Bailar para vivir y vivir para contarlo
Era mediodía y hacía frío. Una mujer menuda, de unos setenta años y baja estatura, coronada por una boina, se apostaba en la entrada del cuarto piso de la vieja sede del diario en la calle Bouchard. Entre el busto del prócer que engalanaba el hall y ella, había que ver quién de los dos tenía más carácter. Poco después de empujar la puerta vaivén de madera por la que entrábamos a la Redacción como lo hace un cowboy en un bar del lejano Oeste me dijeron que me esperaba a mí.
Debo ser honesta: a mis veintipico conocía de nombre a Susana Zimmermann, aunque llevaba unos años ya escribiendo de danza en la sección Espectáculos. Pero a partir de entonces ella se ocupó con un puñado de visitas siempre sorpresivas y largas conversaciones de que supiera quién era: su versión de sí misma. La juventud no me impidió ver la talla de su autoestima ni la relevancia de las personalidades que desfilaban por las historias que contaba. Tampoco tardé en comprender que en esa Argentina que hacía poco había atravesado el umbral del nuevo milenio, Susana vivía imbuida de la experiencia de los 60, de Amigos de la Danza y las primeras obras con Oscar Araiz y Ana Labat, del vanguardista Instituto Di Tella, de su vuelta del exilio en los 80 y aun de los 90, pero que su presente en los 2000 transcurría más bien en Italia, donde viajaba periódicamente.
Cuando tarde la noche del miércoles supe de su muerte, sentí una extraña tristeza. No porque fuéramos cercanas: después de tanta charla, la última década fue más bien de silencio, y debe hacer cuatro años desde la última vez que la crucé en una función del Ballet Contemporáneo del San Martín. Me pregunté –tarde la noche del miércoles y también a la mañana siguiente– por el lugar que mal o bien cada uno construye al final de la vida, el lugar donde sigue habitando: en la memoria de los otros. Encontré apuntes de varias de aquellas conversaciones (se hablaba solo de lo que ella quería: era testaruda), un viejo folleto sobre su método, un ejemplar de la primera edición de El laboratorio de danza y movimiento creativo que publicó en 1983 y que una tarde me trajo dedicado, y finalmente la autobiografía Cantos y exploraciones que Balletin Dance editó en 2007 –la guardo en la biblioteca con la invitación a la ceremonia donde la Legislatura la declaró Personalidad de la Cultura a modo de señalador, en la página que cuenta su desempeño como funcionaria pública–. No exhibí toda esa información en ninguna vidriera estelar y, sin embargo, siguió compartiéndome su conocimiento.
Bailarina, coreógrafa, maestra, Zimmermann recordaba haber sentido la convicción de querer dedicarse a la danza muy chica, una idea que no simpatizaba a sus padres. Hija única, aprovechó la oportunidad que le dejó servida un médico cuando recomendó que la nena, que no crecía al ritmo que esperaban, hiciera un poco de gimnasia. “¿Entonces puedo bailar?”, dijo, y se ganó de aliado al doctor. Veía como un sueño haber estudiado con Mercedes Quintana a los ocho o nueve años; luego, vino el cambio de rumbo con Renate Schottelius y Dore Hoyer. Siempre mencionaba orgullosa las dos becas del Fondo Nacional de las Artes que le habían permitido estudiar con Kurt Joos y Mary Wigman en Alemania, y con Maurice Bejart en Bélgica. “Al principio me sentí un poco intimidada frente al correcto traje gris de Joos, que contrastaba con su hermosa cabeza de artista”, escribió sobre su llegada a Essen. Y algo parecido en Berlín, cuando conoció a Mary Wigman, a quien imaginaba “encastillada en su fama”, pero enseguida los ojos de la emblemática figura del expresionismo alemán le demostraron lo contrario.
Por ahora, la imagino comiendo un caramelo tras otro, retocándose el rouge, acomodándose la boina, mientras la escucho contar un poco de lo que a ella le gustaba contar en la grabación de un programa de radio online, Autores en línea. Después vino la pandemia, que trajo la soledad. Y ya sabemos qué más.