Bajar la inflación no es tarea fácil
No hay dudas de que la inflación es esencialmente un fenómeno macroeconómico. Elevados niveles inflacionarios no se reducen mandando inspectores a los supermercados o prohibiendo las exportaciones de carne. Sin embargo, la experiencia demuestra que para lograr una tasa de inflación baja en forma sostenida y permanente se requieren consensos, no solo a nivel político sino también para que la población en general se convenza de los beneficios de mantener una baja tasa de inflación y acepte los costos iniciales que un programa antiinflacionario pueda tener.
Para encarar un plan para bajar la inflación en la Argentina, lo fundamental es tomar conciencia de la magnitud del gasto público y de un déficit fiscal que, ante la ausencia de financiación internacional, debe ser cubierto con emisión monetaria dado el limitado mercado interno de capitales. Pero por más que se aplique una política monetaria restrictiva, existen otros factores que impiden que baje el nivel de inflación que desde hace varias décadas afecta a la economía argentina: una economía cerrada a la competencia internacional y una dirigencia sindical que se resiste a los cambios, amparada por la rigidez y el anacronismo de las normas laborales y el sistema de obras sociales sindicales. A los que se agregan el cambio constante en las reglas de juego, un sistema impositivo que castiga la inversión y la producción, y un sistema judicial lento e impredecible que no garantiza la seguridad jurídica.
Los procesos antiinflacionarios son largos y requieren firmeza y convicción por parte de las autoridades, por este motivo es necesario que se parta de un equilibrio entre los distintos sectores económicos. Lamentablemente, la economía argentina presenta actualmente fuertes desequilibrios sectoriales, que hacen muy difícil encarar un programa antiinflacionario con acuerdo de todos los agentes económicos. Concretamente, los salarios reales en el promedio de enero-abril de 2021 son 29% inferiores al promedio del período 2010-2019. Por otro lado, existe un fuerte atraso en las tarifas de gas, electricidad y agua que debe ser cubierto con subsidios que aumentan el gasto público. Corregir estos desequilibrios debería ser el primer paso. El requisito para poder reducirlos es que los cambios se den en un contexto de crecimiento económico. De lo contrario es muy difícil evitar las presiones sectoriales.
¿Y cómo les fue a otros países en situaciones similares? Entre los que controlaron la inflación después de mucho esfuerzo, se encuentran Chile e Israel. Veamos ambos casos:
Chile. En 1974, el Indice de Precios al Consumidor en Chile subió 504% respecto al año anterior. La aplicación de un duro programa antiinflacionario permitió bajar la inflación anual, pero el índice recién cayó por debajo de 10% en 1995 (21 años) y por debajo de 4%, en 1999 (4 años más). Desde entonces hasta 2019, el promedio de la inflación anual fue de 3.2%.
Israel. En 1984, la tasa de inflación en Israel fue de 373%. Nuevamente, luego de un rígido acuerdo de precios y salarios, recién en 1995 el índice cayó por debajo de 10% (11 años) y en el 2000, por debajo de 5% (5 años más). En el promedio del período 2000-2019, la inflación fue de 5.1% anual. La experiencia traumática del shock inflacionario hizo que en ambos casos se consolidara una estabilidad que lleva dos décadas.
La inflación en la Argentina se ha transformado en un fenómeno endémico por más de 70 años. Los planes aplicados para controlarla no pudieron sostenerse en el tiempo básicamente por la tendencia a emitir dinero para financiar el déficit fiscal, como fueron el Plan Austral, en la década del 80 y la dolarización, en la década del 90. Pero antes, en la década del 60 el ministro de Economía Adalbert Kierger Vasena, lanzó, en enero de 1967, un programa económico destinado a bajar la inflación y acelerar el crecimiento económico.
La novedad de este programa fue un “acuerdo de caballeros”, voluntario, firmado individualmente con cada una de las 100 empresas líderes (y no con la Unión Industrial Argentina, como era usual), por el cual los precios se modificarían si aumentaban sus costos, eliminando los aumentos “preventivos”. Por otro lado, se extendieron los convenios salariales vigentes de 2 a 3 meses a 18 meses y se dispusieron aumentos iniciales de salarios para luego ser congelados hasta diciembre de 1968. El programa incluyó una reducción de los impuestos al trabajo, modificación de las normas laborales y el aumento del crédito al sector privado. Otra ancla importante fue la “devaluación compensada” de 40%, con baja de aranceles a la importación y la aplicación de derechos de exportación de 25% al trigo y 18% a la carne, que fueron reducidos en 1968 y eliminados en 1969.
Inicialmente, el programa fue exitoso en el control de la inflación, en lograr crecimiento económico y en mejorar los ingresos de los asalariados y de las empresas.
Entre 1967 y 1969, se mantuvo el déficit fiscal en el 1% del PBI. El Índice de Precios al Consumidor bajó de 29.9% en 1966 a 6.7% en 1969. A pesar de que el nivel general de las tarifas públicas pasó de 89.3 en 1966 a 103.3 en 1969, el promedio de los salarios reales subió de 98.3 a 104.4 entre esas fechas. Las empresas también mejoraron su rentabilidad: según el balance de las 100 mayores empresas, el porcentaje de utilidades sobre ventas subió de 5.8% en 1966 a 6.7% en 1969. Lo más importante es que el PBI aumentó 2.6% en 1967; 4.3% en 1968 y 8.5% en 1969. En esos años, el consumo creció 2.5%, 3.9% y 6.0% y la Inversión Bruta Interna, 4.5%, 10.6% y 21.4%. Por sectores, la industria subió 1.5%, 6.5% y 10.8%, mientras que la construcción 12.9%, 18.1% y 19.1%, respectivamente. El agro, a pesar de la baja de 5.4% en 1968 por factores climáticos, mejoró 4.3% en 1967 y 5.5% en 1969. Durante todos estos años el saldo de la balanza comercial fue positivo. Lamentablemente, el ministro de Economía tuvo que renunciar en junio de 1969 y el programa fue modificándose y perdiendo eficacia.
La principal conclusión que puede sacarse de este experimento antiinflacionario es que cuando se fijan objetivos razonables y se aplican medidas que puedan ser aceptadas por las partes, se puede lograr una baja en las expectativas inflacionarias sin que ningún sector se perjudique, siempre y cuando se respeten las variables macroeconómicas.
Pero también se puede deducir que los acuerdos de precios y salarios solo sirven si se aplican en períodos cortos. En plazos mayores, deben funcionar los mercados, con las empresas buscando rentabilidad a través de mayores volúmenes de ventas y no por aumento de precios. Esto puede lograrse si se enfocan las ventas hacia la exportación. Un aumento de la productividad a través de mayor competencia permitiría que los trabajadores logren mejoras reales y no nominales en sus salarios.