¿Bajamos de los barcos?
“¿Cuál es tu ascendencia Inés?” me preguntó mi maestra de tercer grado delante de mis compañeros. Sentí una gran sensación de vergüenza por poder decirle que tenía raíces indígenas. “Español”, murmuré. Durante mucho tiempo, pensé que esa vergüenza era solo mi realidad subjetiva. Recién a los 20 años reconocí dolorosamente que crecí en una sociedad que estableció una narrativa que me hizo sentir vergüenza de mi ascendencia. Una narrativa que asume que la sociedad argentina es homogéneamente blanca y europea. Los dichos del presidente Alberto Fernández son la expresión máxima de esto.
Dos datos marcan la contundencia de este fenómeno. Por un lado, el último censo arrojó que sólo el 2,4% de los argentinos se reconoce como indígeno-descendiente o como perteneciente a una comunidad originaria. En el otro extremo, estudios de ascendencia genética de la UBA encontraron que la población con gen indígena oscila entre un 98% en los habitantes de Jujuy y a un 41% en los cordobeses. En otras palabras, la Argentina oscila entre un 80 y 40% de descendencia indígena según la región, pero solo el 2% lo reconoce. ¿Por qué existe esto? Se pueden identificar tres determinantes interconectados. El negacionismo, el racismo y falta de conocimiento generalizado.
Sobre el negacionismo, se puede identificar su origen histórico pero también su persistencia en la contemporaneidad. Hacia fines del siglo XXI, Sarmiento decía: “¿Lograremos exterminar a los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia”. El negacionismo se entrelaza entre las cuestionables palabras de nuestros héroes. Cuestionarlas no significa cancelarlas, pero si resignificadas desde nuestro contexto. El desafío reside en animarnos a ponernos los lentes críticos contemporáneos para entender que nuestros héroes son partícipes de este negacionismo. Todavía quedan grandes vestigios de esta narrativa. Acá Alberto Fernandez no se queda solo. Un ejemplo de ello fue el documental de comida callejera que lanzó Netflix el año pasado. Allí, la especialista elegida para representar a la Argentina, decía “somos más parecidos a Europa que a otros países latinoamericanos, no hay muchos indígenas, esta población estuvo casi diezmada en la conquista española”.
Este negacionismo se concatena con el alto nivel de racismo que toma diferentes formas. Probablemente el más común e invisible sea el microrascismo. En nuestro país, una forma típica de insultar a alguien es decirle “negro de mierda” o “negro del alma”. Otra situación común que experimentamos las personas con rasgos indígenas es que nos pregunten de qué país venimos, como si nuestros fenotipo nos quitara la credencial de argentinos.
En materia de racismo institucional, una de las pocas organizaciones que miden los casos de “gatillo fácil” es el CELS. La misma no analiza los casos en términos étnico-raciales. Sin embargo, un análisis preliminar y cualitativo de la agrupación Identidad Marrón plantea la hipótesis de que la mayoría de los asesinados por la policía son personas de color. Pero, cuando identificamos los casos de violencia policial altamente mediatizados, la mayoría se tratan de casos de personas no-indígenas.
Por otro lado, está el racismo estructural. Según el censo, las personas que pertenecen o tienen ascendencia indígena tienen peores indicadores de desarrollo humano que el resto de la población. Más analfabetismo, más desempleo, más hacinamiento, menos acceso a agua y gas. Desde otro enfoque, los argentinos con tez más oscura tienen, en promedio, un nivel educativo más bajo que aquellos con tez más clara. Este estudio se basa en un análisis de regresión multivariante que controla las diferentes variables sociodemográficas, indicando que el color de la piel tiene un efecto independiente sobre el nivel educativo.
Otra modalidad es el racismo internalizado. La diferencia entre los datos del censo y los análisis antropológicos son una clara evidencia de esto. En una cultura donde el término peyorativo para alguien que no puede hacer algo es decirle “qué indio que sos”; el resultado inequívoco es sentir vergüenza y un rechazo interiorizado hacia nuestras raíces. En lo personal, recién hoy puedo reconocer que sufría de este tipo de racismo.
Además existe un enorme desconocimiento. Especialmente una ignorancia de cuando nos toca hablar de nuestra identidad indígena como argentinos. Ese probablemente fue el caso de esta especialista en comida callejera que se permitió decirle al mundo que los descendientes de indígenas fuimos eliminados, sin ningún tipo de matiz. En el otro extremo, los estudios antropológicos mostraron que la mayoría de quienes arrojaron gen indígena no lo sabían, pues no es común tener un árbol genealógico en las familias de origen indígena, algo que se da en las familias de mayor ascendencia europea.
Probablemente si toda esta evidencia fuera mejor conocida, la gran mayoría estaría de acuerdo en que los que tenemos raíces indígenas hemos sufrido opresión a diferentes niveles. No olvido cuando mi abuelo me resaltaba que venimos de los “indios”. Me advirtió que sus rasgos indígenas fueron un factor de injusticia, en especial cuando sus maestras le dijeron que si bien era el mejor de la clase, las mejores notas eran para los no-indígenas.
El furcio del Presidente no sólo es una falta de respeto, y una negligencia en nuestro relacionamiento regional, también es una oportunidad para actualizar nuestros lentes críticos sobre quiénes somos. Como dijo Barack Obama, una de las tareas esenciales de un líder es contar la mejor historia de su pueblo; si el miércoles Alberto Fernández no supo contarla, habrá que exigirle a nuestra dirigencia que aprenda a reconstruirla mejor. Para que mañana cualquier niño o niña indígeno-descendiente de la Argentina no solo crezca con mejores oportunidades, sino que para cuando le pregunten por su árbol genealógico pueda contestar sin vergüenza que no viene de los barcos sino de los nativos del territorio donde la Argentina se erigió.
Politóloga (UTDT); Obama Scholar 2020-2021 (U. de Columbia). Trabaja en la inclusión laboral de mujeres de comunidades indígenas y barrios informales de Tucumán.