Aunque no la veamos, Cristina Kirchner siempre está
En ninguna democracia del mundo desarrollado, el despido de un funcionario inoperante o sospechado de corrupción puede ser considerado un síntoma de debilidad del presidente de la Nación. Muy por el contrario, desprenderse de un funcionario con esas características normalmente ayuda a consolidar la autoridad presidencial, en tanto que la resistencia a forzar su renuncia es vista como un indicador de flaqueza del jefe del Estado.
Después de no pocos cabildeos, Alberto Fernández pareció recordar esa regla del manual del buen político y, finalmente, obligó a Alejandro Vanoli a renunciar a la titularidad de la Anses. Fue casi un mes después del viernes que arrojó a las calles para un trámite bancario a más de un millón de jubilados y beneficiarios de planes sociales en plena cuarentena y luego de los enormes problemas en la implementación del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE).
Sin embargo, su reemplazo por una dirigente del riñón del cristinismo, como María Fernanda Raverta, cuyo nombre habría sido arrimado por Máximo Kirchner, dejó más dudas que certezas sobre la verdadera fortaleza del Presidente ante la vicepresidenta de la Nación.
Las mismas dudas provocaría la confirmación de la versión según la cual Vanoli desembarcaría en la Superintendencia de Riesgos del Trabajo (SRT), pese a haber sido presuntamente castigado por su inoperancia al frente de la Anses. A sus desaguisados en el organismo que controla la mayor caja del Estado nacional, Vanoli ha sumado ahora una denuncia por supuestas tareas incompatibles con la función pública en una consultora privada y presunto tráfico de influencias, esbozada anoche por la abogada Silvina Martínez en el programa de Luis Majul en LN+.
En la particular lógica de la distribución de los espacios de poder que siguió al acuerdo electoral entre Fernández y Cristina Kirchner, Vanoli había llegado a la Anses como representante del cristinismo y, puertas adentro de la Casa Rosada, se asume hasta con naturalidad que su reemplazante también sea de ese sector. En este caso, más precisamente, de la agrupación La Cámpora, que además retendrá el sitial que ocupaba María Fernanda Raverta como ministra de Desarrollo de la Comunidad en el gobierno bonaerense de Axel Kicillof, con la llegada de otro hombre de la mayor confianza de Cristina y Máximo: Andrés "El Cuervo" Larroque.
Asistimos, así, antes que a una reivindicación de la autoridad presidencial, a un ascenso del cristinismo y, en particular, de La Cámpora, en la estructura del poder político.
El secreto del fuerte crecimiento de la imagen positiva del Presidente desde febrero hasta hace pocas semanas residió en la prevalencia de posiciones conciliadoras y de moderación, alejadas de la grieta y de las posturas radicalizadas que a menudo exhibe el kirchnerismo.
Ese perfil podía incluso sumarle a Alberto Fernández apoyos de sectores del electorado que no lo votaron en las elecciones de octubre. En cambio, la percepción sobre su mimetización con Cristina Kirchner o, peor aún, su dependencia u obediencia a ella, no tardará en licuar el crecimiento que durante muchas semanas ostentó el primer mandatario.
La generalizada indignación que muestra la opinión pública frente a las masivas concesiones de prisiones domiciliarias por parte de algunos jueces (en la práctica, en muchos casos, verdaderas liberaciones, habida cuenta de que los presos ni siquiera salen con tobilleras electrónicas) es un fuerte mensaje al Presidente, aun cuando desde el Gobierno se insista en que el Poder Ejecutivo nada tiene que ver con las decisiones judiciales.
No puede olvidarse que la salida de la cárcel de Amado Boudou, tras una inocultable presión política por parte del kirchnerismo, desató innumerables pedidos de prisiones domiciliarias. Y que estos se multiplicaron, al margen de la crisis sanitaria, luego de que el secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla –otro funcionario cercano a Cristina y Máximo Kirchner–, solicitara ese beneficio para el exfuncionario Ricardo Jaime y para Martín Báez, pese a que ninguno de los dos se encuentra en un grupo de riesgo frente a la pandemia.
Los episodios de violencia vividos en el penal de Villa Devoto y las posteriores negociaciones con los presos de las que participaron representantes del Gobierno nos condujeron a través del túnel del tiempo al 25 de mayo de 1973, el mismo día en que asumió la presidencia de la Nación Héctor Cámpora. En esa fecha, tras una movilización de militantes de organizaciones extremistas que se trasladaron desde la Plaza de Mayo hasta Devoto, terminaron abriéndose las cárceles y liberándose a miles de delincuentes, con el pretexto de que había presos políticos.
Las situaciones no son comparables, dado que actualmente la reacción negativa de la opinión pública ha sido inmediata. Distintas encuestas, como la de Aresco y la de Federico González y Raúl Aragón, describen la fuerte oposición de la sociedad (ronda el 82%) a las recientes prisiones domiciliarias dispuestas por la Justicia. El hashtag #quedateencasa ya encuentra competencia en el que señala #quedateencana, y las firmas en contra de la liberación de presos en la plataforma change.org ya superan las 630.000.
Más aún, el sondeo realizado por González y Aragón (3000 casos relevados entre el 28 de abril y el 3 del actual) señala que para el 50,9% esas medidas fueron promovidas por Cristina Kirchner, mientras que solo para el 27,4% fueron una iniciativa libre de algunos jueces garantistas. La misma encuesta da cuenta de que las protestas con cacerolazos están dirigidas principalmente a los jueces (32,6%), aunque el 29,6% cree que apuntan a Alberto Fernández y el 15,3%, a la vicepresidenta de la Nación.
Según se desprende de estos sondeos, aunque no la veamos, Cristina siempre está. Y no precisamente para hacerle bien a Alberto Fernández y su gobierno.