Beneficios inesperados de la pelea entre los Fernández para el FDT
Tarde pero seguro: la gran novedad de la última semana es que Alberto Fernández finalmente responde a los ataques con los que hace más de dos años el kirchnerismo duro lo viene acosando. Se acabó su postura pasiva, la paciencia estratégica con la que hasta “la clase magistral” de Cristina en el Chaco trataba de digerir un menú de agresiones que fue no solo in crescendo, sino que terminó impactando en su reputación y en la de su administración. Diferentes sondeos de opinión pública denunciaban una situación más que alarmante, con un liderazgo presidencial frágil e inconsistente que, con una economía tan inestable y una estanflación que se acelera, podía eventualmente comprometer la gobernabilidad. “Nada”, resaltaba una nube de palabras que busca sintetizar la caracterización de la que es objeto el Presidente. “Ella habló de falta de legitimidad de gestión, pero son justamente sus ataques lo que nos paraliza”, admiten cerca de Alberto Fernández. Tres de cada cuatro argentinos están de acuerdo con esa afirmación, de acuerdo con un estudio reciente de D’Alessio IROL-Berensztein.
CFK abrió una puerta que puede resultarle particularmente incómoda sobre todo a ella: rechazó el concepto de las peleas dentro del oficialismo por el simple hecho de que no hubo violencia política o personal. Por el contrario, se refirió a un “debate de ideas”. Eso le permitió a Martín Guzmán convertirse en un tan severo como repentino crítico del déficit fiscal en general y los subsidios a las tarifas públicas en particular (aunque eso implicó también una muy severa autocrítica: es precisamente lo que vino haciendo desde que ocupa su despacho en el Palacio de Hacienda). Guzmán apuntó a cómo los “años dorados” de los gobiernos K (los añorados superávits gemelos) terminaron, a fuerza de caprichos, un gasto desenfrenado y criterios solo políticos y de corto plazo, en un descalabro macroeconómico que de pura suerte y gracias a las perspectivas de una mejora sensible en 2015 no terminó en un desastre mayor. El eficaz administrador de esa quiebra silenciosa fue Axel Kicillof, que además de ser gobernador de Buenos Aires oficia como auditor en representación de la accionista mayoritaria del FDT.
Acostumbrado a trabajar para (y rendirles cuentas a) economistas obsesionados con los defectos del mercado, Guzmán no tuvo empacho (ni mucha opción) en aceptar la supervisión del exlíder de Tontos pero no Tanto. Ese sometimiento pudo haber generado con el tiempo algún resquemor. Esta tormenta de ideas que desató sin querer Cristina en territorio chaqueño se convirtió en una oportunidad propicia para que Guzmán ponga finalmente sus convicciones sobre la mesa. “Demasiado poco, demasiado tarde”, acota un colega de ambos, no se sabe si pensando en el Presidente, en su empoderado ministro, o en los dos.
“Se ve que se contagió de sus anfitriones, ahora que es una estrella del establishment”, acotan desde La Cámpora. “¿O siempre pensó igual y nos estaba engañando?”, señalan en referencia a la vieja pelea con su supuesto subordinado, el subsecretario de Energía Eléctrica, Federico Basualdo, a quien infructuosamente quiso echar del gabinete. Un año más tarde, tal vez recordando la máxima menemista de “ramal que para, ramal que cierra”, Alberto Fernández acaba de amenazar con despedir de su gobierno a aquellos que se nieguen a ajustar tarifas. ¿Cumplirá esta vez con su palabra? ¿O se limitará a aceptar algún fallo de la Justicia que congele el efecto de esa medida ante la presentación de algún particular u organismo no gubernamental?
Un matiz poco explorado de este encarnizado enfrentamiento entre kirchneristas y albertistas es que pueden identificarse un conjunto inesperado, ni siquiera buscado, de saldos positivos. El primero, y tal vez el más potencialmente relevante desde el punto de vista electoral, es que mantiene al menos por ahora a votantes muy diversos dentro de un mismo espacio, en particular a los más radicalizados. En tanto y en cuanto Cristina y sus voceros más leales puedan despacharse a gusto contra el accionar de Guzmán, Matías Kulfas, Claudio Moroni o el propio mandatario, los más descontentos tienen algún incentivo para seguir perteneciendo al menos nominal y coyunturalmente al FDT. Cristina por las dudas ha desempolvado su marca propia, Unidad Ciudadana, con la que fracasó e hizo fracasar al peronismo en la elección de 2017, pero no queda claro si la volverá a usar o solo amenaza con romper y condenar a sus hasta ahora socios a una nueva derrota. “Ella puede no ganar pero su 20 o 25% a nivel nacional la vuelve irremediablemente un factor de poder de peso; pero el peronismo dividido puede perder en varias provincias y sobre todo municipios”. La confrontación interna, curiosamente, se convierte en un disuasivo que evita o al menos posterga una eventual ruptura. Más: como las diferencias se ventilan en público (y con modales al menos cuestionables), opera también como una suerte de catarsis que evita la escalada final y su virtual impacto en materia de gobernabilidad.
Por otra parte, la disputa permanente facilita ocupar el centro de la escena, desplazando a otras fuerzas a los márgenes del interés de las audiencias preocupadas por la cosa pública. Esto dificulta los esfuerzos comunicacionales de la oposición, otorgándole al FDT una centralidad para nada absoluta, pero mucho mayor del peso electoral que puso en evidencia en las pasadas elecciones: operar a la vez como oficialismo y oposición termina relegando sobre todo a Juntos por el Cambio a una posición secundaria, más allá de los problemas de coordinación y discurso que esa coalición sigue experimentando. ¿Se trata de una remake a nivel nacional del duro enfrentamiento que Juan Manzur y Osvaldo Jaldo tuvieron en Tucumán? Esa presunción luce exagerada, pero las consecuencias pueden ser concordantes: ganar visibilidad, sostener una vigencia política y comunicacional de otro modo muy difícil de lograr, y sobre todo satisfacer a una base ideológicamente coherente que espera esa clase de liderazgo.
Otra cuestión a considerar: desde la enorme debilidad que lo caracteriza, pelearse con CFK le da a Alberto Fernández la posibilidad de animarse a meterse en peleas de cierta magnitud. No solo por desafiar abiertamente a su “jefa”, sino para enfrentarse, como declaró en Alemania, al neoliberalismo en general y a Macri en particular. Que su postura sea quijotesca y parezca escasamente humilde, ratificando los prejuicios por los cuales somos reconocidos los porteños, no parece amilanarlo. Fernández, tozudo y un tanto irreverente, parece disfrutar de estos momentos si no de gloria, al menos de protagonismo que le regaló el destino.
Por el miedo que sigue generando CFK (“no es tanto ella personalmente, sino el desastre que las peleas internas pueden disparar”, aclara un líder empresarial), un segmento importantísimo del establishment salió a respaldar no directamente al Presidente pero sí a su ministro más debilitado: Guzmán viene visitando algunos de los foros más representativos del sector privado. No es que vean en él un funcionario particularmente apto o capaz de poner al país en la senda del desarrollo. Pero como cualquier alternativa puede ser peor, impera el principio de “más vale malo conocido…” ¿Apunta Alberto Fernández a que en un tiempo le ocurra lo mismo? Su paso por las campañas de Sergio Massa y Daniel Scioli posiblemente lo inspire a intentar convertirse en una opción deseable para al menos un segmento del sector privado, sobre todo de capital nacional. Cristina hace tiempo sabe que para ella eso es una quimera. En esta dinámica, el Presidente puede apuntar a convertirse en el dique de contención del poder de daño de su compañera de fórmula.