Balance 2016. El experimento Macri: rarezas de un nuevo ciclo político
En su primer año, el gobierno de Cambiemos se enfrentó a su dilema central: encarnar la demanda de renovación política y negociar con el elenco del que quiere diferenciarse
Brexit. Avance de Podemos sobre el socialismo en Galicia. Derrota de Merkel en beneficio del nacionalismo en su propio distrito y en Berlín. Aplastante victoria de la oposición a Matteo Renzi en el referéndum italiano. Triunfo del “no” en el plebiscito de Colombia por la paz. Elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Occidente vive un ciclo de rarezas. Y, tal vez por estar adentro de esa ola, en la Argentina no se percibe con tanta nitidez que la llegada de Cambiemos al poder pertenece a ese inventario de excentricidades. Para un observador distante podría ser la más llamativa.
Las elecciones de 2015 plantearon una escena muy atípica. A mediados de ese año la gran incógnita era cómo haría Mauricio Macri para alcanzar la Presidencia, si en la provincia de Buenos Aires estaba condenado al fracaso. Vaticinar que ganaría la carrera no a pesar de ese feudo sino por él, hubiera parecido una locura. La ola de cortes de boleta que consagró a María Eugenia Vidal y sepultó a Aníbal Fernández es un fenómeno extrañísimo, que abrió la puerta a una dinámica que, al cabo de un año, sigue sorprendiendo.
No fue la única singularidad. La caída bonaerense del PJ, por segunda vez en su historia, condujo a que, por primera vez, un candidato se convirtiera en presidente a través del ballottage. De la combinación de estos factores deviene otra extrañeza: un gobierno que, también por primera vez, carece de mayoría en las dos cámaras del Poder Legislativo. Con una peculiaridad adicional: nadie tiene la mayoría en Diputados.
Este mapa contrasta con toda la historia precedente. Pero, sobre todo, con la de los últimos 12 años. El kirchnerismo llegó a constituir un monopolio de poder. Su propensión a obtener resultados a través de un conflicto permanente entre “ellos” y “nosotros” fue viable porque ese “nosotros” era autosuficiente. Desde las elecciones del año pasado ese estilo es inviable. Ningún grupo puede mover la rueda sin la colaboración de otro. El método de los Kirchner destruía el centro. Hoy la política tiende al centro. Una dirigencia acostumbrada a la confrontación debió ejercitarse en la negociación y el acuerdo. La derivación más obvia de este juego es que ningún proyecto se realiza tal como fue concebido. Es la principal lección que debe aprender el oficialismo. Los programas elaborados en la fundación Pensar eran eso: pensar. Materializar esas ideas supone concesiones y renunciamientos. Por eso la habilidad negociadora de Macri y su equipo está en permanente observación.
El dilema del peronismo
La fragilidad propia y la dispersión ajena desafía a Cambiemos con un problema que esa fuerza no ha podido resolver: cómo abordar al peronismo. Mejor dicho: a los peronismos. La hipótesis inicial del presidente fue acordar con Sergio Massa. Parecía inevitable. Una franja importante de electorado de Massa se superpone con el oficialismo, como se demostró en la segunda vuelta electoral. Además, mientras Cristina Kirchner seguía dominando al Frente para la Victoria, Massa era el único peronista disponible para un pacto. Y ese pacto tendría una ventaja adicional: suministrar gobernabilidad a Vidal, que también se encuentra en minoría. Sin embargo, el entendimiento con Massa fue pronto insuficiente porque, si bien facilita el trámite legislativo en Diputados, es inocuo en el Senado.
