Austeridad
"Es hora de terminar con la austeridad."
(Del presidente electo de Francia, François Hollande.)
Atrás quedó el invierno: comienza la temporada de compras. Sólo los alemanes se aferran a su política de austeridad, pero eso no cuenta, porque ellos son austeros en cualquier circunstancia. Pero los otros, sí. Los griegos vuelven a los supermercados con sus carretillas cargadas de dracmas, los argentinos le rendimos pleitesía al modelo regalándonos televisores cada vez más grandes y celulares cada vez más chicos, y los franceses tiran la casa por la ventana. "¡A gastar, a gastar!", gritan frente a las joyerías los piqueteros de la Champs-Elysées. En el planeta entero cunde la comezón de los bolsillos.
¿En el planeta entero? No. En un rincón del Sur existe una ciudad que está quedando al margen de la fiesta. Una ciudad en otro tiempo altiva y dada al lujo y al exceso, una ciudad que tiraba manteca al techo sin preguntarse para qué lo hacía. Antes era la Reina del Plata. Hoy se llama Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Pero la CABA se acaba. Todavía nadie sabe con qué nuevas desgracias rimará de aquí en más el verso de su autonomía.
Por las calles del centro se pasea una figura triste, un hombre con la cabeza gacha y el sobretodo raído. Se trata del intendente, ni más ni menos. Camina hablando con sus propios espectros. "Me quieren someter, me quieren asfixiar, la Presidenta quiere fundir la ciudad de Buenos Aires", dice para sí mientras patea bolsas de basura. "Esto es lo único que me está dejando el Gobierno", piensa. No es verdad: también le dejan cualquier otra cosa que signifique deudas y problemas. Es un condenado a la austeridad. El intendente se detiene en un bar y escarba en sus bolsillos en busca de monedas. "¿Me alcanzará para un cortado?", se pregunta. En ese mismo instante, cerca de allí, en la Casa Rosada, descorchan una botella de Dom Pérignon que ha traído Moreno. No se derrama ni una gota de aquel néctar en los labios resecos del líder espiritual de los porteños.