Atrapados en la selva discursiva de la mentira
El país necesita recuperar una base informativa común, después de años en que el deterioro de las oficinas estatales de información y control, del Poder Judicial y del periodismo profesional destruyó la credibilidad
El ciclo político que terminó en diciembre dejó la certeza de que los argentinos perdimos ese poderoso consenso de convivencia de 1983. Ahora tenemos disidencias informativas profundas que fomentan un antagonismo inédito desde la recuperación democrática.
Un símbolo histórico y triste de este divorcio fue que al velatorio de Néstor Kirchner no fue ningún ex presidente de la democracia, pues posiblemente no lo hubieran dejado ingresar.
En los años que pasaron, se trajo al centro del debate público la rudeza de los métodos que abundan en los márgenes de una sociedad abierta. El discurso del odio, siempre presente en los bordes, llegó a los medios de comunicación masivos. Ahora, hay que devolver esos usos a los rincones, pero mi temor es que esas prácticas asfixiantes del debate y la convivencia pública no se quieran ir.
Estamos en un país donde no podemos coincidir en quién es Milagro Sala, si hay más o menos pobres, si tenemos más deuda externa, si el país creció, el nivel de inflación o si determinado funcionario realizó actos de corrupción o no. Pero esas cosas no deben ser opinables. Son objetivas. O se creció o no; o se robó o no; o hay menos pobres o no.
Sin poder coincidir sobre los hechos principales, es imposible salir de esta selva discursiva y los relatos circulantes mantendrán su estado salvaje.
Si el kirchnerismo fue un 2001 para el debate público, eso arrasó en primer lugar con la riqueza de la perspectiva kirchnerista. Su método destruyó la sustancia que pretendía aportar. La voluntad de no convivir con sus críticos y opositores, manifiesta por varios de sus principales voceros, afectó su aporte a la convivencia colectiva. Ahora, un debate superador implica retener el aporte más positivo de lo que el kirchnerismo quiso imponer de malos modos. Ya no existe la posibilidad de un debate prekirchnerista.
La fractura del consenso sobre los hechos más básicos fue posible por el deterioro de tres instituciones de la credibilidad: las oficinas estatales de información y control, el Poder Judicial y el periodismo profesional.
Si la tentación autoritaria está siempre ligada a la institucionalización de la mentira política, la democracia requiere mantener sanas y fuertes estas fábricas de verdad pública. Si estas instituciones vuelven a ser fuertes, será difícil que cualquier relato salvaje navegue a su antojo.
El rol informador y controlador del Estado es la primera pata de este trípode. La recuperación del Indec es un símbolo de esta necesidad y de su dificultad para alcanzarla. Pero hay un elenco mayor de roles claves para demarcar el campo y el rol de árbitro que necesitamos construir. A partir de la lectura del libro La piñata, del periodista Hugo Alconada Mon, queda claro que el equipo esencial para el futuro está formado por quienes mandan en las siguientes oficinas públicas: Sindicatura General (Sigen), Policía Federal, Oficina Anticorrupción (OA), Auditoría General de la Nación, Fiscalía de Investigaciones Administrativas (FIA), Procuración General, procuraduría antilavado (Procelac), Unidad de Información Financiera (UIF), Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP), Consejo de la Magistratura, Corte Suprema, Comisión de Defensa de la Competencia, Inspección General de Justicia, defensor del pueblo y los directivos de los diferentes entes reguladores sectoriales, como el transporte, la electricidad, el gas, la salud y las comunicaciones. El libro de Alconada es para el kirchnerismo lo que fue para el menemismo el recordado Robo para la corona, de Horacio Verbitsky: una descripción de una red de funcionarios y legisladores inciviles amparada por el poder presidencial.
Usted conoce muy pocos nombres de quienes ocupan estos puestos, pero son la selección nacional del cambio. Por eso, tienen que ser más visibles para nosotros que los ministros. De aquéllos depende que podamos dar vuelta la historia, en serio. Durante el menemismo y el kirchnerismo, en la mayoría de los organismos de control se diseñó una pensada debilidad. No deberíamos repetir el mismo error tres veces seguidas.
En cada una de estas áreas específicas se sabe a quién designar para que haga el cambio y a quién si queremos que nada cambie. En esto no hay error, sino la decisión política de hacer una cosa o la otra.
Esta lista incluye la segunda pata de este trípode, que es el Poder Judicial, encargado de evitar que pasen por corruptos los que actuaron en forma honesta, y viceversa. Esto no puede ser materia de debate público.
Y la tercera pata de este trípode de la credibilidad es el periodismo profesional. Aquí el kirchnerismo creó reglas de juego definidas por la guerra mediática. Eso logró que los únicos empresarios periodísticos nuevos que crearon medios lo hicieran por las malas razones y no para ganar dinero sirviendo mejor a las audiencias. Así, la guerra mediática generó una burbuja de oferta, en la que la política inventaba medios que el mercado no pedía ni consumía. Por lo tanto, cuando se desinflan esas necesidades de la política, queda un doloroso tendal de profesionales sin empleo, igual que en un licenciamiento de los soldados después de una guerra.
La política de comunicación diseñada en los últimos años no alentó la inversión en los medios, y así la posibilidad de construir buen periodismo queda limitada a muy pocas empresas periodísticas. Los grandes momentos históricos del periodismo coinciden con la convergencia de una libertad política amplia y una gran vitalidad empresaria en los medios de comunicación.
Ahora no se trata de instaurar una desregulación absoluta. Tiene que haber líneas rojas que respeten la pluralidad y promuevan a los medios pequeños y medianos. No es serio que la política de comunicación quede capturada por dos o tres actores, pues eso afecta al periodismo como institución de credibilidad. A esos actores hay que ayudarlos a su expansión internacional, y en su desarrollo local pedir respeto a las reglas de una competencia sana. Es claro que una cantidad extendida de dueños de medios, con diversidad de formas de propiedad (empresas, sectores sociales y Estados), es una base poderosa para mejorar el periodismo.
El nombramiento de la periodista Ana Gerschenson a cargo de Radio Nacional y del periodista Néstor Sclauzero a cargo de los noticieros de la televisión pública es una señal del Gobierno de que el periodismo estatal va a intentar ser más creíble.
En esta posguerra mediática, el cambio entonces consiste en reconstruir el trípode de la credibilidad, pues existen relatos demasiado antagónicos de alta penetración social. En las democracias desarrolladas también ocurre, pero existen instituciones moderadoras de estos extravíos informativos masivos. Si no logramos construirlas, viviremos en dos países distintos y no en una casa común.
Ese trípode de instituciones de la credibilidad nos debe servir para construir una base informativa común, sobre la cual debatamos nuestras diferencias.
Como escribió el gran historiador y teórico de las democracias desarrolladas Pierre Rosanvallon, en El buen gobierno, el hablar veraz es una de las dimensiones vitales de la actividad democrática.
Me puedo equivocar, pero a mí me resulta obvio que un país con periodismo profesional, justicia creíble y buena información estatal es un país desarrollado, más allá del número de su producto bruto.
Profesor de Periodismo y Democracia de la Universidad Austral. Su último libro es Guerras mediáticas.
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