Auditorías y transparencia en todas las decisiones públicas
Si el Presidente hubiese sido contemporáneo de Sarmiento, lo habría llamado “degenerado fiscal”, ¿y qué opinaría el sanjuanino del rumbo que toma la discusión sobre la universidad?, se oyen más gritos que propuestas
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Si Javier Milei hubiese sido contemporáneo de Domingo Faustino Sarmiento, lo habría llamado “degenerado fiscal”. Porque su presidencia estuvo caracterizada por una política de gastos expansiva, en especial para financiar obras de infraestructura y la ampliación de la oferta de educación pública. Fueron años de notable crecimiento y estabilidad cambiaria gracias a la vigencia de un régimen de convertibilidad (patrón oro) que abandonó más tarde su sucesor Nicolás Avellaneda, forzado además a implementar un durísimo ajuste para honrar la deuda externa. Por eso, podría sorprender el cambio de nombre del CCK por “Palacio Libertad-Centro Cultural Domingo Faustino Sarmiento”: tal vez hubiese sido más coherente reconocer el compromiso con la austeridad de Avellaneda, que, antes de asumir la máxima magistratura, se desempeñaba como titular de la cartera de Instrucción Pública y Justicia de la Nación del admirado sanjuanino. Es decir, no pudo echarle la culpa a su predecesor de la herencia recibida, sino que con competencia, liderazgo, disciplina y constricción resolvió los serios problemas que le tocaron en suerte. Todo esto está documentado en un trabajo de investigación liderado por Gerardo Della Paolera (Passing the Buck: Monetary and Fiscal Policies) al que Milei se refiere con frecuencia y que demuestra que las administraciones más responsables desde el punto de vista fiscal fueron el primer gobierno de Carlos Menem (1989-1995) y el del olvidado Rafael Obligado (1854-1856).
En contraposición, sería interesante saber qué opinaría Sarmiento del rumbo que está tomando la discusión sobre la universidad pública. Los debates en democracia son en general desordenados y aun caóticos: es necesario esperar que las diferentes voces expresen sus argumentos para idealmente alcanzar el punto de balance. Por el momento, escuchamos más gritos y posturas ideologizadas que propuestas concretas para mejorar los estándares existentes. El propio Sarmiento confrontó a Juan B. Alberdi en cuanto a la función y el objetivo central del sistema de educación pública: formar ciudadanos con una visión amplia e integral (criterio que prevalecería) o priorizar las habilidades para integrarse al mercado de trabajo, respaldado por el padre de nuestra Constitución. Los ecos de aquel debate resuenan en el actual contexto, sobre todo frente a la necesidad de contar con profesionales que nos permitan revertir el ciclo de decadencia y generar riqueza para recuperar el tiempo perdido. ¿Qué sistema educativo necesitamos para eso? ¿Cuál es la brecha con el que tenemos? ¿Cuántos recursos debemos invertir para contar con el capital intelectual que exige este mundo cada vez más incierto y competitivo, en especial ante la amenaza y las posibilidades de la inteligencia artificial?
Del debate actual deriva un atributo positivo que puede producir un cambio de paradigma en el acervo cultural argentino: el de evaluar y auditar las decisiones públicas (no solamente el gasto), en los niveles nacional, provincial y local. Sería fabuloso que se consolide una demanda de mayor transparencia, lo que en inglés se denomina accountability. Para eso, la Argentina requiere cambios institucionales muy profundos que hoy no están siendo considerados por quienes impulsan la discusión sobre el destino y la calidad del gasto en las universidades. De todas formas, un elemento crucial dentro de la ola de rechazo al modelo inflacionario explica el triunfo de Milei: la conciencia del aporte que cada ciudadano hace en su carácter de contribuyente. Así, el componente fiscal de la ciudadanía política, alentada por la revuelta de la 125 y alimentada por la presión fiscal récord que sufre nuestra sociedad, constituye una alentadora novedad que, si se consolida, puede convertirse en un pilar que dé sustentabilidad al nuevo modelo económico: al margen de la voluntad o del compromiso de los gobiernos por sostener la regla del déficit cero, serán los ciudadanos-electores los guardianes de la responsabilidad fiscal. Esto en todo caso reforzaría el componente económico del concepto de ciudadanía y no abarcaría el conjunto de las decisiones públicas. Pero por algo se empieza y este cambio en las preferencias de la sociedad es muy auspicioso.
La Constitución nacional establece dos organismos para cumplir con el control del gasto público. Por un lado, la Sigen (Sindicatura General de la Nación), que depende del Poder Ejecutivo y ganó notoriedad los últimos días porque se ocupará en pocos días de controlar la ejecución del presupuesto de las casas de altos estudios. Por el otro, la AGN (Auditoría General de la Nación), que responde al Congreso y fue creada por la reforma de 1994. Carlos Zannini, exprocurador del Tesoro y una de las principales cabezas jurídicas del kirchnerismo, había dictaminado que era la AGN y no la Sigen la que debía ocuparse de las universidades, dado su estatus autónomo. Esto fue rectificado por Rodolfo Barra, el actual procurador, alineado con la pretensión del Gobierno de ir a fondo con las auditorías.
¿Tienen estas instituciones los recursos humanos y materiales para cumplir con eficacia esas tareas? ¿Auditarán solo el destino de las partidas presupuestarias o también el origen y el manejo de otros fondos que son parte importante del financiamiento de las universidades, como los contratos de consultoría y servicios con otros organismos públicos y privados? ¿Cuáles serán los criterios definidos para medir “éxito” o “fracaso” en la asignación de recursos? ¿Habrá una fórmula polinómica que pondere la proporción de egresados en relación con los ingresantes, el tiempo de duración de las carreras, la cantidad de profesores con dedicación full time, los trabajos de investigación y desarrollo publicados en revistas especializadas u otros proyectos de extensión?
En todo caso, esta vocación por los controles rigurosos debe abarcar el conjunto de las decisiones públicas. En ese sentido, es fundamental predicar con el ejemplo: el Presidente y todo su gabinete deben fomentar las políticas de transparencia para que se replique y se convierta en una práctica establecida en el conjunto del aparato del Estado y en todos los niveles de gobierno. Lamentablemente, ocurre lo contrario: el Poder Ejecutivo modificó por decreto la ley de libre acceso a la información pública e impide así que sepamos los “secretos del poder”. Esta norma fue clave para que hayamos conocido, por ejemplo, las irregularidades que ocurrieron en la quinta de Olivos durante la cuarentena.
Con su tendencia a las exageraciones y al uso político de las estadísticas, el Presidente afirmó que el sistema universitario público era financiado por una mayoría de argentinos pobres para el beneficio de los hijos de ricos y de la clase media alta. Más allá de que esto fue desmentido por el propio Indec, implica una concepción de un notable simplismo “clasista” digna de un marxismo de barricada y falla en comprender la naturaleza de cualquier sistema universitario y su contribución al bienestar general en el corto, mediano y largo plazo. Al margen de quiénes egresan, ¿acaso no nos beneficiamos todos, en especial los más necesitados, de su aporte tangible e intangible a la sociedad, de las empresas y riqueza que generarán a lo largo de sus vidas, del empleo y las oportunidades que crearán para que otros las aprovechen? ¿No disfrutaremos todos de su capacidad de innovación, de su imaginación y destreza para encontrarles una vuelta innovadora a problemas y demandas? Aun si la mayoría de los estudiantes universitarios pertenecieran al sector más privilegiado de la población, ¿sus impuestos no financian a los estratos más bajos de la ciudadanía, ahora que mejoró tanto la calidad de los programas sociales?