince años en la General Motors jamás tuve una lesión". La cámara lo muestra ahora con una bota de yeso alejándose dificultosamente de su puesto laboral. Otra empleada cuenta con amargura que en los tiempos dorados del capitalismo salvaje cobraba 29 dólares por día y ahora, con suerte, llega a los 12,84. En comparación, la alienación que se describe en la legendaria Tiempos modernos, de Charles Chaplin, parece un cuento de hadas.
Los supervisores venidos de la casa matriz describen a sus nuevos empleados como "bastante lentos y torpes". Uno de ellos, durante una conversación en Fuging, le reprocha a su colega americano: "Ustedes tienen ocho días por mes para descansar, nosotros solo uno o dos". "Los norteamericanos son perezosos", reconoce el visitante que parece empeñado en sostener la ilusión y, sobre todo, en conservar su nuevo empleo. Los chinos muestran rigor militante: "Solo pienso en hacer las cosas bien", declara un ingeniero mientras fuma un cigarrillo luego de cenar en el despojado comedor de su casa alquilada. "Este es el mejor momento del día", decribe, mientras exhala una bocanada de humo. En su planta nativa, mientras tanto, los operarios de Fuyao hacen formación militar y se numeran ante la mirada atónita de los visitantes occidentales. ¿Solo diferencias culturales?
El conflicto crece en la planta de Dayton. Los trabajadores intentan agremiarse. "Un sindicato va contra nuestros intereses, si se meten acá, cerraré", advierte el presidente Cao. En su país, el magnate no tiene este tipo de problemas: su cuñado dirige la organización de los trabajadores y es, a la vez, secretario general del PC local. Armonía total. Es curioso que estos temas no figuren en nuestra agenda a la hora de debatir los modelos alternativos. Y que muchos prefieran repetir consignas simplistas y hasta suicidas. ¿Qué ofrecen a cambio de lo que tenemos los ingeniosos partidarios del populismo? ¿Tercera posición? ¿Es China "comunista" esa alternativa? ¿Lo son Cuba o Venezuela? ¿O acaso lo es la teocracia iraní? No hay mucho para elegir. La trampa consiste en no decirlo. O decirlo a medias.
Periodista. Miembro del Club Político Argentino