Autocontrol y sanción penal, una alianza necesaria para prevenir la violencia
El crimen de Fernando Báez Sosa: es imprescindible contar con un Estado disuasorio del delito, pero la Argentina y América Latina han sido atravesadas por un abolicionismo bobo
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¿Un acto tan aberrante que merece “cadena perpetua”? ¿Una versión ad hoc de la lucha de clases? ¿Racismo puro y llano? ¿O pibes equivocados “que podrían ser nuestros hijos” (sic)?
Esta golpiza mortal provoca interrogantes contrapuestos porque si ante la violencia todo biempensante pronuncia el latiguillo “educación, educación y más educación”, no se entiende por qué quienes tuvieron acceso a aquella consumaron esa barbarie.
Tal vez, indagar en un texto olvidado nos permita articular tanta verborragia: en 1939, Norbert Elias publicó El proceso de la civilización. En sus páginas, el sociólogo alemán recorre las razones que podrían dar cuenta de la disminución de la violencia interpersonal entre el Medioevo y el siglo XX. La creación de la imprenta y la difusión de los libros, el avance de la lectoescritura entre la población masculina y el refinamiento de las costumbres de una nobleza que debía prepararse para participar en las actividades palaciegas fueron algunos de los instrumentos civilizatorios que necesitaron del dominio de sí, del “autocontrol”.
Lo que en ese entonces era apenas una hipótesis sociológica en el nuevo milenio se tornó una teoría bien fundada a través de los escritos del criminólogo estadounidense Manuel Eisner y del psicólogo experimental canadiense Steven Pinker, quienes retomaron la historia de las instituciones jurídicas y policiales cuya contracara fue la evolución de la educación asociada al “autocontrol”, según la expresión acuñada por Elías.
El núcleo de la teoría, entonces, consiste en dos procesos históricos paralelos cuya incidencia recíproca forjó el proceso civilizatorio europeo: por una parte, en la dimensión individual, el aprendizaje de la reflexión y el dominio de los impulsos agresivos antes de actuar. Por otro, en la dimensión política, la creación y ascenso al poder del Estado moderno, concebido como una institución inhibitoria de la violencia en las relaciones interpersonales.
Esta evolución política nos remite al siglo XVII. En un intento teórico sin precedente para ponerles fin a las guerras de su época, Hobbes postuló la necesidad de un Estado fuerte. Mientras que, hasta entonces, la sociedad civil sobrevivía a duras penas en un estado de naturaleza en donde el hombre era “el lobo del hombre”, con la creación de los Estados modernos se puso fin al estado de guerra “de todos contra todos”. De allí en más, el Estado ejercería el monopolio de la fuerza pública y, en el mismo gesto, se valdría de un mecanismo de control que impediría que el hombre fuera un lobo para los otros porque cada uno obedecería a las leyes por el temor que inspiraba el poder del Estado.
Con el correr del tiempo, estas dos condiciones –el autocontrol y la sanción pública– aseguraron que, en el encuentro de dos desconocidos, uno y otro dominaran sus impulsos violentos a sabiendas de que el otro se abstendría de perpetrar un daño mortal. Porque en el caso de ejercer la violencia privada, caería sobre el ejecutor todo el poder de la fuerza pública.
Más allá de su verosimilitud histórica, la eficacia de la propuesta hobbesiana fue validada una vez más cuando los historiadores Elias, Eisner y Pinker constataron una relación inversamente proporcional: probaron que, cuanto más fuerte es el sistema policial y el sistema judicial en las sociedades analizadas, más baja es su tasa de delitos. Consagrados a la gravísima problemática social del homicidio a lo largo de la historia, coinciden en que es imprescindible contar con un Estado fuerte para disuadir a los violentos, quienes saben de antemano que, si se abstienen de cometer delitos, dicha abstención redundará en su propio interés.
Pero la Argentina y América Latina han sido atravesadas por un abolicionismo bobo. Y en lugar de ese Estado disuasorio del delito, el libro de cabecera recitado a modo de un mantra es el célebre Vigilar y castigar, de Michel Foucault. En las carreras más diversas (desde Filosofía hasta Sociología, desde Ciencias Políticas hasta Derecho, desde Psiquiatría hasta Psicología) las universidades moldearon a varias generaciones de una elite profesional formateada por una teoría crítica tan seductora como socialmente demoledora. Nuestro fracaso social lo prueba.
En esta obra de 1975, Foucault analizó la génesis y el funcionamiento de los dispositivos disciplinarios de poder. Uno de los temas que retoma Foucault allí es el célebre panóptico –un diseño arquitectónico desde el cual se puede vigilar sin ser visto–, propuesto por Jeremy Bentham, un reformador social que propició la abolición de la pena de muerte y del castigo físico, pero que se ganó su mala fama gracias al autor francés. Porque, alega Foucault, la arquitectura panóptica es un dispositivo punitivo cuyo objeto ya no es simplemente el cuerpo de los individuos, sino su alma. Y el fin de la pena ya no es castigar lo hecho, sino corregir y curar a la presunta víctima del sistema valiéndose de presunta rehabilitación.
Pese a que las conclusiones que se desprenden de sus primeras obras desconocen que el último Foucault fue diametralmente distinto al de Vigilar y castigar, este marco teórico, plausible como teoría, pero fácilmente falseable y utópico en su realización, es la columna vertebral de nuestro aparato (im)punitivo que postula la desigualdad como única y excluyente causa del delito.
Tal vez porque falsea la teoría, porque no puede adjudicarse la muerte de Fernando a la desigualdad económica, este caso suscita tanto interés. Porque muestra que el vínculo delito-desigualdad no se cumple necesariamente. Y que la educación formal –todos los imputados terminaron el nivel secundario– no basta por sí misma cuando se crece en una sociedad que naturalizó la violencia, donde se ensalza a los “paravalanchas” y alienta los Vatayones militantes. Pero, así como no es noticia que un perro muerda a un hombre y sí lo es que un hombre muerda a un perro, el caso se difundió como pocos porque no coincide con la falsa creencia instalada de que el pobre ataca al rico por su sola condición de tal.
Lo cierto es que si analizamos una muestra ampliada del historial de la mayoría de los jóvenes “en conflicto con la ley penal” a la falta de autocontrol, se le suma un cúmulo de problemáticas que son una constante en los delincuentes juveniles: sin figuras parentales confiables, “ni-ni”, las más de las veces adictos al alcohol y a las drogas, aquellos que son capturados y liberados por el sistema reinciden una y otra vez, alentados por la ausencia de un aparato represivo eficaz. Hasta que, al promediar la adultez, se cansan de la puerta giratoria. Quieren abandonar la carrera del delito y regresar a algún hogar.
Ignoramos el destino de los asesinos de Fernando. Pero ellos corroboran lo sabido: no son los programas de reinserción. Ni la educación. Es una alianza del autodominio con la sanción penal. Una deuda pendiente en nuestro país.
Dra. en Filosofía (UBA). Presidente de Usina de Justicia