Astor Piazzolla, un Gershwin argentino
El celebrado bandoneonista, que vivió y trabajó en Nueva York, llevó la música popular a terrenos insospechados
Lo llamaron Astor en homenaje a Astor Bolognini, violonchelista amigo de su padre, Vicente. La historia de este pisciano -como él se reconocía- comenzó el martes 11 de marzo de 1921 en Mar del Plata a las dos de la madrugada, y su vida, aunque no su historia, se cerró hace 25 años, el 4 de julio de 1992, en Buenos Aires, después de una penosa enfermedad, que puso fin a su prolífica producción cuando seguía desarrollándose con una enorme potencialidad creadora en París. En 1942, a los 22 años, se casó con Odette María Wolf ("Dedé"), bella argentina con sangre alemana y francesa, que le dio sus únicos hijos: Diana y Daniel. Pero hasta llegar a eso pasaron muchas cosas, entre otras vivir desde los 3 hasta los 16 años en Nueva York, con una interrupción de nueve meses, por una vuelta a Mar del Plata, en un intento de sus padres, Vicente y Asunta, de reinstalarse en esa ciudad, lo que lograron en 1937.
Esos años neoyorquinos le dieron al músico una base cultural-emocional que selló su vida, a través de las vivencias que significaron sus rebeldías escolares, la amistad con sus primos ítalo-americanos de Nueva Jersey, las pandillas de las que formó parte, sus rechazos al solfeo y sus primeros maestros musicales; más ese primer bandoneón de segunda mano, con 50 notas metálicas y estuche de madera, que aprendió a tocar solo, mientras recibía lecciones de piano de un maestro húngaro, discípulo de Rachmaninov, que le descubrió a Bach y a Mozart, enamorándolo de esos autores de tal manera que abandonó sus correrías por las calles de Manhattan donde tocaba la armónica o hacía zapateo americano por monedas. Y cómo obviar el hecho mágico de conocer a Carlos Gardel a los once años, hacer de extra como canillita en una de sus películas y acompañarlo a las tiendas para hacerle de intérprete idiomático en sus compras.
El destino estaba tramando algo especial para el joven Astor. Se ha escrito muchísimo acerca de su desarrollo musical, desde sus inicios a los 18 años como bandoneonista de Aníbal Troilo -y su arreglador después- en decenas de notas periodísticas. Todo ello me exime de endilgarles hoy a los lectores una extensísima relación cronológica de su producción, por demás ya muy conocida, incluyendo la obtención de una beca del gobierno de Francia para estudiar contrapunto y composición con Nadia Boulanger. Sin dejar de mencionar algo tan fundamental como fueron sus cinco años de estudio con el maestro Alberto Ginastera, que fue su primer maestro y de quien fue su primer discípulo. Y me detengo aquí porque sólo pretendo recordarlo con el modesto aporte de mi testimonio personal a través de algunos encuentros en nuestra larga amistad fundada en Nueva York a partir de 1958, cuando ya llevaba yo más de una década escuchando sus grabaciones en los discos de pasta de 78 revoluciones.
Astor vivía en la calle 92 y Broadway, del lado oeste de la ciudad, a una cuadra del Central Park. Lo acompañaban Dedé, Daniel y Dianita, que andarían por los diez o doce años. En ese departamento, por el cual pasaron decenas de artistas, recaló un sábado por la tarde Juan Carlos Copes con su compañera María Nieves, que venían de Puerto Rico y llegaban por primera vez a Nueva York. En ese tiempo, Astor estaba trabajando en la música de un ballet para Ana Itelman sobre el tema de "El hombre de la esquina rosada". Ya había creado su entrañable "Adiós Nonino" cuando se enteró de la muerte lejana de su padre, que lo sumió en una profunda tristeza. También apareció por entonces fugazmente en un par de importantes programas de la televisión local, y trabajaba por las noches casi de manera permanente en el Chateau Madrid, un excelente lugar nocturno de música y copas. Gracias a Victoria Ocampo conocí en Nueva York a Igor Stravinsky y a su mujer, Vera; ello me permitió presentárselo a Astor, y esa circunstancia fue muy reveladora de la poco conocida timidez de nuestro músico frente a sus ídolos, porque ante la sorpresa de que se había convertido en realidad mi promesa de presentarle al gran músico ruso, ya frente a él, no le salía ni una palabra de saludo, sus piernas, como él mismo contó en algún reportaje, temblaban y no podía articular una sola palabra en su fluido inglés. Sólo al día siguiente pude reunirlos y hacer provechoso para Astor el encuentro.
