Bajo la amenaza de la intolerancia
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El 26 de octubre, la Cámara de Diputados de la Nación aprobó sin ningún debate la adhesión de la República Argentina a la Convención Interamericana contra Toda Forma de Discriminación e Intolerancia, firmada en 2013 en el seno de la Organización de Estados Americanos. El proyecto de ley fue enviado en su momento por el entonces presidente Macri, y ahora está a consideración del Senado. Esta Convención, que hasta ahora solo fue ratificada por México y Uruguay, y que ha sido rechazada por muchos otros países, podría ser aprobada en la Argentina sin haberse evaluado suficientemente sus alcances.
El concepto de “discriminación” ha tenido un importantísimo desarrollo en las últimas décadas, tanto en el derecho interno como en el internacional. En la Argentina rige una sobria ley antidiscriminatoria (23.592). La jurisprudencia, incluso de la Corte Suprema, ha perfilado las ideas de discriminación directa e indirecta, estructural, y otras. Discriminar implica privar o restringir un derecho por motivos que no deberían producir ese resultado, como etnia, sexo, nacionalidad, religión y otros. Si de modo abierto o encubierto la privación o restricción de derechos es función de alguna de esas categorías sospechosas o prohibidas, se presume la ilegitimidad de la restricción, con consecuencias civiles y penales para el discriminador. Cualquiera que reconozca y sostenga la igual dignidad de todos los seres humanos, fundamento de los derechos humanos, debería estar de acuerdo en esto.
Sin embargo, la Convención de la que ahora se trata tiene algunos aspectos que hacen muy desaconsejable su aprobación. En particular, porque pone en serio riesgo la libertad de expresión (es llamativo que los comunicadores sociales no adviertan esto), la libertad religiosa y la libertad educativa, entre otras.
¿Cómo es esto? En primer lugar la Convención multiplica las categorías que tornan ilegítima cualquier discriminación o –como veremos– intolerancia: a las ya clásicas añade otras que hasta ahora no tienen recepción en el derecho internacional, como la orientación sexual, identidad y expresión de género, identidad cultural, opiniones políticas o de cualquier otra naturaleza, origen social, nivel de educación, condición migratoria, de refugiado, repatriado, apátrida o desplazado interno, característica genética, etcétera. Esto no está necesariamente mal, pero abre un enorme abanico. De todas esas condiciones, la que ha motorizado principalmente la firma de la convención ha sido la primera señalada: la orientación sexual, identidad y expresión de género.
Pero lo más relevante es que la Convención equipara a la discriminación (concepto ya de por sí amplio, pero relativamente definido) con otro nuevo: la intolerancia. Ambas se prohíben por igual. La intolerancia consiste en “el acto o conjunto de actos o manifestaciones que expresan el irrespeto, rechazo o desprecio de la dignidad, características, convicciones u opiniones de los seres humanos por ser diferentes o contrarias” (sic).
A partir de esa definición de enorme vaguedad, la Convención crea un nuevo derecho: el derecho a ser protegido “contra toda forma de intolerancia en cualquier ámbito de la vida pública o privada”, y el correlativo deber del Estado de prevenir, sancionar, eliminar y prohibir cualquier forma de intolerancia, tanto en el ámbito público como en el privado. Eso incluye prohibir la publicación por cualquier medio de comunicación (incluida internet) de ideas consideradas intolerantes; prohibir la restricción de acceso de personas a lugares públicos o privados por las mismas razones, etcétera.
El problema es que la intolerancia se configura por el solo hecho de que alguna persona incluida en alguna de las amplias categorías protegidas perciba que la opinión o acción de otro es intolerante. No es necesario que la “víctima” haya sido privada de algún derecho: basta con que considere subjetivamente como intolerante al otro, lo que inmediatamente expone a ese otro a sanciones de todo tipo.
La afectación de la libertad de expresión es evidente. Estamos ante la consagración legal (y supralegal) de lo “políticamente correcto”, incluso de la censura, a contramano de muchos otros instrumentos internacionales.
También la libertad de enseñanza se agravia: el Estado deberá vigilar e imponer que se erradiquen de la educación, tanto de gestión pública como privada, los “contenidos, métodos o herramientas pedagógicas que reproduzcan estereotipos o preconceptos” que alguno de los grupos protegidos considere intolerantes, y privar de financiamiento a quien los utilice. Y tomar medidas para remover los elementos culturales estimados intolerantes. Es la imposición del “pensamiento único”.
Posiblemente la que más pueda sufrir sea la libertad religiosa. Las religiones no son únicamente ritos o actos de culto: toda religión implica y contiene categorías de moralidad de los actos humanos. Pero si alguna persona o grupo encuentra que la moral que predica una iglesia o comunidad religiosa es intolerante hacia esa persona o grupo, podría exigir al Estado que prohíba esa prédica, que impida la financiación de esa iglesia o comunidad religiosa, y si el Estado no accede a esas medidas prohibitivas, denunciarlo ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, o ante un nuevo Comité Interamericano contra la Discriminación y la Intolerancia, que se crea. Lo mismo podría ocurrir si se considera que existe intolerancia en determinadas prácticas religiosas, por ejemplo en la administración de sacramentos.
Esto puede parecer exagerado, pero es lo que resultaría de una aplicación estricta de la Convención que se quiere aprobar. Seguramente no es la intención de la mayor parte de los legisladores, pero es lo que puede ocurrir. Tal vez pudiera evitarse si al aprobar la Convención (en caso de que eso sea inevitable, y no creo que lo sea) se ordene al Poder Ejecutivo formular una reserva clara de que nada de lo contenido en la Convención deberá interpretarse como una restricción a la prédica y práctica por parte de las confesiones religiosas de sus enseñanzas dogmáticas y morales y su aplicación en su vida interna. Una prueba de la buena fe de quienes impulsan la aprobación sería incorporar a la ley de aprobación las necesarias salvaguardias que lleven tranquilidad a quienes –justificadamente– tienen grave temor del uso que podría darse a este instrumento si se carece de ellas.
Oponerse a la aprobación de la Convención, o al menos a la aprobación sin las necesarias reservas y salvedades, de ninguna manera es estar a favor de la discriminación, consentirla o carecer de sensibilidad frente a personas y grupos histórica o actualmente desaventajados. Es simplemente exigir un equilibrio que hoy parece ausente y cuya falta puede llevar a conflictos dolorosos. No sea cosa que en nombre de la tolerancia y la igualdad se creen nuevas formas de intolerancia y persecución a las ideas, creencias y valores de muchas personas.
Doctor en Derecho. Presidente del Consejo Argentino para la Libertad Religiosa