Berta y las demás cabras de Parque Patricios
A principios del siglo XX, en el barrio del sur de Buenos Aires se instaló la Cabrería Municipal, un lugar donde los porteños podían asistir a tomar un vaso de leche de cabra recién ordeñada
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Pasó un poco más de un siglo y ya no queda ni el más mínimo rastro de ello, pero apelo a que el lector tenga a bien creerme si le cuento que, desde 1912 y por algunos años, en un sector del Parque de los Patricios próximo a lo que hoy es la calle Pepirí, existió un lugar donde los porteños podían ir a tomar un saludable vaso de leche de cabra. Y para dotar de su merecida relevancia a lo que fuera en aquel tiempo la llamada Cabrería municipal, agregaré que la inauguró, en una tarde de octubre, el presidente Roque Sáenz Peña. El mandatario bebió un vaso de ese noble alimento, ordeñado frente a sus ojos y de inmediato elogió su muy buena calidad.
La cabrería fue encargada por el intendente de Buenos Aires de entonces, Joaquín de Anchorena al director del zoológico porteño, Clemente Onelli. El establecimiento funcionaría “para el expendio de leche de cabra recién ordeñada, y que pudiese tomarse cruda al pie del animal, sin prevenciones, por cuanto es sabido que la leche de cabra no es atacada por la tuberculosis”, dice el pedido del alcalde porteño que registra Aquilino González Podestá en el cuadernillo El zoológico del sud y el Barrio, del Ateneo Histórico de Parque de los Patricios
El predio elegido para instalar ese particular emprendimiento fueron las instalaciones del Zoológico del Sud, una sucursal del Jardín Zoológico porteño que se había abierto en 1907 en Parque Patricios –entre las actuales calles Caseros, Pepirí, Uspallata y Almafuerte- para que los habitantes del sur de la ciudad pudieran vivir la experiencia de ver animales salvajes sin necesidad de trasladarse hasta Palermo.
Este zoo fue creado por iniciativa del propio Onelli, quien, además de estar al frente del Jardín Zoológico entre 1904 y el año de su muerte, fue un personaje fascinante de la Buenos Aires de principios de siglo. Naturalista, antropólogo, zoólogo, escritor y paleontólogo, entre otras cosas, este ilustre hombre de ciencia nacido y criado en Roma llegó en su juventud a la Argentina para no marcharse más.
Onelli encaró el armado de la cabrería con la misma enjundia con la que llevaba adelante cada uno de sus proyectos. Delineó la disposición de los corrales en el predio y de inmediato se dedicó a buscar a los animales que integrarían la primera colonia caprina.
En la Revista del Jardín Zoológico de Buenos Aires, el naturalista contó sus peripecias en la búsqueda de los animales para nutrir el emprendimiento. Es que, mientras llegaban de Europa los ejemplares más adecuados, Onelli marchó a distintas provincias a buscar y traer cabras autóctonas.
Pero no tuvo demasiada suerte ni en Jujuy, Salta, La Rioja y Catamarca, donde halló cabritas “chiquitas, raquíticas”, que no alcanzaban a dar más de 200 gramos de leche. Un poco más de fortuna tuvo Onelli en las sierras de Córdoba, donde pudo comprar unas 60 para trasladar a Buenos Aires. Finalmente, en la propia capital del país, con ayuda de un canillita desocupado, encontró unos doscientos porteños propietarios de unas 650 cabras. De ellas, Onelli compró sólo las que eran capaces de dar al menos un litro y medio de leche diaria.
Así, cuando finalmente llegaron las cabras de Europa, la colonia de estos animales comenzó a funcionar tal como el erudito italiano había imaginado. De las recién arribadas del viejo continente, de la raza Saanen de Oberhessen, destacó un ejemplar, a la que bautizaron Berta, que comenzó a brindar entre 5600 y 5900 gramos de leche por día. Una verdadera enormidad.
La cabrería se puso en marcha en octubre de 1912, y fue un verdadero suceso. Había largas colas de personas que se acercaban al lugar en busca de su vaso de leche de cabra, un nutritivo producto y a un precio módico.
Clemente Onelli falleció en 1924, y el destino del Zoo del Sud se fue a la deriva luego de su muerte. En tanto, nadie sabe cuánto tiempo se mantuvo en funcionamiento la cabrería. Pero bien vale el intento por recordarla hoy como una de esas entrañables rarezas de una Buenos Aires que no volverá.