Audiencias públicas: no alcanza con reunirse y escucharse
Las audiencias públicas se han convertido en estos días en un eje de controversias y en el fundamento de una grave decisión judicial. La ley las exige para adoptar ciertas decisiones y los políticos las reclaman. Pero, más allá de certezas jurídicas, de argumentos políticos y de realidades socioeconómicas, tomando un poco de perspectiva respecto de la coyuntura histórica, es posible reflexionar acerca de la naturaleza de tales audiencias y de la idea en la que su instauración reposa.
La idea es sencilla y ciertamente plausible: ante la situación de adoptar decisiones de cierta gravedad social, se convoca a todos los interesados para intercambiar opiniones e iniciativas y ofrecer a quien tenga el poder de decidir un panorama del humor social salido de la propia sociedad. Parece un excelente complemento para el sistema democrático; una de las condiciones que lo constituyen en una democracia participativa.
Lo que hay que lamentar es que se abra una brecha tan grande entre los parámetros ideales de la democracia y la práctica que la conforma en la realidad, especialmente en nuestro país. Suponemos que la democracia representativa es una necesidad, ya que resulta imposible una democracia directa; pero la verdad es que a muchos aterrorizaría la idea de una verdadera democracia directa, si ella pudiera ejercerse. Defendemos sinceramente el voto popular como ejercicio de la soberanía, pero cerramos los ojos ante el hecho evidente de que el ciudadano promedio está muy escasamente enterado de los problemas existentes y de las ventajas comparativas de las soluciones que se le proponen y acaba decidiendo visceralmente, influido por una combinación del mejor truco publicitario, de preconceptos adquiridos en su niñez y de la percepción sobre su actual capacidad de consumo. Nos quejamos del resultado, que púdicamente llamamos democracia delegativa, pero nos ilusionamos con las virtudes de una democracia participativa que no logra echar raíces en ese terreno.
Una audiencia pública se convoca para que cualquiera se inscriba y diga en ella su opinión. Muchos se inscriben; no tantos se interesan por escucharlos. Lo importante de la participación, el debate, está normalmente ausente, a menos que se tenga por tal la diversidad entre monólogos acotados en el tiempo. Una vez terminadas las exposiciones, el poder político decide, ya que cualquier conclusión a la que la audiencia arribe no es vinculante. La debilidad política de esta institución es, por lo menos, sinceramente exhibida.
Pero ¿no vemos alguna semejanza con el funcionamiento parlamentario? Alf Ross, en su trabajo Por qué democracia, contaba la práctica de una pequeña y democrática ciudad de Dinamarca. Su concejo deliberante tenía, supongamos, veinte ediles, doce por la mayoría y ocho por la minoría. Ante cada decisión, los bloques se reunían por separado y adoptaban sus respectivas posiciones. Luego, en el recinto, los discursos de mayoría y de minoría eran pacientemente escuchados y la votación resultaba invariablemente de doce a ocho. La conclusión de Ross era que no basta reunirse y escucharse: es preciso asistir al debate con la disposición de convencer y de ser convencido según el valor de los argumentos.
En efecto, sin esa disposición -que sólo se muestra cuando nadie tiene mayoría absoluta, y aun entonces nada garantiza que los argumentos más convincentes sean los referidos al bien público- los debates y los discursos sólo sirven para satisfacción de oradores y partidarios, registro de historiadores y pasajero interés periodístico. Por lo demás, como decía Humpty Dumpty, "la cuestión es saber quién tiene el poder".
Es posible, pues, resumir la dificultad en pocas palabras y bastante angustia. Todos sostenemos a un soberano, el pueblo, que es errático, poco informado y propenso a ser engañado, pero -lo sabemos por dura experiencia- resulta mucho mejor que cualquiera de sus alternativas. Promovemos el libre debate, pero, fuera de quienes participan en él, una minoría muestra interés, no muchos lo comprenden y muy pocos lo toman en cuenta para decidir. El poder efectivo queda a cargo de líderes personalistas más o menos transitorios; de ellos, los que sean demócratas sinceros se ven obligados a bucear en un Riachuelo de ambiciones personales, ideologías de ocasión, negocios turbios, dudosas reciprocidades y frágiles lealtades personales. A partir de estas condiciones, todos enfrentamos el desafío de construir una democracia que funcione como tal; no sólo porque se vote, no sólo porque se respeten los derechos, sino también porque constituya una forma civilizada de convivencia entre personas que piensan de diversa forma.
En ese contexto, la audiencia pública es una excelente práctica, pero más como avanzada sobre un futuro soñado que como solución para problemas presentes. Nuestra deuda con la democracia es aún muy elevada y debemos liberarnos de la delegación antes de contemplar satisfechos un modelo de participación.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho (UBA)