Atracción por avidez
Hay algunas novelas que permiten entender los malentendidos. Sobre todo aquellas que se inmiscuyen en la vida doméstica. Suelen ser historias de fracasos amorosos, donde ninguno de los personajes queda bien parado. El malentendido los levanta, incitando a la discusión, y termina siendo un chiste, triste y feroz, que revela el inevitable desencuentro. No se trata sólo de poner en evidencia relaciones carcomidas o deslealtades; es un registro más sutil de la distorsión; justamente me refiero al malentendido como una trama latente de la escucha (y no al maldecir). El término en francés “malentendu” remite más directamente a “mal escuchado”.
Así como Jane Austen y Henry James son maestros literarios de las sutilezas de las relaciones, Katherine Mansfield es una de las que mejor afina el oído para dar cuenta de las minucias del lenguaje, de sus fallas. Sus relatos son joyas de los desencuentros: nadie está donde dice estar, la intensidad suele ser equívoca, la expectativa nunca se cumple, la añoranza retrasa el deseo. Cuentos como “Éxtasis” (también traducido “Felicidad”, elegido por Cortázar como uno de sus diez cuentos favoritos) o “Preludio” son perfectos ejemplos.
En esta senda, quizá más moderna o frívola, según cómo se la lea, se puede inscribir la irlandesa Edna O’Brien, una revelación editorial en los años cincuenta de la que acaba de aparecer en español su trilogía femenina integrada por las novelas Las chicas de campo (1960), La chica de ojos verdes (1962) y Chicas felizmente casadas (1964), en nueva traducción de errata naturae editores. Si bien se pueden leer las tres seguidas, teniendo en cuenta el crecimiento de sus personajes (Kate y Baba, amigas desde la infancia, que salen del campo a Dublín, enredadas en prejuicios de los que se van liberando), cada libro emprende un vuelo narrativo distinto. El más reciente, Chicas felizmente casadas, apela al mismo término que utiliza Katherine Mansifield para su cuento protagonizado por una mujer casada desde hace varios años: bliss. Es un término en inglés que si bien alude a la felicidad, es bastante huidizo, puede significar gozo o beatitud. En fin, estas chicas no son nada felices, ni tampoco beatas… Sin embargo, la autora irlandesa retrata con ferocidad la subjetividad femenina, revelando sus peores y más tiernos costales. Es genial cómo consigue equiparar al hombre y la mujer en su impiedad, sus odios cotidianos, como si fueran dos especies inconciliables, que padecen de ansias particulares (no por ello específicas).
A través de estas dos amigas, -cada una con sus maridos, amantes, hijos- se plantea fundamentalmente qué es arruinar una relación. ¿Traicionar o hacer el vacío? ¿Desgastar o fijar? En todo caso, todo esto apunta al desencanto. También del lado del hombre, como cuando Eugene le dice a Kate: “Empecé a desencantarme contigo el día en que comprendí que nunca lloras por nadie que no seas tú misma”. Con humor ácido, las respuestas son rápidas (“para ser un imbécil, no te falta perspicacia”). La novela está escrita a un ritmo veloz, como si diálogos y pensamientos tuvieran que responder a la avidez de la atracción. Eso es interesante: se lee vorazmente porque los personajes no paran, se siguen tropezando con sus propios impulsos. Avanzan por arrebato e insatisfacción. Sólo hay un freno cuando lo que se pierde parece cobrar sentido. Así Kate pretende recuperar la relación con su marido luego de haberle sido infiel y de que él haya encontrado cartas obscenas a su amante. En ese momento, se acomoda e intenta recobrar su puesto de esposa: “Kate se imaginó un papel nuevo y heroico para sí misma: entregándose a la vida doméstica conseguiría expiar todas sus faltas. Compraría botones, hundiría sus delicadas manos en los sumideros y le ahorraría a su marido la molestia de sacar la roña, los pelos, etc.”
En esta tercera entrega, las dos amigas ya están “en edades en las que son más conscientes de los riesgos que del placer.” ¿Patetismo de relaciones mal nutridas, juegos iracundos de parejas que no se escuchan? Igualmente, no todo es malversación de amores, también hay ricas cenas, salidas furtivas y besos que se salvan, sobre todo “los besos de lengua malva” como los describe Kate.
Philip Roth, autor de otra novela plagada de malentendidos, Engaño (1990), eligió a Edna O’Brien como una de sus escritoras predilectas en lengua inglesa, y John Berger, autor de G (1972), dice que su genialidad procede del dolor mismo de la memoria. Es cierto que la autora escribió desde sus recuerdos entrañables del campo, su repudio al catolicismo profundo de Irlanda, y su llegada a la gran ciudad; pero también se nutrió muchísimo de su trabajo editorial y de dos grandes autores que la marcaron y de los que escribió sus biografías, James Joyce (1999) y Lord Byron (2009), ambos citados en esta corrosiva y moderna trilogía.