Ayudar al otro sin ocupar su lugar
Lausana, Suiza
Durante años llevé a mis hijas a las plazas de esta ciudad. Allí observé que los padres impiden con frecuencia que sus hijos pequeños jueguen con libertad. Sin que medien razones de seguridad, intervienen insistentemente con reglas y pautas que restringen los movimientos de sus hijos y esa curiosidad natural de los chicos. Es probable que actúen convencidos de que así están ejerciendo a conciencia su rol parental. Algo parecido ocurre cuando los padres, seguramente con buena intención, hacen los deberes o tareas que les corresponderían a sus hijos.
Actitudes como estas nos enfrentan a una cuestión que empieza con los hijos o en el interior de la familia, pero que sin duda va más allá: ¿qué quiere decir específicamente cuidar al otro?; ¿cómo podemos o debemos intervenir en la problemática ajena? Desde el hospital hasta la empresa, pasando por las organizaciones no gubernamentales, un sinfín de instituciones e instancias de lo más diversas buscan responder de la mejor manera la pregunta de qué hacer con la inquietud, el problema o el sufrimiento del otro.
Empecemos reconociendo lo difícil que resulta aceptar el riesgo ante la posibilidad de una lesión o el fracaso escolar de un hijo. De algún modo, esto vale también respecto de toda relación de alteridad. Es así que, por temor o por exceso de prevención, a menudo se impone un tipo particular de relación o de ayuda que podríamos llamar "sustitutiva". La solicitud sustitutiva asume por el otro aquello de lo que hay que ocuparse. La sustitución como manera de entrar en relación con los demás no está exenta de violencia, ya que consiste en asistir al otro haciéndose cargo de su preocupación, reduciéndolo a una posición de dependencia y dominio, despojándolo de alguna manera de su propia responsabilidad y creatividad.
Allí donde las cosas funcionan, es decir, cuando entre ellas podemos leer significaciones y referencias operando en una red que permite anticipar lo que sigue, nos hacemos cada vez menos proclives a aceptar una ruptura o un evento imprevisible. En países como Suiza, el nivel de previsibilidad de la vida es tal, tanto a nivel institucional como en los detalles de la existencia cotidiana, que la simple posibilidad de interrupción de ese orden despierta impulsos profundos ligados al temor. Poco a poco, nos volvemos impermeables a toda eventual disrupción y nos apegamos al fluir continuo de lo que ya conocemos y ha demostrado que funciona. Algo así como un efecto no deseado de las muchas bondades que supone el respeto generalizado de las normas dentro de una comunidad dada. Este temor al riesgo, este apego excesivo al orden dado, favorece el impulso a ayudar "sustitutivamente".
Una vieja leyenda árabe puede servir para entender de un modo diferente la preocupación y el cuidado del otro que supone la existencia. Según el relato, un padre en su lecho de muerte convoca a sus tres hijos y les hace una donación de todos sus bienes: diecisiete camellos. El mayor recibirá la mitad, el segundo un tercio y el más pequeño, un noveno. Dicho esto, el padre fallece. Los tres hijos quedan perplejos. Después de darle vueltas al problema aparentemente insoluble de la herencia, deciden consultar a un sabio inteligente y pobre, que solo tenía un camello. El sabio no hace más que sumar su camello a los diecisiete de los herederos. Así, la distribución de la herencia se volvió un juego de niños. El hijo mayor recibe la mitad de los dieciocho camellos, es decir nueve; el segundo, un tercio, seis camellos; y el más pequeño, dos camellos (un noveno). Las cifras nueve, seis y dos dan diecisiete, tal cual había sido previsto por el difunto padre. Así, el decimoctavo camello le es devuelto inmediatamente al sabio y eliminado de la herencia. No se necesita más de él, a pesar de haber sido tan importante en un momento dado.
En buena medida, esta leyenda describe la clave del éxito de toda intervención en el problema o la dificultad ajena. Podríamos pensar en la intervención médica, asistencial o terapéutica (no hay más que echar un ojo a las escandalosas cifras de partos por cesárea, al proceso de diagnóstico de las llamadas "enfermedades psiquiátricas" o a la omnipresencia de medicamentos de dudosa eficacia), pero antes que nada me refiero a aquella relación previa y que determina en buena medida la especificidad de todo vínculo humano. Se trata aquí de un modo de intervención que debe intentar, contra todo narcisismo, auto-suprimirse y volverse superfluo. En vez de ocupar el lugar del otro, esta perspectiva favorece su poder ser, no para quitarle su preocupación y cuidado, sino precisamente para devolvérselo como tal. Una relación, en suma, que no impida el despliegue del otro. La intervención temporaria y anticipatoria encarnada en el sabio y su camello le ofrece al otro la ocasión de volver a tomar posesión del conjunto de sus posibilidades abiertas. Solo esta auténtica solidaridad deja al otro en libertad para ser él mismo.
Filósofo (DEA UNED Madrid), licenciado en Derecho y Ciencias Políticas (UCA)