Basta la salud
Después de este año tan duro, habrá quienes sueñen con un crucero por el Caribe, aunque tal vez tendrán que conformarse con unas vacaciones en el extremo sur de la terraza. Pero sea como sea, todos estaremos de acuerdo en que tenían razón las abuelas acostumbradas a una vida de penurias cuando exclamaban que, si nada resulta, "¡basta la salud!".
Lo sabemos cada uno de nosotros (aunque a veces lo olvidemos): en cuanto sobrevienen dolores, náuseas, ansiedad o depresión, el arco iris de la vida se transforme en una opresiva paleta de grises, a cual más plomizo.
Probé una cucharada de esta medicina la semana última, cuando dos integrantes de mi familia debieron ser internados, no por coronavirus, sino por dolencias preexistentes. Uno tuvo que someterse a estudios que explicaran un cuadro hipertensivo tan extremo que ni figura en los libros de texto.
El otro, tras su paso por el quirófano, no podía esperar el momento en el que lo dieran de alta. Poco importaba que le recordara que al filósofo y matemático Blas Pascal lo habían perseguido jaquecas y dolores abdominales desde los 18 años, que Goethe tuvo tos hemorrágica, que Anne Brontë murió de tuberculosis, Lord Byron terminó en la invalidez, Vivaldi fue asmático, a Matisse una bronquitis lo llevó a Niza, donde se vio obligado a vivir recluido en su cama durante trece años por complicaciones de una operación de cáncer de colon, Héctor Berlioz recurría a los narcóticos para soportar el dolor de muelas, Beethoven quedó sordo y Kant tenía terribles ataques de gota… Lo único que quería era librarse de esa discapacidad (por fortuna, transitoria) que le impedía disfrutar de las pequeñas o grandes maravillas de la vida, incluso cuando transcurre sin apartarse demasiado de la rutina.
Con su habitual ironía, Bernard Shaw decía que "lo más trágico de la enfermedad es que lo entrega a uno indefenso en las manos de una profesión de la que desconfía profundamente". Pero es en momentos como estos cuando uno advierte en toda su dimensión y agradece infinitamente no solo la tarea profesional que realiza el equipo de salud, sino en especial el calor humano con que médicos y médicas, enfermeros y enfermeras nos ayudan a disfrutar de la parte del calendario que nos toca en suerte. Según cuenta en su autobiografía Françoise Gilot, Picasso, que padecía de úlcera (aunque vivió hasta los 92 y realizó su última exposición dos meses antes de morir), cuando se quejaba de que le dolía el estómago, solía exclamar con cierta exageración: "Supongo que será un cáncer (…) Lo que necesito es un médico que me cuide".
No importa que en la antigüedad las medidas contra las pestes durante el descubrimiento de América se limitaran a rogativas, procesiones o supersticiones, y muchas veces se reducían a "huir pronto, lejos y tardar en volver", como afirma Ramón Navarro y García en su trabajo sobre la medicina en el descubrimiento de América. Que en el Buenos Aires del Siglo XIX se tratara todo tipo de dolencias con 1 g de tártaro emético disuelto en una onza de agua, 1/2 onza de ojimiel escéptico, 1/2 onza de jarabe simple, polvos de ipecacuana, 1 escrúpulo, todo mezclado y administrado cada un cuarto de hora para "mover al vómito" o que nos receten carísimos anticuerpos monoclonales. Que en otras épocas fueran epidémicos el tétanos, el sarampión, la disentería, la viruela y la coqueluche, y hoy, el coronavirus… A lo largo de los siglos, hay algo que no cambia: es la asistencia y el cuidado de los médicos lo que alivia y ayuda a sobrellevar el sufrimiento.
Ayer, la muerte del jefe de obstetricia del Hospital Ramos Mejía, Alejandro Hakim, en plena marcha por un reclamo de salarios después de meses de trabajo extenuante y riesgoso, fue un recordatorio lacerante de la deuda creciente que, como sociedad, tenemos con los artífices del arte de curar.ß