Beatriz Sarlo: “Sé leer de un solo modo: leo todo, también la política, como aprendí a leer la literatura”
Publicada en Cultura el 10 de enero
El encuentro empieza de la mejor manera, o por lo menos de una manera muy significativa: con el tenis. "¿Leíste la nota sobre Federer que salió en LA NACION?" Beatriz Sarlo se refiere al artículo de Sebastián Torok sobre la pervivencia del suizo en la competencia de alto rendimiento. Estamos de acuerdo en que todo pasa por el juego de piernas, comparable al de un bailarín clásico. "Algunos dicen que estudió ballet de chico. ¿Será cierto?" Sarlo conoce bien el tema. Juega regularmente en Ferro y es una espectadora impenitente de los torneos, durante los que sufre en especial los partidos justamente de Federer . Tiene también teorías que podrían merecer atención; sobre todo, cómo limitar el dominio de los grandes sacadores. "Hay que poner un solo saque. Eso obligará a los jugadores a ser más cuidadosos."
Pero, ¿por qué Sarlo, que escribió sobre tantas cosas, no escribió nunca sobre eso que la apasiona y ocupa varias horas de su tiempo? Bueno, porque nadie se lo pidió, y también por modestia frente a las columnas del crítico de cine Serge Daney, reunidas en el volumen L’Amateur de tennis. Sarlo cree que para ver un partido de tenis "hay que ver particularidades". Nadie las vería mejor que ella. Sin embargo, se rinde ante el modelo. "Lo que me parece extraordinario del libro de Daney, para entender cómo se hacía periodismo en la década de 1980 y cómo se hace ahora, es que salvo Roland Garros todos los partidos que comentaba los veía por televisión. Es inigualable: una mezcla de retrato psicológico y retrato deportivo. La forma explícita con la que expone sus simpatías y sus antipatías, y adjetivadas. Hoy sería casi impensable: uno no podría adjetivar a un jugador de la manera en la que Daney adjetiva a los jugadores con los que no simpatiza, por ejemplo, Vilas ."
–Pero eso es más amplio, me parece. Salvo en la política, nadie adjetiva. En la crítica literaria no se adjetiva, ¿o sí?
–Casi nada. Ahí pasaron dos cosas. La primera fueron las consecuencias no previstas ni queridas de la tecnificación de la crítica, que abarca mi generación y también la tuya. La tecnificación fue por vía semiológica, por vía semántica y por varias vías más. Esa tecnificación enseñó a desconfiar del adjetivo porque enseñaba a desconfiar de la valoración y porque enseñaba a desconfiar del sujeto. Ni el texto tenía un autor, sino que "se" escribía, ni la crítica podía reproducir algo que había expulsado de la literatura.
–Barthes había dicho justamente que el adjetivo era una "plancha ideológica".
–A lo mejor tenía razón. Yo creo que Barthes tiene razón de manera invariable. Y la segunda causa es que muy pocas veces se critica un libro que no gusta o que no gusta algo. Se da por sentado que los libros que se critican merecen ser criticados por alguna razón que incluye la valoración, entonces la valoración no se hace explícita porque es explícita en el momento de la elección del libro.
–Podría decirse lo mismo de tus críticas. En el prólogo a Ficciones argentinas, tu recopilación de críticas, decís que escribiste sobre libros que te gustaron. Ahora bien, yo entendí la idea de gusto de modo que implicaba más bien que habías sido interesada por un libro determinado, no necesariamente que te convenciera.
–Son libros que permiten pensar alguna dimensión literaria o estética. Pero, ¿por qué los libros que no me gustaron en el sentido que vos decís no permitirían hacerlo? Escribí críticas de libros que no me gustaron. Y es como si no hubiera sido entendido el derecho del crítico de no interesarse por ciertos libros.
–Está también la superstición de que el crítico debe ocuparse de todos los objetos y que, si no lo hace, falta a sus deberes.
–Eso es absurdo. El mayor crítico de esta dimensión, que es Barthes, nunca se ocupó de un libro que no le interesara en un sentido profundo. Nunca. Jamás tocó un libro que no lo convocara estética y literariamente. Y fijate que hay enormes ausencias en la crítica de Barthes. Borges, por ejemplo. Simplemente Borges no lo convocó a Barthes. Convocó a otros franceses: a Foucault, los que lo tradujeron para Les Temps Modernes, para Cahiers de L’Herne, pero no a Barthes. Hay algo de la sensualidad de la escritura que Barthes encuentra en Flaubert, en Proust o en Sarduy, que no encontró en Borges.
–¿Te decepciona ese desencuentro?
–No, para nada. Me interesa. Creo que Barthes hizo lo correcto. Un forzamiento de Barthes hacia Borges habría salido completamente del sistema barthesiano de percepción de la literatura. No me decepciona; más bien, me reafirma en mi admiración por su férrea fidelidad a aquello que lo convocaba.
–Pero ese desinterés no menoscaba tu admiración por Borges.
–En absoluto. Nosotros no somos Barthes y podemos elegir un poco más porque sabemos que no estamos marcando un siglo con un texto. Las frases que Barthes escribió sobre Flaubert, sobre Proust o sobre Michelet marcan para siempre una interpretación. La sensación que uno tiene es que Barthes insistía en quedarse en la literatura francesa. A mí no puede sorprenderme. Somos muchos en la Argentina los que insistimos en quedarnos en la literatura argentina y después en algunas literaturas europeas. Yo siempre digo que soy una cosmopolita provinciana. Barthes es un cosmopolita francés. O un francés con algunas salidas cosmopolitas.
