Bajando línea
Luis Gregorich Para LA NACION
La expresión "bajar línea", y su correspondiente sujeto, "bajalíneas", son muy utilizados entre nosotros, tanto en la jerga política como en situaciones de la vida cotidiana. No he podido encontrarlos, sin embargo, ni en la última edición del Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española (donde sí figura "presidenta", con "a" final, como para terminar con la absurda crítica a nuestra jefa de Estado por el uso de esa palabra), ni tampoco en el Diccionario del habla de los argentinos , meritorio trabajo de la Academia Argentina de Letras.
¿Qué significa "bajar línea"? Se sabe: "Dar una instrucción u orden a otra persona o personas, antecedida por una explicación de la realidad y un relato ejemplar". Como es obvio, sólo se puede "bajar" línea de arriba abajo, es decir, del dirigente al subordinado, del sacerdote al parroquiano, del médico al paciente, o del maestro a sus alumnos. Casi siempre, la bajada de línea se constituye como la apoteosis del deber ser ("hay que?"), y se reviste de un carácter estrictamente pedagógico. Quienes, por ejemplo, se hayan casado con docentes, experimentaron alguna vez en carne propia esta irrefrenable necesidad de persuadir y convertir.
El bajar línea se suele identificar, vulgarmente, con la orientación que los jefes políticos transmiten a sus afiliados y militantes, para que estos la adopten y, a su vez, la propaguen. En el pasado, los congresos de los grandes partidos comunistas (como el soviético y el chino) producían minuciosos documentos que eran expresas bajadas de línea para sus seguidores de todas partes del mundo. De tal forma, según fuera la relación de fuerzas en el escenario internacional, se alternaba el requerimiento de la revolución universal con la más modesta implantación del socialismo en un solo país. Los nazis y los fascistas, en cambio, cometieron sus crímenes sin una obsesión tan grande por los matices ideológicos. Apenas se escudaban en el culto de la tierra y la sangre, y el Lebensraum para perpetrar sus tropelías.
También entre los filósofos, los escritores y los intelectuales de cualquier época de la historia se pueden encontrar obstinados bajalíneas. No cedamos a la tentación de mencionar las Tablas de la Ley, las Biblias y los Coranes. Entre los primeros intelectuales modernos, Pascal es, indudablemente, más afecto a bajar línea que, por ejemplo, Erasmo y Montaigne. De los filósofos, sólo diré que mi bajalíneas predilecto es Kant, a causa del imperativo categórico y la ley moral inscripta en un cielo estrellado, pero debe admitirse que Hegel lo superó ampliamente en la característica que nos ocupa.
Muchos de los que empezábamos a escribir y a publicar en los 60 del siglo pasado teníamos como referentes (y, en consecuencia, bajalíneas) a representantes de la modernidad francesa, y entre ellos, en primer término, y con suma complacencia, a Jean-Paul Sartre, con existencialismo y teoría del compromiso incluidos. Las bajadas eran opresivas, irrefutables, didácticas hasta la saciedad. Después nos dijeron que el lenguaje no era tan ingenuo ni transparente, y la cosa se complicó. Llegó el estructuralismo. Los posmarxistas. Los barthesianos. Los lacanianos. Los foucaultianos. Los derridianos. Siempre Francia, diciendo "presente". Algunos iluminados pudieron mitigar estos excesos con el empirismo de la tradición anglosajona.
El lector ya se habrá anoticiado de adónde queremos llegar. Hoy tenemos, en la Argentina, un matrimonio presidencial que se empeña en bajar línea contra viento y marea, a veces con el dedo admonitorio, en una medida mayor y más sistemática de lo que lo hicieron, también, sus predecesores. En las reiteradas presentaciones públicas de la pareja, hay una clara división del trabajo. La Presidenta, una buena oradora, no deja de impartir clases sobre economía y sociología, aunque a menudo en desajuste con la realidad. El ex presidente, orador mucho más desmañado, construye, en cambio, un discurso más rudo, que denuncia traiciones y promete humillaciones y castigos. Ambos practican, aunque de manera más elemental y doméstica, la teoría de los antagonismos planteada con sofisticación por los intelectuales de Carta Abierta, e inspirada -rara mezcla de Lacan y Jauretche- en las propuestas del matrimonio argentino-belga formado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe.