También supe por él de otra circunstancia demostrativa de su gran timidez frente a una persona que admiraba artísticamente con pasión: Greta Garbo. Me lo contó en Nueva York al día siguiente de ocurrido el hecho, que fue estar sentado al lado de la actriz en un vuelo en primera clase de Air France, de París a Nueva York, con motivo de su participación en un concierto en el Madison Square Garden. La gran capelina cubría el rostro de la actriz y la inmovilidad de su sueño, que la mantuvo sentada durante todo el viaje sin pedir siquiera un vaso de agua, le impidió a quien era normalmente muy audaz y capaz de cualquier picardía o estratagema inventar nada para intercambiar un par de palabras con ella. Eso le impidió pegar un ojo durante toda la noche del viaje, y lo hizo sentirse frustrado. Su amada actriz "pasó la noche con él", durmió a su lado, y nada, ni una palabra. Al día siguiente interpretaba con su bandoneón y los cincuenta músicos de la Filarmónica de Nueva York tres de sus propios temas orquestados por él para ese maravilloso conjunto.
Después de nuestra estadía en Nueva York coincidimos en Buenos Aires, donde reanudamos la vida nocturna. Con varios amigos seguíamos sus actuaciones en diversos boliches, como Jamaica, La Noche y 676, y sus conciertos en universidades. Astor tenía grandes admiradores y numerosos detractores que negaban que su música fuese tango. Pero Astor decía que había sido admirador, y seguía siéndolo, de las orquestas de Julio de Caro, Osvaldo Fresedo, Elvino Vardaro, Osvaldo Pugliese y Aníbal Troilo. Como también manifestaba su admiración, entre otros músicos, por Horacio Salgán, Atilio Stampone y Leopoldo Federico. Pero no podía escribir ni sentir como ellos por no poder ni querer imitarlos. Y en cuanto a lo que se decía acerca de que empleaba ritmos y armonías modernas en sus tangos, sencillamente aclaraba que se trataba del "nuevo tango" y que no sería un error vaticinar que eso que hacía en ese momento, en un futuro no muy lejano, habría de ser calificado de antiguo.
Después, la vida y los trabajos nos llevaron por distintos países, pero seguimos escribiéndonos y encontrándonos en distintas ciudades, también en Nueva York e incluso dos veces en Estocolmo. La primera, siendo yo entonces embajador en Suecia, lo acompañé en un deslumbrante concierto con su quinteto, en el mejor teatro de la ciudad, colmado en su capacidad para 1200 espectadores, que dejó más de trescientos fuera de la sala. La grabación de ese concierto, con las palabras previas de Piazzolla en su fluido inglés, se sigue pasando todavía hoy, después de más de treinta años, en la Radio Sueca. La segunda vez, lo acompañé cuando participó con el mismo quinteto meses después, en verano, en un festival de jazz a orillas del Báltico.
En los comienzos de los años cincuenta, con mis jóvenes amigos ya considerábamos a Astor Piazzolla un equivalente de George Gershwin porque, como él, estaba creando una gran música a partir de las raíces populares de la ciudad. Y a pesar de no haber sido un "típico tanguero", o quizá justamente por eso, llevó el tango a terrenos insospechados, donde acaso ya no hacía falta sentir "el temblor de las baldosas de un bailongo", sino más bien la kepleriana música que produce la Tierra al desplazarse en el Universo.
Periodista y escritor