Arturo Illia, 40 años Mitos, falacias y verdades
Hace cuatro décadas,secundado por un eficaz equipo económico, el político radical llegaba al poder. Criticado por la prensa,resistido por un sector delperonismo y los militares,su gobierno terminaría derrocado a pesar de sus logros
Una de las falacias que enriquecieron nuestro anecdotario político fue la que justificaba el derrocamiento de Arturo Illia por su escasa representatividad electoral y su supuesta inoperancia en el Gobierno. Se repetía que los votos en blanco lo habían superado en las elecciones y no era cierto; se le enrostraba falta de aptitudes y luego se demostró que había sido uno de los gobernantes más honestos y eficientes de las últimas décadas.
Illia no entró por la ventana. A pesar de que seguía vigente la absurda proscripción del peronismo y de que éste aún se manifestaba a través del voto en blanco, en esa elección de 1963 la cantidad de sobres vacíos no pasó del 18 por ciento, mientras que Illia superó el 25. (Hoy sería un punto por encima de Menem y tres más que Kirchner).
Regía la vieja Constitución del 53 y se necesitaban 239 votos en el colegio electoral. Illia contaba con los 170 electores de la UCR del Pueblo; Oscar Alende, con los 107 de la UCRI; y Pedro Eugenio Aramburu, con los 75 que sumaban Udelpa y el Partido Demócrata Progresista. Salvo Alende -que intentaba negociar sus electores-, el resto de los partidos (demócratas cristianos, conservadores, socialistas, neoperonistas y agrupaciones provinciales) ofrecieron su apoyo espontáneo para consagrarlo Presidente. Así, a los 64 años, Illia fue legitimado por la mayoría absoluta del colegio electoral y el 12 de octubre de 1963 juró ante la Asamblea Legislativa.
Sobre su tan mentada lentitud e inoperancia administrativa -se lo identificaba como una tortuga-, veamos el saldo de su gestión. En tres años de gobierno, Illia logró superar la dura recesión heredada con una política de corto plazo que volvió a poner en marcha el crecimiento. Durante 1964, el PBI aumentó en un 10,3 por ciento y, al año siguiente, fue del 9,1. Ese incremento acumulado de un 20,3 en apenas dos años implicaba una extraordinaria cantidad de bienes y servicios adicionales puestos a disposición de la sociedad.
La actividad de las industrias manufactureras, que representaban entonces la tercera parte del PBI (la producción agropecuaria era un sexto), registró un aumento del 18,9 por ciento en el primer año y del 13,8 en el segundo. O sea que, en dos años, la producción industrial subió el 35,3 por ciento (más de una cuarta parte). De este modo la industria, que en 1961 había logrado una participación máxima en el PBI con el 31,9 por ciento, superó ese coeficiente en 1964 con el 32,5 y alcanzaría en 1965 un récord del 33,9 por ciento.
Estas cifras no son las de una administración precisamente inoperante. Comparándolas con las de la gestión inmediatamente posterior, la tortuga habría resultado mucho más veloz que las liebres que la sucedieron.
Sin dilaciones
El eficaz equipo económico de Illia tenía nombres y apellidos. Bajo la capitanía de Eugenio A. Blanco se alineaban Roque Carranza, Félix Elizalde, Bernardo Grinspun, Alfredo Concepción y Carlos García Tudero. Cuando falleció Blanco, el ministerio de Economía pasó a manos de Juan Carlos Pugliese.
Fueron ellos quienes impulsaron la actividad dinámica de la industria manufacturera y los que lograron aumentar las exportaciones de 1200 millones de dólares en 1962 a 1500 millones en 1965, con un récord de 877 millones en el primer semestre de 1966. Fueron ellos quienes disminuyeron la deuda externa de 3390 millones de dólares en 1963 a 2650 millones en 1965, sin necesidad de tocar las reservas de oro y divisas guardadas en el Banco Central ni de pedir préstamos al Fondo Monetario. También fueron ellos los encargados de sanear el presupuesto nacional, que venía carcomido por un déficit del cincuenta por ciento del gasto total y con varios meses de atraso en el pago de sueldos.
Estamos hablando de un staff respaldado por un presidente que tuvo la valentía, para esa época, de iniciar las exportaciones de trigo a China comunista, cuando no existían relaciones diplomáticas ni consulares con ese país. Ni siquiera las tenía Estados Unidos. No obstante, para Illia no hubo misterios ni dilaciones: "Diversificamos nuestros mercados comerciando con todos los países del mundo, sin reticencias de ninguna naturaleza", explicó con total sencillez.
La racionalidad y el correcto manejo de las cuentas públicas hizo que aquella administración se caracterizara por un sentido profundamente ético de la acción de gobierno, sin que se conociera un solo caso de corrupción administrativa. Era su obligación, por cierto, pero, visto a la distancia, éste sería un fuerte rasgo de distinción en la historia argentina del siglo veinte.
Sin embargo, el gobierno de Illia no tenía buena prensa. Menospreciando el creciente poder de las comunicaciones, el punto más vulnerable -y pareciera que incurable- del radicalismo, el presidente se jactaba de no gastar un solo peso de los contribuyentes en publicitar sus actos de gobierno ni en intentar personalmente convencer a nadie de la bondad de su gestión administrativa. Pensaba que el pueblo se daría cuenta solo de las bondades de su administración y se quedó encerrado en esa terrible ingenuidad, frente a un adversario de la magnitud política del peronismo.
