Balance 2016. El Nobel a Dylan: la literatura como nueva caja de Pandora
El reconocimiento a Bob Dylan despertó elogios y críticas, pero abrió también una incógnita
En 1971, Bob Dylan publicó una novela experimental, Tarántula. Más vale perderla que encontrarla. No fue justamente por ella que los difusos académicos de Estocolmo le otorgaron el Premio Nobel de Literatura de este año al cantautor estadounidense, sino por sus letras. La decisión dio pie a una comedia de enredos -desde el silencio del galardonado hasta la desmemoria de Patti Smith, embajadora de Dylan el día de la entrega-, pero sobre todo a discusiones bizantinas sobre la pertinencia o no del premio. Que si se le daba a un músico y no a un escritor, que si el nombre era síntoma de un cambio de paradigma, reflejo de estos tiempos vertiginosos. Parece una justicia poética. Como si hubiera querido recordar que ya antes hubo un galardonado que se había destacado oralmente antes que por escrito, el teatrista bufo Dario Fo (premiado en 1997) se despidió del mundo el propio día en que se anunciaba a su novísimo sucesor.
En todo caso, Dylan, como objeto de deseo, no puede ser más siglo XX y es lícito preguntarse si su elección, por justa que resulte, no se demoró más de la cuenta (las canciones que declinaba el Nobel en su anuncio eran de los años sesenta y su apellido sonaba hace una década como una fija más rozagante).
Lo que revela su "caso" particular es algo más simple: la literatura es muchas cosas y está en muchos lados. Está en las canciones de Dylan, pero también en las de Leonard Cohen (que en su momento recibió el Príncipe de Asturias de las Letras sin que nadie se inmutara). Está también en lugares menos sospechados: en la magnífica combustión de imágenes y diálogos, por ejemplo, del Maus de Art Spiegelman o en las tensiones dramáticas de las películas -de los guiones- de Ingmar Bergman.
Tal vez lo que soliviantó a los impugnadores es lo más elemental: la literatura puede estar en muchos lados pero tiene mayor concentración poblacional en la literatura a secas, la que se compone de palabras, incontaminadas por otros contextos. Si el premio anuncia ser de literatura, ¿por qué no señalar con su dedo consagratorio a -para atenerse a la misma nacionalidad de Dylan- monumentales como Don DeLillo o Thomas Pynchon?
Lo cierto es que en su más que centenaria historia el comité premió en más de una oportunidad a autores de ramas que hoy causarían asombro entre los lectores (y los apostadores). Hace décadas, por ejemplo, que no figura en las listas un filósofo, como en su momento Bertrand Russell. ¿Sería tan descabellado que algún día recayera, por caso, en el italiano Giorgio Agamben, un pensador decisivo y un prosista de primer orden? Theodor Mommsen, el especialista en el mundo romano, se beneficiaba todavía a principios del siglo pasado de las lábiles fronteras entre belles-lettres y literatura. ¿Hubiera sido un despropósito que lo recibiera, más acá en el tiempo, un historiador como Eric Hobsbawm?
Si el Nobel, en un modesto giro copernicano, empezó a prestarle con Svetlana Alexiévich (la periodista bielorrusa laureada en 2015) y Dylan menos atención a las cuestiones geográficas y más a las amplias formas de la literatura, le queda buena parte del pasado por delante. Nunca premió, por ejemplo, a un escritor "pulp". Ni los policiales de enigma, ni la novela negra, tenidos por comerciales, estuvieron jamás cerca de recibir su venia. De poder ser resucitados, Raymond Chandler o Georges Simenon encontrarían hoy inmediato consenso como candidatos. Los tenemos por grandes escritores. En el pasado, hubiera resultado un escándalo.
Algo parecido ocurre con la ciencia ficción, durante años rebajada a literatura de quiosco. Después de décadas de imaginar el futuro, sus historias amenazan con confundirse, gracias a la tecnología, con el realismo. No parece el mejor momento para premiarla. Philip Dick o el polaco Stanislaw Lem, visionarios de primer orden, ya no son elegibles. Y aunque Doris Lessing escribió algunas novelas en esa línea no fueron las que le facilitaron el premio en 2008. El Fantasy no le va en zaga, pero a falta de Tolkien o C. S. Lewis todavía queda Ursula K. Le Guin.
Los gurúes suecos abrieron, tal vez sin saberlo, una caja de Pandora. Es cierto: la literatura es muchas cosas. Pero, más allá de aquellas deudas históricas, ¿se animarán algún día al nombre de un cantante de hip-hop adicto a los retruécanos o a los de los guionistas de una serie televisiva que manejen como nadie los diálogos y el tempo narrativo, ese arte heredado de las novelas y los dramaturgos? ¿O curados de espanto por la socarrona indiferencia de Dylan volverán a concentrarse en esos solitarios, los escritores de pura literatura? Para una primera respuesta habrá que esperar cierta semana de octubre del próximo año.