–Hay otra cuestión en el prólogo a Ficciones argentinas sobre la que querría volver. Me refiero al imperativo que pesa sobre la crítica en relación con el presente, la idea de que la crítica vive en la actualidad y se arriesga en el terreno de lo no probado. Yo noto en vos una preocupación por el presente más general: el presente de la política, el del teatro, el de la música.
–Es un reflejo, en el sentido más profundo. Mi formación transcurre en un medio vanguardista, rupturista: el Instituto Di Tella para el cual trabajé como pinche, pero que me permitió verlo desde adentro. La primera exposición a la que asistí conscientemente a los 17 años fue la del informalismo en Buenos Aires, que fue un escándalo. No sabía lo que estaba viendo. Exponían Alberto Greco, [Mario] Pucciarelli, y yo me hice amiga de Fernando Maza, que también mostraba en Van Riel. La galería se cerró para que no quemaran los cuadros. Era como un acto de 1920. Yo estaba enloquecida con lo que veía. Pensaba vagamente que eso había sucedido en Zurich, pero no que iba a pasar ante mis propios ojos en Buenos Aires. Ésa fue mi formación no deliberada. No la académica, que iba por otro lado y no fue demasiado sistemática. Y eso se convirtió en un reflejo, en el sentido más primitivo y profundo que tiene un reflejo. Ya no puedo ser de otro modo. Hace 20 o 30 años, un amigo me decía que tenía que hacerme tarjetas de visita que dijeran: "Beatriz Sarlo. Moderna". Lo decía sarcásticamente. Pero creo que había una verdad en eso.
–Esa experiencia de la vanguardia y lo moderno, ¿no puede ser también un obstáculo, en la medida en que es una experiencia irreductible, límite, a partir de la cual todo lo que vino después puede parecer regresivo?
–Es probable que uno tenga la tentación de hacer un juicio pesimista. Yo trato de entender. Mi mayor problema es con el campo que más conozco: la literatura. Este problema no se me plantea con la música, en la cual soy miembro del público y tengo una disposición absoluta para cualquier cosa que pase por mis oídos. Entonces voy y pregunto.
–¿En esos casos también tratás de entender?
–Pero no me plantea qué soy yo frente a eso. La música me provoca más bien un universo de placeres incalculable al cual entro de la manera más salvaje. El otro día me dije: voy a escuchar el Macbeth de Salvatore Sciarrino. ¿Por qué estaba yo escuchando en mi casa el Macbeth de Sciarrino?
–El cine y el teatro tienen también un principio narrativo compartido con la literatura.
–Lo que pasa es que con la literatura creo que tengo todavía los instrumentos para entender aquello que puede estar muy alejado de mi universo de elecciones estéticas; alejado de Borges o de Saer, para decirlo muy rápidamente. Entiendo qué quieren hacer exactamente otros escritores, y lo digo y lo escribo. Eso me pasa bastante con el teatro, menos con el cine, y con la música me entrego más al placer. Son relaciones diferenciadas y no me pido lo mismo en cada una de ellas. Mis atracos de música contemporánea vienen de que no me pido a mí misma lo mismo que con la literatura. Me siento más libre ahí, más irresponsable. La música es un campo de novedad absoluta.
–¿Y no pasa lo mismo con la política? Quiero decir, después de haber transitado por el vanguardismo político, ¿no sentís pesimismo por la condición actual de la política?
–Sin embargo, después de la etapa de vanguardismo político, yo tuve enormes entusiasmos, como, por ejemplo, la Alianza, hasta la fórmula presidencial. De repente, surgió que escribiera sobre política. Siempre escribí sobre política, pero de pronto se volvió sistemático. Creo que tiene que ver con esto: yo sé leer de un solo modo. Leo como aprendí a leer literatura, a través de Barthes y de Walter Benjamin, después. Yo leo todo como aprendí a leer literatura. Me doy cuenta de que puedo escribir sobre el suceso cotidiano cuando percibo que esa forma de leer tiene también alguien en las ciencias sociales y en la etnografía, que es Clifford Geertz. La lectura intensa y profunda de Geertz frente a los fenómenos sociales. Me dirás que no tiene nada que ver con la política argentina. Sin duda. Pero el caso es que los fenómenos sociales o ideológicos pueden leerse de ese mismo modo. Ahí descubrí que el modo en que yo leía la literatura podía ser un instrumento para leer lo político. Es una matriz de lectura, que es siempre una lectura puesta sobre un conjunto de acontecimientos organizados como una trama que uno lee en sentido vertical. Cuando descubrí eso, hace diez años, esa escritura se volvió algo habitual.
–Esa escritura te volvió además más visible.
–Yo creo que la gente en la calle me conoce por 6,7,8.
Bio
Profesión: crítica, ensayista
Edad: 73 años
Casi al mismo tiempo que la política, estuvo en la vida de Sarlo la literatura. Publicó estudios fundadores: Una modernidad periférica: Buenos Aires, 1920 y 1930 y La imaginación técnica. Además de sus intervenciones en los medios sobre la realidad local, inventó un género entre la crónica y la crítica, que puede leerse en los textos de La ciudad vista y en Viajes