Banderazo: quien quiere oír, que oiga
Cuenta la leyenda peronista que el 17 de octubre de 1945 el subsuelo de la patria se sublevó. Según sus pregoneros, millones de argentinos salieron a la calle protestando por un régimen que los oprimía y avasallaba, y reclamando por justicia social y participación política. Cierta o falsa, la leyenda no cabe duda de que ha sido efectiva. Si el peronismo es todavía la fuerza política dominante 75 años después de aquel 17 de octubre es porque en algún lugar del imaginario colectivo argentino su imagen como encarnación de una rebelión popular que reclamaba democracia e igualdad sigue vigente. Se llama representación política, y a sus efectos poco importa que el peronismo haya traicionado todos y cada uno de los valores que prometió representar. Lo que cuenta es que todavía millones de argentinos, la mayoría de los cuales son víctimas de esa falsa representación, creen en ella. Lo cual nos lleva directamente al banderazo del 20 de junio.
Quienes creen que los miles de argentinos que salieron a las calles protestando por los abusos y reclamando respeto por la independencia judicial, el federalismo y la propiedad privada enviaron un mensaje al Gobierno tienen razón; pero quienes creen que este mensaje estaba dirigido solamente al Gobierno cometen un grave error. En las banderas y las almas de esos miles de argentinos había también un fuerte reclamo dirigido a la oposición. Era, como el del 17 de octubre, un reclamo de representación; una exigencia de que el liderazgo opositor se ponga a la altura de las circunstancias y de las necesidades, demandas y reivindicaciones de una sociedad que nuevamente parece marchar por delante de sus representantes. Para decirlo con una frase peronista, el banderazo fue un aviso de que la parte republicana de la sociedad argentina está decidida a avanzar con sus dirigentes a la cabeza o con la cabeza de sus dirigentes.
No es nada que debiera sorprendernos a quienes integramos Juntos por el Cambio. Porque Juntos por el Cambio, y su antecesor Cambiemos, no han sido otra cosa que eso: la representación política de una rebelión antipopulista que recorre el país desde la lucha del campo de 2008, las movilizaciones de resistencia contra el proyecto Cristina Eterna y la reforma constitucional de 2012, la marcha de los paraguas pidiendo justicia por el asesinado Nisman, de 2015, y las incontables movilizaciones de apoyo que sustentaron al gobierno de Cambiemos que comenzaron el 1º de abril de 2017, se expresaron en los millones que asistieron a los actos de cierre de campaña del 2019 y culminaron con una despedida masiva al presidente Macri. Todas ellas, concentraciones masivas convocadas en defensa de la república y de un país productivo y próspero cuyo indudable adversario es el peronismo; ayer opositor transformado en Club del helicóptero, y hoy vuelto al poder al grito de ¡Vamos por todo!
Bien o mal, con aciertos y errores, Cambiemos fue eso y no otra cosa. No un acuerdo por arriba de dirigentes ansiosos por un lugar bajo el sol sino la representación política de una Argentina moderna, avanzada y productiva dispuesta a sacar al país de su larga postración. Una Argentina todavía autónoma, pero en crisis; una Argentina relativamente próspera deseosa de incorporar al resto de los argentinos a un destino mejor pero harta de que vivan colgados de ella quienes la exaccionan amparados en la sucesión de mafias surgidas del Pejota. Si sobrevivimos a la derrota, si Juntos por el Cambio existe hoy, es porque fue capaz de constituir la representación política de un país normal; un país manso pero sublevado en defensa de sí mismo. Resulta extraño, para decir lo menos, que dirigentes venidos del peronismo, supuesta encarnación del subsuelo sublevado de la patria, no comprendan el carácter representativo de la dirección política y tiendan a concebirla como una "rosca", como un acuerdo de cuatro o cinco iluminados capaces de enhebrar olvidos y absoluciones y de arrastrar millones de votos gracias a su esplendorosa presencia. Como si la Argentina fuera Suiza, y como si la última pata peronista conocida no cargara con el nombre de Chacho Álvarez ni con la memoria de la traición y la hecatombe en que terminó todo eso.
De nada sirve una oposición sin unidad pero aún menos sirve la unidad sin oposición; es decir: una oposición que actúe como junta de cogobierno
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Al igual que las movilizaciones de 2008, 2012 y 2015, el banderazo del 20 de junio marca un antes y un después. Hace visible el hastío con el gobierno de Alberto Fernández, con la figura omnipresente de Cristina y con la repetición de los horrores y abusos abundantemente experimentados durante los doce años que duró la década saqueada. Pero también marca una exigencia para la oposición, un reclamo de unidad opositora. Término que no se define por uno solo de sus componentes, la unidad, sino por los dos; ya que ante el embate contra la república y el país productivo desatado otra vez por el peronismo kirchnerista, de nada sirve una oposición sin unidad pero aún menos sirve la unidad sin oposición; es decir: una oposición que actúe como junta de cogobierno.
Bastaba escuchar las declaraciones del Presidente diciendo que él era lo mismo que Cristina; bastaba leer los reiterados anuncios de que iban por la Justicia, por la prensa, por el campo, por los sectores productivos, por la clase media, por las provincias rebeldes, para comprender que Alberto era un caballo de Troya transparente que solo pudo llegar donde llegó gracias a quienes lo ayudaron a vender una imagen de conciliador y moderado que su biografía y sus actos desmentían rotundamente. Quienes se ilusionaron con otra esperanza blanca del peronismo, quienes soñaron y alentaron la reapertura de la ancha avenida del medio bajo su conducción y trataron de abregrietas y apocalípticos a quienes alertamos del peligro, carecen hoy de la autoridad para la repetición del truco.
En 75 años, el peronismo ha ido de la representación de los intereses de los oprimidos a la rosca. Pocas cosas expresan mejor la parábola descendente de quienes llegaron a la política argentina prometiendo acabar con todas las oligarquías y se transformaron en la peor de todas las oligarquías; la que ha hundido al país en siete décadas de decadencia. Guste o no, si Juntos por el Cambio fue algo, y si pretende seguir siéndolo, es la antítesis de esa dirigencia y debe volver a las fuentes que lo llevaron al gobierno de la república: no un acuerdo de cúpulas sino la unidad entre los ciudadanos republicanos y una oposición decidida a representar esas ideas y valores. Cuando se hagan evidentes las consecuencias de la combinación de terremoto y tsunami que está causando la impericia del cuarto gobierno peronista-kirchnerista los argentinos necesitarán de una alternativa política en la cual confiar para evitar el caos de un nuevo que-se-vayan-todos. Juntos por el Cambio será eso, o si no, no será nada.
La gente ha salido a la calle y hablado, nuevamente. Quien quiera oír, que oiga.