¿Qué dice esta incansable bajada de línea? Además, ¿sirve para convencer? ¿Y a quién? ¿Quién acata hoy estas órdenes ideológicas?
El contenido es tajante. Estamos redistribuyendo la riqueza. Hemos mejorado todos los índices económicos (siempre la comparación se hace con el peor período de la crisis anterior, 2001-2002). La oposición no existe, salvo los rejuntados de la nueva Alianza, que tanto daño hizo al país (cuando en realidad el ex presidente De la Rúa está retirado de la vida pública y el ex vicepresidente Chacho Alvarez está alineado con el gobierno actual, tanto como ex aliancistas que hoy son ministros o legisladores oficialistas). Las cifras que proporciona el Indec son correctas, y los que las critican (¿las amas de casa de Caballito o de Añatuya?) desconocen los métodos científicos y se quejan por interés personal. Nuestros enemigos son la derecha (Scioli, Massa, los intendentes del conurbano, ¿son de izquierda?) y los sectores del privilegio, en especial las oligarquías del campo (Cristóbal López y Rudy Ulloa, ¿a qué sectores pertenecen?).
¿Por qué esta bajada de línea ya no convence, y se advierte una gran erosión en la imagen positiva de la Presidenta y, aunque algo menos, en la de su marido?
Hay que hablar, ante todo, de una fenomenal pérdida de la credibilidad. El "bajalíneas" más modesto necesita que le crean y lo respeten. Trátese del padre que inflige una monserga a sus hijos, o del jefe de oficina que procura dar una lección de austeridad y dedicación a sus empleados, nada será tomado en cuenta si el que baja la línea no lo respalda con sus propios actos, pasados y presentes. Y convengamos también que impera un profundo egoísmo en la sociedad: cuando hay plata en los bolsillos, a los gobiernos y a sus líderes se les cree y perdona más; cuando la crisis aprieta, no hay defecto de los gobernantes que no salga a la luz y no hay contradicciones -tan frecuentes en la vida política- que puedan ser disculpadas.
No se trata sólo, para el matrimonio presidencial, del erróneo manejo del conflicto con el campo, aunque éste haya sido un punto de inflexión. Como en la actualidad la política es en gran parte política audiovisual, también las imágenes, los íconos que ponen en escena nuestros gobernantes bajan su propia línea, que suele causar el efecto contrario al que se propone. Ahora que todo el mundo sabe que los Kirchner son largamente millonarios, mucho más ricos que otros gobernantes anteriores; ahora que se sabe que el ex presidente fue fervoroso menemista, ahora que nos enteramos de que en tiempos del Proceso este matrimonio se dedicó a ganar dinero y no tuvo ningún papel en la defensa de los derechos humanos, sin duda saltan las chispas cuando las mismas personas quieren reivindicar su izquierdismo, su antimenemismo y su cruzada contra los delitos de lesa humanidad. Y, dicho sea con todo respeto por la figura presidencial, ¿es necesario que tengamos esa imagen de Cristina Kirchner con un maquillaje abusivo, con un peinado inapropiado para su edad e investidura, y un vestuario fiel a un estilo que ya no le sirve? Mucho mejor se vio a la Presidenta -más allá de la eficacia de la visita- en su paso por Tartagal, sencillamente ataviada con ropa de trabajo. Hay que repetirlo siempre: en nuestra civilización, las imágenes, aun las más frívolas, cuentan tanto o más que las palabras, aun las más serias.
El bajalíneas incorregible hace su trabajo voluntaria o involuntariamente. Mientras nuestros gobernantes no cambien sus políticas y su estilo, seguirán declinando en el favor popular, y podrían sufrir una derrota devastadora en las elecciones nacionales de octubre, incluso sin que la oposición haga grandes méritos para conseguirlo. Ese resultado, en la siniestra apuesta del todo o nada, podría significar un vacío de poder que debe evitarse a todo precio, para beneficio de las instituciones. Se está a tiempo, incluso en medio de la grave crisis mundial que nos golpeará más temprano que tarde, de "bajar línea" entre todos, con las simples palabras de siempre: consenso, diálogo, rechazo a los antagonismos artificiales, respeto por los otros.
Dos confesiones. Una: detesto a todos los bajalíneas obsesivos, empeñados en coartar nuestra libertad y autonomía como individuos. Dos: soy mucho más tolerante con mis propias bajadas de línea.