Bastones largos y palabras que son espadas
Pocos recuerdan que el ingreso de la Infantería en la Facultad de Ciencias Exactas fue la respuesta de Onganía al firme y solitario rechazo contra el golpe que la UBA se había atrevido a expresar públicamente
Mucho se habla en estos días, justificadamente, de la Noche de los Bastones Largos: cincuentenario de un acontecimiento nefasto que habría de marcar para siempre los destinos de la universidad. La memoria parece concentrarse en el episodio de máxima violencia, cuando las tropas enviadas por Onganía irrumpieron en el edificio de Ciencias Exactas y atacaron con violencia a profesores y estudiantes que allí se encontraban: bochornoso episodio que determinó el éxodo de muchos de nuestros mejores científicos al exterior.
Para encuadrar este suceso, sin embargo, conviene recordar sus antecedentes, que revelan cómo el ataque a la universidad fue la respuesta a la firme y solitaria actitud antigolpista que los claustros enarbolaron en primera instancia contra el golpe militar. Y resulta necesario evocar estos hechos, que se han omitido hasta ahora en las crónicas recordatorias, como si la intensidad de la violencia sufrida borrara la memoria del claro y valiente compromiso ideológico que la desencadenó.
Algunos pueden haber olvidado este episodio, pero lo primero que hizo Onganía fue ofrecer una función de gala en el Colón para celebrar el golpe. Asistieron en pleno, aparte de la consabida aristocracia porteña, la Iglesia, el Ejército y la CGT. El palco reservado a la universidad quedó ominosamente vacío.
Fue la universidad en esa ocasión la única institución pública en sacar la cabeza para defender la democracia. Se encontraba entonces al frente de la UBA el grupo humanista: Hilario Fernández Long como rector, Ludovico Ivanissevich como secretario general y el equipo de sus colaboradores. El rumbo era determinado por un Consejo Superior integrado por las ideologías y orientaciones más dispares y opuestas, y el proyecto consistía en erigir una universidad que, con los instrumentos de su autogobierno, fuera a la vez parte del país y un espejo de su personalidad plural. Nadie se veía frustrado por la existencia de rivales ideológicos o políticos, porque las tensiones estaban dirigidas a construir un algo dinámico que nos superara a todos en el camino del progreso científico y cultural que requería el momento.
Apenas consumado el golpe, el rectorado emitió un breve y fuerte comunicado, cuya frase inicial decía: "En este aciago día?". Yo recuerdo todavía cómo me impresionaron la justeza y la justicia de esta palabra, ese color gris acerado que tiene el adjetivo "aciago", que se levantaba como una daga nocturna para definir nuestra circunstancia, el atropello a la democracia, la oscuridad ilevantable de los días por venir. La UBA tenía entonces fuerza, entidad e identidad para irradiar una palabra que se escuchara en todos los ámbitos sociales y políticos del país.
En los días siguientes al golpe de Onganía se hizo necesario exponer con mayor detenimiento el sentir de la universidad con respecto a la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Era el aniversario de la independencia nacional y se esperaba que el rector pronunciara el tradicional discurso recordatorio en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Dadas las circunstancias, el discurso se volvía doblemente solemne -las últimas palabras pronunciadas al pie del patíbulo. Un aplauso cerrado atronó las aulas del viejo colegio al terminar un discurso que galvanizó, tonificó y unificó a todos los bandos universitarios que, meses atrás, nos disputábamos palmo a palmo una resolución, un nombramiento, un programa de estudios, en las tórridas reuniones del Consejo Superior.
Y la respuesta, por cierto, no se hizo esperar: el 29 de julio, la dictadura, mediante el decreto ley 16.912, puso fin a la autonomía universitaria, que se proponía "eliminar las causas de acción subversiva" y obligaba a los rectores y decanos de las ocho universidades nacionales a asumir como interventores.
También envió la Guardia de Infantería de la Policía Federal a las facultades de Ciencias Exactas, Arquitectura y Filosofía y Letras. Gases, gritos de consignas antisemitas y anticomunistas, y golpes a profesores y estudiantes dejaron un saldo de cientos de heridos y trescientas detenciones. Así terminaba la gloriosa trayectoria, la época de oro de la universidad recuperada, con los rectorados de José Luis Romero, Risieri Frondizi, Julio Olivera e Hilario Fernández Long: la universidad que había creado Eudeba, la universidad pionera en investigaciones computacionales, la universidad que había alcanzado niveles científicos internacionales y era un faro incuestionable por su irradiación en toda América latina.
Tal fue la dimensión del atropello que originó la protesta del gobierno norteamericano, alertado por el matemático del MIT Warren Ambrose, profesor invitado en la Facultad de Ciencias Exactas, herido y encarcelado en esa noche infaustamente memorable. Un artículo suyo publicado en The New York Times dio a conocer al mundo la magnitud de nuestra catástrofe.
Lo demás ya se sabe: para agosto de 1966, habían emigrado cerca de trescientos universitarios a distintos destinos: América latina, Estados Unidos, Canadá y Europa. Muchos otros los siguieron después, la mayoría para no regresar. Fue una terrible sangría de la que nunca nos repusimos: la salvaje respuesta de la dictadura a la única institución del país que se había atrevido a confrontarla.
Pero yo, que había sido una de entre los redactores de esta especie de testamento que fue el discurso de Fernández Long, debo confesar que, con todo, enfrentada a la pequeñez de nuestros recursos y a la soledad de nuestras trincheras, pensé entonces para mis adentros, con el Hamlet de Shakespeare: "Words, words, words": "Palabras, palabras, palabras": nada más que palabras. Y sin embargo, ocurrió que a la semana siguiente el Centro de Estudiantes de Odontología, el más reaccionario de la FUBA, organizó un acto de protesta contra el rectorado en el que se armó una pira para quemar el discurso, que se había editado en forma de folleto para ser repartido por toda la universidad. Es decir, un pequeño Reichstadt a nuestra humilde medida. Y el hecho de que se hubieran quemado, de que se hubieran hecho arder físicamente las palabras que apasionadamente habíamos escrito como testimonio de nuestros valores y nuestra voluntad, como representantes que éramos de la vida universitaria en su totalidad, en momentos tan críticos para nosotros como para el país, esa pequeña hoguera me dejó marcada para siempre. Es decir, aprendí para siempre el valor físico de las palabras, que son más que meras palabras; aprendí su extraordinario y temible poder. Words, words, words: swords, swords, swords. Sí, las palabras son espadas que hay que enarbolar antes de que el enemigo las niegue y las destruya.
Periodista, egresado del Círculo de la Prensa de Buenos Aires