Bastante impío, don Pío
Pío Baroja es uno de esos escritores españoles a los que muy probablemente los estudiantes de letras observen de soslayo, a la disparada, aun cuando haya escrito más de setenta novelas y un número astronómico de cuentos y ensayos. Minucioso y vanidoso, cedió a la tentación de evocar sus andanzas ( Desde la última vuelta del camino , 1949), que obligan a trajinar unas tres mil páginas, repartidas en seis o siete tomos. Su prosa es tan mordaz y atrabiliaria que cabe imaginarlo como un buscapleitos empedernido, capaz de provocar, para su regocijo, las iras del lector. Médico precoz, librepensador inefable, ejerció esas vocaciones en regiones inhóspitas, y fue panadero, corresponsal de guerra (en Tánger), político liberal y "dogmatófobo", título éste con el que prefirió identificarse para que nadie dudara de su anticlericalismo. Nacido en San Sebastián en 1872, murió en Madrid en 1956.
Crítico del "mito anarquista" y adversario intelectual de Ortega y Gasset, Baroja desliza este concepto en sus memorias: "Las ideas, sean cuales fueren, no tienen importancia; son el ropaje vistoso que se les pone a los sentimientos y a los instintos. Las costumbres, más que las ideas, son indicativas del carácter de un pueblo". A su entender, las costumbres ejercen sobre las ideas y sobre las leyes un poder subyugante, criterio que ya había sustentado, doscientos años antes, en El espíritu de las leyes (1748), el barón de Montesquieu: "Los pueblos defienden siempre más sus costumbres que sus leyes".
Exactamente eso es lo que refleja la Argentina actual: se volvió costumbre que el país sea regido por una Constitución utópica, vulnerada en buena parte de sus Declaraciones, derechos y garantías ; así como va siendo costumbre que el engaño sea un válido instrumento político y que uno deba considerarse, con penosa resignación, rehén virtual de tanto tránsfuga suelto.
Es costumbre que, por culpa de la cocaína, no pocos responsables de impedir su tráfico sufran un mal oftalmológico llamado "vista gorda", y que la violencia televisiva, a razón de una salvajada cada 15 minutos, resulte un esparcimiento familiar.
Por fuerza de las costumbres, tres de cada diez padres argentinos aceptan lo que parecía indecente hasta hace unos pocos años: que la pareja de su hijo o hija se quede a dormir en la casa y que ambos jóvenes compartan el cuarto, según una encuesta de Ipsos-Mora y Araujo, cuyas conclusiones publicó LA NACION el 18 de mayo. La maestría del hábito es mutable, aleatoria, y por eso, advierte el proverbio, no hace al monje. La siguiente suposición no parece descabellada: Pío Baroja, viejo zorro, vislumbró la Argentina de hoy.
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