Atrapados en un único país que sufre
No fue necesario reescribir la historia, ni explicar por qué los argentinos no confirmaban a un presidente que los había arrojado a la angustia económica. Macri no representó la excepción y su administración parece encaminarse a un módico final que podría incluir una novedad saludable: que un gobierno no peronista concluya su mandato, algo que no sucede desde 1928. En definitiva, el domingo a la noche no se dirimió la suerte entre los dos proyectos de país que los cultores de la grieta imaginaron. No se reafirmó el sueño republicano, pero tampoco se asistió al regreso triunfal de un peronismo que contenga la llave para sacar al país de su laberinto. En realidad, se constató la cruel certeza de una nación que repite cíclicamente sus problemas, cada vez en un punto más bajo de la escala. La Argentina regresó al infierno tan temido: economía terminal, gobierno débil, tensión social, muy alta inflación, pobreza, incertidumbre. Y la amenaza de la ingobernabilidad, ese pánico familiar al vacío de poder. Sin atenuantes, los argentinos experimentan una vez más la pesadilla: estar atrapados en un único país que sufre.
Despejada la retórica de los extremos, aflora la explicación de lo que ocurrió. Remite a motivos que no son nuevos sino clásicos. En primer lugar, sucedió lo más probable: se impuso el voto por razones económicas, que suele resultar decisivo a la hora de reelegir gobiernos. Este comportamiento, confirmado por una copiosa casuística, supone una conducta racional del votante, condicionada por la evaluación retrospectiva de su situación económica durante el lapso de una administración: si juzga que fue buena, la reelige; si entiende que fue mala, vota a la oposición. Eso fue sencillamente lo que ocurrió, porque existen sobradas razones para rechazar la reelección de Macri: durante su gestión se incrementó la inflación, se perdieron puestos de trabajo, subió la pobreza, cayó el crédito, se frenaron la producción y el consumo. Para votarlo debían prevalecer otras razones, que son las que blandieron aquellos que desean que siga: desde el miedo al regreso del peronismo hasta la afirmación de valores no económicos, como la creencia en la institucionalidad. Sin embargo, esos temores y aspiraciones poseen un techo estadístico bajo en el país: representan a no más de un tercio del electorado.
En segundo lugar, los resultados expresan la distribución estructural del poder político en la Argentina, inalterable en las últimas siete décadas. La razón de ese reparto es conocida: el peronismo, con sus distintos rostros, perdura como el partido hegemónico del sistema. Esa supremacía se expresa a través de rasgos característicos: dominio territorial, afinidad con las corporaciones, mayorías legislativas, liderazgos fuertes e identificación con la amplia clase media baja, que si ya no cree en los valores del justicialismo, intuye que este defiende con mayor eficacia sus ingresos, aunque eso no pueda sostenerse en el tiempo. El "con Cristina estábamos mejor", que resulta inexplicable para la racionalidad republicana, es la verbalización de esa experiencia. Y resultó decisiva. De este modo, los gobiernos no peronistas carecen de fuerza para imponer sus programas. Tampoco poseen márgenes para cometer errores. Y pocas veces cuentan con la piedad del adversario. Por eso, tal vez, sus gestiones concluyen envueltas en las hipótesis que intentan explicar el fracaso: no pudieron, no supieron, no quisieron.
Acaso cuando regresen, si es que Macri no logra el milagro, serán más realistas: no confundirán el poder, que es estructural, con los votos, que son contingentes; cogobernarán con el peronismo en lugar de demonizarlo, evitarán los planes de ajustes severos; harán más política y menos marketing. Y necesitarán tener suerte. Porque además de la desventaja estructural, el no peronismo enfrentó una fatalidad: cada vez que le tocó gobernar las condiciones internacionales fueron adversas.
Ante estos desequilibrios, es crucial considerar un hecho: administraciones de signos opuestos enfrentaron similares problemas y no pudieron resolverlos durante el transcurso del siglo XXI. En estos 20 años sucedieron en el mundo cambios cruciales que la Argentina no entiende ni acompaña, atrapada en sus recurrentes problemas que la mantienen estancada. Pero quizá no todo esté perdido. Durante ese tiempo, como en el pasado, muchos dirigentes privilegiaron sus intereses, pero otros dieron lo mejor de sí, más allá de su pertenencia partidaria, para enderezar el destino del país.
Al actual gobierno le asiste el derecho a luchar por su reelección. Pero si eso no sucediera, la responsabilidad recaerá en los que han sido más votados. De su lucidez, moderación y capacidad de convocatoria dependerá el futuro. No pueden regresar como se fueron, sería nefasto. Lo que viene requerirá de los mejores, sin importar su filiación. Porque deberá ser una discusión realista de políticas públicas, no una nueva y suicida confrontación de ideologías.