Bertrand Russell y la conquista de la felicidad
Bertrand Russell (Gales, 1872-1970) es uno de los pensadores más destacados del siglo XX, cuyos intereses intelectuales abarcaron una inmensa porción del saber humano. Fue autor de Principia Mathematica, en el que intentó derivar las matemáticas a partir de la lógica simbólica, y uno de los fundadores de la filosofía analítica; escribió sobre teoría del conocimiento, una historia de la filosofía occidental, sobre ética y religión. A la par, y sin desmentir el rigor de sus trabajos académicos, también se ocupó de una amplísima variedad de temas relacionados con la libertad, la educación, los sistemas políticos, el sentido de la vida, el poder, los riesgos de una sociedad científica desprovista de valores humanos, un elogio de la ociosidad, el capitalismo y el socialismo, entre otros.
Todos sus trabajos se basaron en la búsqueda de la verdad y la lucha contra la irracionalidad. Por la vastedad y calidad de su obra recibió el Premio Nobel de Literatura en 1950 y hoy es considerado un clásico del pensamiento occidental. A este genial legado sumó la defensa de causas morales que lo llevaron a convertirse en un activista social en el mejor sentido de la palabra. Apoyó el voto femenino y se anticipó a su tiempo al defender un nuevo rol para la mujer. Por su oposición a la Primera Guerra Mundial pasó seis meses en prisión.
Se opuso a Hitler, al estalinismo, a la invasión estadounidense de Vietnam, a las bombas nucleares y a la segregación racial. Durante su estadía en Estados Unidos (1938-1944) perdió sus puestos académicos por sus campañas a favor de la igualdad sexual entre hombres y mujeres y de las relaciones prematrimoniales. En sus propias palabras: “Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda de conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad”. En este breve homenaje a su figura, deseo resaltar sus reflexiones sobre la felicidad, tal como aparecen en su libro La conquista de la felicidad (1930), que anticipan conceptos que aparecerán bastante tiempo después y que representan una faceta menos conocida de su obra.
En el prefacio, Russell expresa que la felicidad no es un regalo de los dioses y debe ser conquistada: “Muchas personas que son desdichadas podrían llegar a ser felices si hacen un esfuerzo bien dirigido”. Contra todo conformismo, que lleva a aceptar las penurias del presente, “la vida no se debe concebir como una analogía de un melodrama en que el héroe y la heroína sufren increíbles desgracias que compensan con un final feliz”, la felicidad es razonablemente posible si actuamos proactivamente.
En la primera parte, resume las causas de la infelicidad. Destaco dos. Varias décadas antes de que se popularizara el término workaholic, Russell criticaba “la excesiva importancia que se da al éxito competitivo como principal fuente de felicidad”, y llama dinosaurios a quienes lo consiguen porque “prefieren el poder a la inteligencia”; por fortuna, acota, los dinosaurios no triunfaron, y nuestros modernos dinosaurios tampoco lo harán: “La competencia, considerada lo más importante de la vida, es algo demasiado triste, demasiado duro, demasiado cuestión de músculos tensos y voluntad firme, para servir como base de la vida durante más de una o dos generaciones”. Muchos de nuestros hijos encarnan hoy este ideal no competitivo.
La segunda causa la vincula con una cruzada que emprendió toda su vida contra la irracionalidad y la moral tradicional, entendiendo por moral tradicional aquella que origina cuestionamientos internos en los individuos entre lo que se les enseña y lo que desean y que, por tanto, “centra toda la atención en uno mismo”. El remedio es abrirse al mundo y emplear nuestras energías “para lograr propósitos exteriores” y no estar “perpetuamente estorbado por conflictos internos”. La razón es necesaria para curar los defectos de una subjetividad condicionada por los mandatos sociales. El secreto es comprender que “la felicidad auténticamente satisfactoria va acompañada del pleno ejercicio de nuestras facultades y de la plena comprensión del mundo en que vivimos”.
En la segunda parte, Russell aborda las causas de la felicidad. Analiza el valor del entusiasmo y la importancia de los afectos que recibimos y que damos: “Recibir cariño no basta; el cariño que se recibe debe liberar el cariño que hay que dar, y solo cuando ambos existen en igual medida se hacen realidad sus mejores posibilidades”. Luego analiza el rol de la familia, cuya institución ya consideraba mal encaminada en su época y donde presta atención al nuevo rol de las mujeres profesionales y a las relaciones entre padres e hijos, defendiendo de manera precursora que los padres “respeten la personalidad del hijo” para que pueda alcanzar la plena felicidad de la paternidad.
Otro punto que menciona Russell como fuente de felicidad es la capacidad para interesarse por “cosas que no tengan importancia práctica en la vida de uno”. Para ello, “es imprescindible que estos intereses no exijan aplicar las mismas facultades que han quedado agotadas por la jornada laboral”. Por eso, concluye: “El que no hace nada para distraer la mente y permite que sus preocupaciones adquieran dominio absoluto sobre él se porta como un insensato”. Para Russell, el esfuerzo por perseguir la felicidad es esencial. “El hombre y la mujer que quieran ser felices tienen que encontrar maneras de hacer frente a las múltiples causas de infelicidad que asedian a todo individuo”. Si tuviera que resumir la actitud de Russell frente a la felicidad, citaría su frase: “El secreto de la felicidad es que tus intereses sean lo más amplios posibles y que tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles”. Este fin magnánimo animó toda su vida, como lo confiesa en su autobiografía: “Quería, por un lado, descubrir si todo podía ser sabido, y, por otro lado, hacer todo lo posible para crear un mundo más feliz”.