El nuevo orden que se abrió en 2015 reintrodujo a otro actor que había permanecido en la penumbra: el club de gobernadores. Desalojado de la Casa Rosada, el PJ se asienta en ese cuerpo, cuyo “gremialista” es Miguel Pichetto, su hombre en el Senado. Quiere decir que la debilidad institucional de Macri no sólo produjo un reflujo de poder hacia el parlamento. También revitalizó los liderazgos provinciales. Quien más temprano comprendió esta lógica fue Ricardo Lorenzetti. Consciente de que el Senado, del cual dependen los ministros de la Corte Suprema, remite a los gobernadores, impulsó el fallo de reposición de la coparticipación a Córdoba, Santa Fe y San Luis. Fue la bengala que inauguró el nuevo mapa de poder. Macri, indignado, intentó licuar a Lorenzetti designando dos jueces por decreto. Al cabo de seis meses él también tomó conciencia de que el bloque de senadores peronistas, subordinado a los mandatarios provinciales, era el peaje ineludible de cualquier iniciativa.
La relación con los gobernadores pasa por un eje fiscal. La prioridad de esos jefes del interior es el financiamiento. A lo largo del año fueron los grandes aliados del gradualismo. Ellos, como Macri, pretenden evitar una reducción drástica del gasto aprovechando las facilidades del endeudamiento. Esta preferencia puede haber conducido al Gobierno a un malentendido. La colaboración del peronismo federal nunca sería indiscriminada. Sólo permitió aprobar aquellas leyes imprescindibles para que las provincias pudieran financiar su déficit sin tener que hacer recortes antipáticos: holdouts, blanqueo, presupuesto. Pero no tuvo contemplaciones para imponer a la Casa Rosada medidas inconvenientes, como la doble indemnización, una emergencia social generosísima o una reducción irresponsable del impuesto a las Ganancias. Tampoco permitió que Macri se acredite una victoria política como, por ejemplo, la reforma electoral. En síntesis: el peronismo real sólo ayudó a Macri cuando eso significaba ayudarse a sí mismo.
El Presidente recién tomó conciencia de este límite en el último trimestre. Los fracasos parlamentarios inducen en Cambiemos una discusión identitaria. A mediados de año, varios dirigentes oficialistas, con Ernesto Sanz a la cabeza, aconsejaron pactar una agenda con el PJ hasta las elecciones del año próximo. Macri rechazó esa receta. Su criterio era razonable: él se ve a sí mismo en el espejo que le muestran Marcos Peña y Jaime Durán Barba, es decir, como el impulsor de una renovación, de un cambio, no sólo respecto del kirchnerismo sino del paradigma político anterior. Entre las peculiaridades de este trance histórico está también que llegó a la Casa Rosada, por primera vez, un producto de la gran crisis de 2001. En el centro de Cambiemos está Pro, un partido que, desde su nacimiento, se propuso reparar las frustraciones de los sectores medios con la política. El perfil de Macri, un empresario y dirigente futbolístico que rechaza la etiqueta de líder profesional, refuerza ese mensaje. Y sugiere un aire de familia con figuras como Berlusconi, Piñera o Trump. Hay que poner la lupa en el fenómeno. Después de 12 años de prédica anticapitalista, a Cristina Kirchner la sucede un empresario. Es la peor de las derrotas: la derrota cultural. Mucho más llamativa porque se verifica en una sociedad que, por lo general, penaliza la riqueza.
El malestar de origen
La propuesta regeneradora del oficialismo cobija una novedad todavía más desafiante. Ese dirigente proveniente del empresariado sueña con fundar una transversalidad, inversa a la que ensayó el primer Néstor Kirchner: desde una base que se localiza en las capas medias, Cambiemos, y sobre todo Pro, aspira a representar también a los desamparados. Sumergir a su administración en un pacto bipartidista sería sacrificar la esencia de ese experimento. La apuesta de Macri es la de un dirigente que se incorporó a la política cuando esta actividad promovía un intenso malestar. Su ingreso fue una de las múltiples respuestas que obtuvo el reclamo “que se vayan todos”. Es muy comprensible, entonces, que su oferta esté modelada por esa demanda. Es decir, que exprese un reproche antipolítico. De modo que la coalición gobernante, y sobre todo Pro, tienen un aire de familia con otras organizaciones que florecen en este ciclo histórico: de Podemos a Trump. Sólo que, en el caso de Macri y de su grupo, hay una disonancia que señala el sagaz Pablo Gerchunoff. El Presidente conduce una experiencia antipolítica que, a diferencia de todas las demás, no es antiglobalización.
