Autobiografía. Hasta dónde contar la verdad
Publicadas en español ocho años después de haber sido escritas en su idioma original, las poco más de mil páginas de Fin son para Karl Ove Knausgård el sexto (y último) fotograma de ese gran "desnudo frontal de cuerpo entero", como alguna vez Hanif Kureishi llamó a los tomos de Mi lucha, la extensa autobiografía del noruego.
A primera vista el tiempo podría ser suficiente, sin embargo, para mucho más. Después de 2011, y aunque en las últimas líneas de Fin puede leerse que Karl Ove se siente "muy feliz" de tener a su esposa Linda y a sus tres hijos, todavía culpable por "todo lo que les he causado", lo cierto es que tras el insólito éxito de sus libros Knausgård se mudó a Inglaterra y tuvo otro hijo con una nueva mujer. El detalle no es menor. Esos datos, que podrían decorar las solapas de casi cualquier otro best seller internacional, para Knausgård representan el núcleo de su obra: esa sucesión de vida inmediata en la que cada diálogo, acción y encuentro (y cigarrillo, como habrán notado sus lectores) es tan relevante como el anterior y el próximo hasta que se demuestre lo contrario. Esto es lo que sugieren las casi tres mil quinientas páginas de la totalidad de Mi lucha, un proyecto que pretendió registrar la existencia "tal y como tú la ves", como le dice uno de sus editores al autor estrella.
En el camino, Knausgård llevó hasta lo más inmoderado lo que, hacia principios de siglo y en sintonía con las herramientas disponibles para el perfeccionamiento de la autoexposición en "la sociedad de la información", como él mismo escribe, se llamó, a falta de un nombre menos ambiguo, "literatura del yo". ¿Pero no es ese "yo" que se enuncia como si fuera la única garantía para dar cuenta de la realidad otra ficción inestable? Y si es así, ¿no sería el marco de la ficción el único en el cual un "yo" puede darle sentido a todo lo cotidiano que lo vincula con los demás? Con los egos a ras de la página y distintos resultados, los franceses Emmanuel Carrère (El Reino) y Édouard Louis (Para acabar con Eddy Bellegueule) también explotaron esta "literatura del yo" desde los lugares fáciles del turista, la víctima o su reverso contiguo, el "empoderamiento", aunque fue el estadounidense Tao Lin (Taipei) quien mejor unió los cabos entre el déficit de imaginación y el exceso de pantallas.
En tal caso, después de los recuerdos trágicos en La muerte del padre (el primer tomo de Mi lucha) y las experiencias conyugales en Un hombre enamorado (el segundo tomo), Fin abandona de una buena vez las memorias de La isla de la infancia y la formación de un futuro escritor de la socialdemocracia escandinava de Bailando en la oscuridad y Tiene que llover para concentrarse en estas cuestiones. ¿Y si la peor trampa de la "literatura del yo" fuera un "yo" convencido de que la realidad que registra es la única que hay?
Para responder, Knausgård acepta "sin tapujos" que es un narcisista (un "narcisista sincero y que busca lo verdadero, por encima de un narcisismo encubierto que intenta ocultarlo") y luego arma un recorrido ensayístico de cuatroscientas páginas por los libros clásicos sobre y del nazismo, concentrándose en el que no había leído hasta que un amigo le sugirió que tomara prestado el título: Mi lucha, de Adolf Hitler (sugerencia que desplazó los otros dos títulos tentativos: Argentina y El perro).
Aclarado que provocó "tal vez la mayor catástrofe de la humanidad", Knausgård no intenta un análisis histórico del nazismo –lo cual le dejaría poco margen de maniobra considerando que Noruega se entregó al Tercer Reich en menos de tres semanas al inicio de la Segunda Guerra Mundial–, pero sí de la imagen del mundo que Hitler propuso a sus seguidores. En este punto, la expiación es simple: el narcicismo patológico de Hitler se desarrolló a tal punto que su "yo" se proyectó en un "nosotros" colectivo y feroz, audible en toda Alemania, mientras que el narcisismo de Knausgård, a pesar de algunas afinidades autobiográficas con el Führer, quedó resguardado por su papel de escritor, que le permite disfrutar esa "sensación de forastero" más bien ajena a lo feroz que lo distancia de cualquier "nosotros".
Esta mezcla de vanidad y banalidad es, en términos ideológicos, típica de la prosa de Knausgård, aunque también lo sea el modo en que logra llevarla adelante página tras página con facilidad. En otras palabras, aunque detrás no hay casi nada, el cauce de escenas fluye sin el efecto somnífero que tendría en otras manos. Y si, por un lado, lo que intentan decir con esto los volúmenes de Mi lucha es que –Borges y su "Pierre Menard" mediante– la imaginación del escritor siempre recubre lo que es íntimo aun cuando promete mostrarlo todo (razón por la que el "hiperrealismo" de Karl Ove tiene su punto ciego en el sexo, la parte borrada de su vida), por otro también les recuerda a sus lectores que eso, precisamente, convierte al libro en una novela y no en una confesión.
De otro modo, ¿qué explicación, además de la argumental, tendría contar en Fin el hecho ridículo de que su tío amenazó con demandarlo por no contar la vida de los Knausgård tal como fue? Entre los pañales, la sumisión marital y una rutina familiar identificable en cualquier lugar civilizado del mundo, además de la extensa invitación a sacar del podio de la autoindulgencia y la superioridad moral a eso que la "literatura del yo" imagina que es un escritor, hay también una lección conocida por cualquiera con un mínimo de inteligencia: la realidad es más indecisa que lo que afirman los burócratas y los abogados. En ese caso, ¿volveremos a escuchar otra vez de Karl Ove Knausgård y su épica de la conciencia individualista? Es probable que no.
Fin
Karl Ove Knausgård
Anagrama
Traducción: K. Bagethun y A. Lorenzo
1022 páginas
$ 2500