¿Batalla cultural o guerra a la cultura?
“Pues bien; lo que yo quiero son realidades. No les enseñéis a estos muchachos y muchachas otra cosa que realidades. En la vida sólo son necesarias las realidades”.
Así instruye el Sr. Gradgrind, director de escuela, a sus maestros. Thomas Gradgrind es “un hombre de hechos y números”, decidido a extirpar de las jóvenes mentes todo lo que huela a fantasía o imaginación, esas malas hierbas que pervierten a los niños y los apartan de lo práctico y concreto.
Charles Dickens, en su magistral novela Tiempos difíciles (1854), pinta la sociedad inglesa embarcada en la revolución industrial y en la sed insaciable por el progreso económico. En pleno desarrollo del capitalismo, todo se mide en dinero, ese significante que resume los hechos y números adorados por el profesor. Apenas unos años más tarde Marx publicará El capital, donde ese sistema será analizado y criticado minuciosamente.
En la trama dickensiana aparece, sin embargo, una figura opuesta: el circo. Allí donde la ilusión, la magia y la sorpresa -lo no calculable- tienen su máximo despliegue. El circo resume todo lo que el maestro odia, teme y desprecia.
Si trasladáramos, mediante un pase de prestidigitación (¡perdón sr. director!), a Thomas Gradgrind al siglo XX o al actual, podríamos suponer que el buen hombre tiene una condición peculiar. Un poco a la manera del entrañable Sheldon, de la serie The Big Bang theory, un genio de la física especialmente dotado para el cálculo y la ciencia, pero con severas dificultades para la empatía y las relaciones afectivas. Un hombre que carece de tacto y delicadeza en el diálogo, que suele dirigirse incluso a sus amigos con expresiones sumamente hostiles y agresivas. Una suerte de niño inmaduro, rígido y torpe.
El rasgo principal de esa condición es, dicen los que saben, la incapacidad para la metáfora. Quienes la padecen solo entienden y se expresan en el terreno de la más absoluta literalidad.
Es que la metáfora viola la rigidez de los “hechos y números”: en esa figura retórica, las cosas no son solo lo que son sino que pueden ser a la vez otra cosa. Más de una realidad en una sola forma, diferentes miradas a lo mismo. Como dice Paul Ricoeur, “la metáfora es una torsión del sentido”. ¡Qué peligrosa puede resultar entonces, si su esencia es la equivocidad! ¿A qué desvíos puede arrojarnos una expresión que “engaña”, que no se deja asir en una significación única y llana? En la metáfora, no siempre dos más dos es cuatro: por su poder evocador y sugerente, allí las cuentas no cierran sino que abren…
No es necesario incurrir en filosofía barata o psicología de café: basta con el sentido común para saber que lo literal es un terreno más firme y seguro, un piso sobre el que plantarse con (supuestos) mejores apoyos que esa evanescente esfera de la fantasía. En especial para quien ha sido maltratado en su infancia, el mundo aparece como un lugar amenazante y sospechoso. La confianza en el otro se construye desde los primeros días de vida y se cultiva o se daña según funcionen los vínculos iniciales. Un niño agredido será un adulto con la subjetividad abollada. La metáfora requiere confianza, la posibilidad de tolerar la incertidumbre, la fe en el lenguaje y en los afectos, en los deseos y en los matices.
(Deberían alertarnos los resultados de las pruebas Aprender y otros métodos de evaluación: los chicos no entienden lo que leen, no pueden captar los sentidos figurados de los textos. Simultáneamente, los consultorios de profesionales de la salud mental registran un alarmante aumento de casos de autismo).
Defensa y ataque
Ante el peligro, atacar y huir son las dos reacciones más automáticas y elementales de cualquier animal, incluso el humano. Para ambas es preciso mantener la guardia alta, sostener la tensión, lanza en ristre y con las piernas listas para el salto. Como señala mi hermano Cacho, nunca relajarse en el asiento, siempre sentarse en el borde y aguzar los sentidos.
No resultan eficaces al respecto consejos ni sugerencias, buenas intenciones o señalamientos amistosos. La conducta agresiva no responde al voluntarismo. Quien así actúa lo hace desde ese temor primario que necesita revestirse de ferocidad para defenderse mejor del entorno. La paradoja es que, cuanto más realista cree ser, más poblado de fantasmas verá el mundo. Todo otro no es un semejante-diferente sino un potencial enemigo. Toda alteridad se percibe como conspirativa y es preciso anularla antes de que me anule.
El problema es cuando un sujeto así constituido tiene la máxima capacidad de decisión. Puede ser, como Sheldon, genial con los números, pero inhábil en otros campos. Para él, todo lo que implique fantasía y creación de realidades imaginarias resulta amenazante e inseguro. Mas, ¿qué sino eso -fantasía e imaginación- es el arte? ¿Con qué material trabajan la literatura, la pintura, la danza? Y ni hablar del cine, esa fábrica de ilusiones que, junto con el teatro, nos sumerge en universos diferentes, alternativos o posibles, más allá de esa “realidad concreta” de lo inmediato. Claro que esas imágenes pueden resultarnos incluso más reales y tangibles que lo que nos rodea. Baste recordar la célebre historia del programa radial La guerra de los mundos para entender el temor que lo imaginario puede suscitar…
Si es cierto que los organismos de la cultura están infestados de ineficacia y corrupción, vale auditarlos y depurarlos. Pero eliminarlos es tirar al bebé con el agua sucia de la bañera.
Quizás no sea ocioso releer a Platón y su República. Allí el filósofo propone expulsar de ese estado ideal a los poetas (en el sentido general del término griego, los creadores) porque, dice, engañan, ya que hacen creer que sus ficciones son realidades. El temor que el arte inspira es viejo como el mundo. Porque el poder del arte es, en efecto, incalculable: amplía los horizontes de lo que es, permite imaginar lo que puede ser, invita a soñar con vidas mejores, inspira proyectos y futuros, acerca experiencias y existencias a las que no tendríamos acceso de otro modo y, en fin, contribuye a desarrollar nuestro pensamiento, nuestra sensibilidad y nuestras potencias.
La metáfora es el corazón del arte. El arte es el corazón de la cultura. Creamos cultura porque somos mortales, y sabemos que lo somos. Creamos cultura para expandir nuestras vidas más allá del límite que nos impone la Naturaleza. Creamos cultura para comprendernos mejor a nosotros mismos y a los otros, para desplegar y conocer esa complejidad que somos.
Lo genial es que Platón, autor frustrado de tragedias, desarrolla su programa de censura en una de las más geniales obras literarias de la historia. Este hecho bastaría para redoblar la confianza en el arte, sus recursos infinitos y su capacidad para sobrevivir a través de los tiempos a pesar de todos los intentos de aplastarlo.