Beneficios de la lectura
Es difícil leer novelas en la gran ciudad. A las conspiraciones tradicionales se han sumado en los últimos tiempos nuevas tentaciones más justificadas y muy atractivas, principalmente la música portátil. El tiempo que muchos dedicábamos a leer en el transporte público ahora se ha visto consumido por los auriculares y el iPod, sin perjuicio de que haya quienes juegan a dos puntas, escuchan y leen al mismo tiempo, y seguramente se quedan sin el pan y sin la torta.
En cualquier caso, las vacaciones permiten una lectura de otra calidad: la que se hace sentado al lado de una alta lámpara de pie, cuando uno se acomoda sin apuro con un libro quizá muy pesado entre las manos, de esos que no se pueden cargar en un subte o sostener entre manos somnolientas a la luz de un velador. Guerra y Paz o Los hermanos Karamazov; o acaso los tres tomos de El Señor de los Anillos; o tal vez David Copperfield o Moby Dick. Ese tipo de novelas requiere un detenimiento especial, una oportunidad propicia para saborearlos, para engancharse, para recordar la infinidad de personajes que proponen.
Las vacaciones de verano ofrecen esa oportunidad. Aunque muchas veces se la desaprovecha, pues también el estío trae consigo obstáculos y tentaciones: para algunos, la arena que se cuela entre las páginas, junto con otras tantas otras distracciones playeras; para otros, los hijos chicos, que pasan a estar las 24 horas del día y de la noche colgados del cuello; para todos (los que tienen la suerte de vacacionar), la pereza, el cansancio, la disminuida capacidad de concentración. Por eso me gustaría ofrecer una razón fuerte, acaso un nuevo incentivo, para animarse a leer un buen libro -de esos grandes- durante este receso estival. Podría llamarla, un tanto ampulosamente, la teoría de la experiencia vicaria.
Explicaré mi teoría a partir de un ejemplo tomado de una de esas grandes novelas en las que vale la pena invertir. Sin que haga falta introducir un spoiler alert para quien no la haya leído, le recordaré al que sí la ha disfrutado la situación de la protagonista de Anna Karenina en aquel fatídico tren nocturno que la lleva de San Petersburgo a Moscú, en la escena inicial.
Anna viaja afligida, infeliz, pues su matrimonio deriva hacia el abismo. Así las cosas, una señora mayor, conocida de su familia, le pregunta si se puede sentar al lado de ella y entablan una larga conversación. La compañera ocasional le llena la cabeza a Anna con las virtudes de su hijo, el conde Vronsky. Con los ojos apenas cerrados, a la triste heroína de Tolstoi le resulta imposible no soñar despierta con aquel guapo oficial del ejército. Con tan mala fortuna que, cuando llegan a Moscú, quien abre la puerta del vagón es el propio Vronsky, cuya madre los presenta de inmediato. Él queda flechado por la proverbial belleza de Anna; ella parece confundida por un instante, pero enseguida se recupera, se disculpa y se aleja en busca de su hermano, que la espera en algún lugar distante del andén.
Sin embargo, en el trecho que separa el vagón del final del andén (donde, en efecto, la aguarda su hermano), Anna no puede resistir y se da vuelta; y, cuando lo hace, sus ojos se encuentran con los de Vronsky, quien a su vez tiene los suyos posados en ella. Casi podría decirse que a partir de ese momento la suerte -su infeliz suerte- está echada, y ya no hay marcha atrás para lo que fue uno de los affaires más amargos de la historia de la ficción.
Ahora hagamos un ejercicio imposible para Anna Karenina el personaje, pero factible, como veremos, para cualquiera de nosotros, los lectores de la novela. Supongamos que aquel día en que Anna subió al fatídico tren que la habría de transportar a Moscú, ella ya hubiera leído Anna Karenina. En esa hipótesis fantasiosa, Anna habría estado dotada de más herramientas para resistir el atractivo de lo que se encontraría al llegar al andén ("una tentación llamada Vronsky"); incluso antes, al sentarse frente a la madre del conde, podría haber pensado: "Yo ya he estado aquí" (como Charles Ryder, cuando llega por segunda vez a Brideshead, en la famosa novela de Evelyn Waugh). Podría haberse tapado los oídos frente a la seductora conversación de la madre de Vronsky, que se apresta a intentar colocarle a su hijo, al verla tan bella y tan triste.
Al leer una historia (sea la de Anna, sea cualquier otra que valga la pena y que esté bien contada), enriquecemos nuestra propia vida con una vida prestada; obtenemos la oportunidad de aprovechar la experiencia de otro y podemos generar anticuerpos; recibimos un suero que nos protegerá cuando llegue el día en que una nueva experiencia esté a la puerta para inyectarnos algún veneno que, de otro modo, sería mortal para nuestros mejores proyectos. Las pequeñas tomas diarias de ese antídoto artístico que es la lectura nos prepararán para enfrentar los desafíos de la realidad más allá de las páginas de la novela.
Como una saludable bebida que de algún modo nos inmuniza frente a los peligros reales, al tiempo que nos permite vivir vidas muy distintas de la nuestra, el hábito de leer literatura de la buena nos potencia. Este verano, que para muchos representa también un momento de pausa, puede ser la ocasión perfecta para probar una vez más este fantástico elixir del alma.
Profesor en la UCA e investigador del Conicet
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