Autores indóciles y magnéticos
Un noruego y una suiza, dos escritores casi secretos que fundan su estilo en el laconismo y la impiedad
Para alguien nacido en el hemisferio sur, un noruego y una suiza vendrían a ser algo así como los impasibles residentes de una tarjeta postal. Sin embargo, vivir dentro de los límites de la belleza puede resultar asfixiante, y posiblemente la claustrofobia sea el mal que aqueja de uno u otro modo a los habitantes de los lacónicos cuentos de Kjell Askildsen (Mandal, 1929) y de las novelas impiadosas de Fleur Jaeggy (Zúrich, 1940), dos autores que podrían jactarse de no haber padecido éxitos editoriales rimbombantes.
Inteligentes, tímidos y reacios a las entrevistas, Askildsen y Jaeggy escriben en lenguas poco frecuentadas en comparación con el inglés. (El caso de Jaeggy es peculiar porque si bien escribe en italiano –su lengua materna– los protagonistas de sus ficciones hablan en la que ella considera su "lengua perdida", el alemán). Ninguno usa palabras de más y le prestan especial atención a la forma. No amueblan su prosa con descripciones superfluas y los diálogos en el caso de ambos son secos y un tanto bruscos o dislocados. Sería osado hablar de influencias, pero no es casual que Askildsen haya sido traductor de Beckett y Jaeggy, una admiradora confesa del escriba de Melville.
Otro rasgo común es la incapacidad de sus personajes para exteriorizar sentimientos. "Una cierta glacialidad también revela emociones", podría retrucar la autora de Los hermosos años del castigo, como lo hizo alguna vez en una entrevista, y estaría en lo cierto no solo en lo que respecta a los pobladores de sus historias sino también a los de Askildsen, todos ellos volcanes a punto de entrar en erupción, que de tanto coleccionar rencores no saben abrir la boca más que para escupir crueldades. Imposible que el lector salga indemne de todo eso, lo cual para Askildsen no sería un problema sino dar en el blanco: "No me gusta un relato que no crea desasosiego".
Puede que resulte paradójico o una simetría un tanto deformante pero la realidad es que los protagonistas de Askildsen –todos varones– son viejos que parecen niños y las de Jaeggy –todas mujeres– son como niñas viejas. Hay no obstante diferencias insoslayables. Los señorones de Askildsen son más nihilistas y hoscos, más abrasivos y vulgares, más cascarrabias de entrecasa; mientras que las jovencitas cultas y luteranas de Jaeggy están más próximas al elitismo de la locura y la coquetería del suicidio: tragedias mentales de una belleza ríspida y escurridiza con las que el autor de No soy así no podría comulgar.
Por fortuna no todo el que nace en una tarjeta postal se convierte en quien debería haber sido en ese cuadrito. Askildsen no hizo de sí un jubilado prematuro que se contenta con avistar los fiordos, sentado sobre el abultado ingreso per cápita del que goza todo noruego. Jaeggy tampoco quiso ser la esposa perfecta que se pretendía que fuera en algún retrógrado internado suizo a orillas del lago Constanza. Y ahí están los dos para recordarnos que el mundo siempre es misterioso y a veces horrendo, pero tal vez menos horrendo si está bien escrito.