Balance 2017. El mundo: las mujeres se atrevieron a romper el silencio
"Quien no fue mujer ni trabajador piensa que el de ayer fue un tiempo mejor”, cantaba María Elena Walsh. Por si fuera necesario, este año confirma cuánta razón hay en su ironía: nunca como en 2017 las denuncias por abuso sexual tuvieron tanta repercusión. Por mucho que todavía falte para terminar con la violencia sexista, este año la condena internacional contra esas conductas abusivas trepó desde el margen de las redes sociales hasta la tapa de la revista Time, una de las principales vidrieras mediáticas del mundo. La decisión editorial de dedicarle su consagrada producción anual de “personalidad del año” al movimiento #MeToo (yo también), que instó a dar a conocer en las redes testimonios de abuso o de hostigamiento sexual terminó de darle carta de ciudadanía global a un grito de denuncia que hizo caer no sólo a rutilantes celebridades de Hollywood, a políticos y periodistas, sino también a buena parte del velo social y cultural que los cubría. “Las que rompieron el silencio”, homenajeó el título de tapa.
Acaso por primera vez en la historia son cuestionados el desequilibrio de poder entre hombres y mujeres y el modo abusivo en que muchos de ellos ejercen ese poder, así como la cultura que, al naturalizar esa injusticia, la perpetúa. Y la voz de las mujeres, escuchada. Fue necesario que algunas de las celebridades del mundo del cine –Ashley Judd, Angelina Jolie, Gwyneth Paltrow, Rosanna Arquette, entre muchas otras– conmovieran al mundo con sus relatos sobre los abusos de un nombre fuerte de la industria, el productor Harvey Weinstein, para que otras mujeres se atrevieran. Ellas abrieron el camino. Ellas y dos pilares periodísticos como The New Yorker y The New York Times, que les dieron un espaldarazo de credibilidad y pusieron investigaciones en marcha.
Cuando la actriz Alissa Milano invitó a romper el silencio en las redes con el hashtag #MeToo, para dejar en evidencia que el acoso sexual no afecta sólo a las celebridades, en apenas 48 horas cerca de un millón de personas –hombres y mujeres– había dado su testimonio y la propuesta prendía también en Francia (#Denoncetonporc), en España (#Yo también) y en muchos países árabes.
Miles de víctimas fueron perdiendo el miedo, tomaron la posta, ayudaron a crear lazos que trascienden fronteras nacionales, sociales y raciales. Así, la experiencia individual, la herida solitaria convertida en ira colectiva, empezaba a producir cambios en la realidad.
Gracias a campañas como #MeToo, hoy tenemos un informe de situación como nunca hubo antes: el acoso sexual es moneda corriente en buena parte del mundo, en distintas clases sociales y diferentes ámbitos laborales; miles de mujeres se ven obligadas a convivir con eso para no perder sus trabajos. Los agresores tienen a su favor algo que ahora podría empezar a resquebrajarse: un consenso social que a veces, salvo que se llegue a una violación, naturaliza la agresión como si fuera un chiste de hombres y demasiado a menudo pone en duda la voz de la víctima. Si a eso le sumamos los resabios de una cultura patriarcal que modeló el ideal de mujer en valores como el pudor, la vergüenza, la timidez y el silencio, queda claro por qué es tan difícil denunciar y por qué la impunidad viene ganando.
En la Argentina, el país que gestó el #NiUnaMenos, el país que hizo de ese estallido un punto de inflexión en la lucha contra la violencia machista, las denuncias sobre acoso sexual con nombre y apellido todavía circulan como en sordina. El hashtag #NoesNo con el que la actriz Calu Rivero compartió en Twitter la incómoda situación vivida con su ex compañero de elenco Juan Darthés no logró romper el cerco, y otras denuncias notorias –contra el conductor Ari Paluch por acoso sexual y contra el gran actor fallecido este mes, Lito Cruz, por violencia de género– no tuvieron demasiadas consecuencias (Paluch volverá en 2018 a su programa de radio, del que se dijo que había sido separado tras la denuncia).
Ni las denuncias por las “conductas sexuales inapropiadas” de Weinstein ni las de tantos otros hubieran podido prosperar sin el respaldo del periodismo serio. Son movimientos fuertes. El hecho de que ahora políticos de primera línea como Emmanuel Macron o Angela Merkel se comprometan a impulsar cambios desde el Estado, que algunas empresas tomen medidas con sus empleados y que más medios publiquen las denuncias y sumen perspectiva de género a sus coberturas es una señal para tener en cuenta.
Tarana Burke, la activista social creadora del hashtag #MeToo, planteó con claridad hacia dónde ir tras el suceso en las redes: “Hagamos de este momento un movimiento”. En marzo, el Paro Internacional de Mujeres, que se concretó en 50 países con movilizaciones multitudinarias, ya había dado señales de que una vez que la discriminación, la desigualdad y la violencia de género quedan a la vista es más difícil volver atrás. Aunque haya denuncias y silencios, vanguardias y retaguardias, aunque los reclamos de igualdad de género convivan todavía con el paradigma del machismo. Las transformaciones sociales y culturales –que incluyen nuevos marcos legales, educación escolar, apoyo de las instituciones– son caminos de largo aliento. Lo que falta hacer tiene que convertirse en programa, en agenda política. Ése es el desafío que viene.