No podría serlo: la estrategia principal de la administración se basa en el gradualismo fiscal. Esto significa que, para evitar un ajuste que desde el punto de vista político y social sería insostenible, apuesta al financiamiento externo. Por eso la adhesión de Macri a la globalización es inusual: se propone evitar la receta ortodoxa. La jugada es contraintuitiva: el oficialismo devaluó, levantó el cepo cambiario, acordó con los holdouts, organizó un blanqueo y sedujo al sistema financiero para no dinamitar el consenso social. Más extravagancias.
El temperamento antipolítico, como marca de nacimiento, explica la tensión permanente y general que, desde el corazón del Gobierno, se establece con la dirigencia tradicional. Lo que Jaime Durán Barba llama “círculo rojo”. Una propensión que se agudiza por una encrucijada particular: la crisis de confianza en la esfera pública que produjo el espíritu autoritario y la corrupción del kirchnerismo. La contraposición con los Kirchner ha sido el principal aglutinante de Cambiemos. Sólo así se comprende que la UCR se encolumne detrás de Macri. Y algo más impensable todavía: que también lo haga Elisa Carrió. Estas adhesiones desafían la plasticidad de Macri. Para contenerlas, debe ensayar un nuevo estilo. No le alcanzará con ser el ingeniero pragmático que viene a “resolver los problemas concretos de la gente”. Tendrá que satisfacer también las expectativas de un saneamiento institucional.
La contradicción con el peronismo que gobernó en los 12 años anteriores está determinada también por otra peculiaridad: por primera vez un gobernante llega al poder a través del ballottage. La contradicción con Cristina Kirchner, entonces, no sólo otorga cohesión a la alianza Cambiemos. Sirve también para fidelizar a un electorado que optó por Macri aunque en las primarias, o en la primera vuelta, no lo haya preferido.
Este rasgo constitutivo plantea una contradicción difícil de resolver. Porque el Gobierno obtiene consenso por oposición al elenco anterior. Pero, como está en minoría, no puede administrar el Estado sin negociar con ese elenco. A lo largo de su primer año de gestión, la relación de Macri con el pasado inmediato ha oscilado entre la impugnación y la transacción. Su vocación por prestar más atención a la opinión pública que a la dirigencia no es errónea. Es insuficiente. Porque el rechazo a los acuerdos partidocráticos deja sin resolver un problema: cómo administrar las demandas de los distintos sectores de la dirigencia. En especial del peronismo, que se expresa a través de los gobernadores, los sindicatos y los movimientos sociales.
Esa fuerza política ofreció a Cambiemos una ventaja inestimable. Se mantuvo dividida, sobre todo en la provincia de Buenos Aires. Ese territorio será el año que viene el gran banco de pruebas del experimento Macri. Una vez que ganó allí, está obligado a volver a ganar. Además, el principal desafiante del Gobierno, Massa, es bonaerense. Del futuro de Massa depende en gran medida la posibilidad de que el peronismo organice o no, para las presidenciales de 2019, un proyecto de poder. Si eso no sucede, la política estará produciendo un cambio de larga duración. Por primera vez desde 1928 un presidente ajeno al peronismo habrá terminado su mandato. Y hasta podría conquistar la reelección.
La incógnita no podría ser más relevante. Una de las consecuencias principales de la tormenta del año 2001 fue que los sectores medios se vieron privados de un instrumento de intervención en el proceso colectivo. Esa circunstancia fue providencial para los Kirchner y su proyecto de poder. El unicato que inauguró la ex presidenta en 2011 no se debió al 54% de los votos. Se debió a que sus rivales se habían fragmentado de tal modo que ninguno superaba el 17%. El año que viene se sabrá si esas capas medias, distantes del PJ, encontraron en Cambiemos un vehículo para evitar lo que veían como una catástrofe. O si se han dado un nuevo y consistente aparato de poder capaz de garantizar una alternancia. De todas las rarezas, sería la mayor.