Es que en su primer viaje por Europa, Illia había visto de cerca el apogeo de los regímenes totalitarios de Hitler, Mussolini, Franco y Stalin y, por su acendrada vocación democrática, le aterraba pensar en la manipulación informativa. Eso explica -pero no justifica- su aislamiento de los hombres de prensa, su falta de diálogo con los medios, la subestimación de una oficina encargada del área informativa que, aunque no hubiese podido frenar la marcha golpista, habría servido para neutralizar los efectos mediáticos del Plan de Lucha de la CGT iniciado en febrero de 1964.
En apenas dos meses se produjo la toma de diez mil fábricas y talleres. Mientras la población asistía impávida a esa descontrolada gimnasia sindical -estimulada desde los comandos militares-, la conspiración castrense programaba la toma del poder. Su complicidad con el ámbito gremial tendría un alto precio: el traspaso de las obras sociales a los sindicatos, un negocio para los bolsillos de sus dirigentes. Detrás de todos ellos se maquillaba un presunto estadista, el general mesiánico Juan Carlos Onganía.
La sensación de que el gobierno estaba a la deriva mientras el país se sumergía en una grave crisis social se fue extendiendo cada vez más y ya nadie tendría dudas de que Illia era una tortuga. Fue en ese marco que llegó el presidente Charles de Gaulle -a principios de octubre de 1964-, cuya visita sería aprovechada por el peronismo para identificarlo con su líder y organizar manifestaciones callejeras al grito de "¡Bienvenido General!", como expresión reivindicatoria del jefe de ese movimiento.
Dos meses después, a Perón se le ocurre volver de su exilio madrileño, pero por pedido del gobierno argentino es detenido en Brasil y debe regresar a España. Es ésta una nueva y muy dura crítica al gobierno de Illia, quien a pesar de todo le estaba cumpliendo al secretario general de la CGT, José Alonso, la promesa de ir eliminando la proscripción. Y a tal punto lo hizo que el peronismo ganó las elecciones de diputados nacionales en marzo de 1965 a través del partido Unión Popular, al obtener 2.848.000 votos contra los 2.600.000 de la UCRP.
Al año siguiente Perón envió al país a su tercera esposa con instrucciones precisas para desmontar el liderazgo local de Augusto Vandor -al que él no toleraba- y debilitar al sector neoperonista, que había logrado integrarse al mecanismo democrático a través de un bloque de 52 diputados que cumplían pacíficamente con su labor. Temeroso de perder el control, el líder no quería saber nada ni con Vandor ni con los neoperonistas; no le interesaba la estabilidad del sistema.
Aún con sus notorias limitaciones, Isabelita contribuyó en sus recorridas a movilizar a una militancia que producía durísimos enfrentamientos con el Gobierno, lo que agudizaba el deterioro de su imagen. Dentro de la amplia libertad de expresión que imperaba en todo el país, algunos medios se hacían eco de las críticas más despiadadas
En Primera Plana
Los radicales siempre se sintieron víctimas de una campaña orquestada para derrocarlos y tal vez tengan razón, pero a mí me tocó navegar dentro del buque de guerra que más bombardeaba al gobierno y aun así tengo una visión diferente. Habiendo integrado la inolvidable redacción de Primera Plana y conocido muy bien a todos sus tripulantes -sobre todo a la oficialidad-, me atrevo a afirmar que la artillería descargada contra Illia respondía más a una actitud de soberbia y de inmadurez profesional que de intención conspirativa. Es que en aquella brillante revista se respiraba el típico aire de superioridad que suele prevalecer en los medios exitosos y que suele obnubilar a los periodistas, haciéndonos creer muchas veces que somos más importantes que los protagonistas de los sucesos. Fui testigo de ese esnobismo enraizado en Primera Plana, donde una generación de intelectuales que sobresalían por su talento -y a quienes les agradezco el haber recibido una formación profesional de primera calidad- era envidiada por todos los colegas. En ese ámbito, naturalmente Illia debía ser fácil motivo de burlas y su gobierno objeto de constantes impugnaciones, aunque estuviera resolviendo la construcción del complejo Chocón-Cerros Colorados, aunque se negase a enviar tropas a Santo Domingo como quería Estados Unidos, aunque implantara el salario mínimo, vital y móvil, aunque defendiera el Estatuto del Docente y aunque destinara la cuarta parte del presupuesto a la educación. Nada de eso parecía meritorio. Resultaba más divertido ironizar con la esposa del presidente y producir una nota tilinga sobre los modestos hábitos de vida matrimoniales en Cruz del Eje.
Nunca olvidaré que la única opinión disonante era la de Osiris Troiani, de quien se mofaban porque defendía a Illia. Hasta que en una fuerte discusión levantó la voz: "¿Ustedes no se dan cuenta de que están serruchando la rama del árbol donde están sentados? ¡Después que lo echen a este viejo, los fascistas van a venir aquí a cerrar esta revista!". Osiris, que se había iniciado en el oficio durante los años nefastos de la mordaza peronista, sabía de qué hablaba. El tiempo le daría la razón.
Cuando las críticas se hicieron feroces y las águilas guerreras comenzaron a sobrevolar la casa rosada, ya no hubo retorno. A los generales golpistas no les importaba que el presupuesto, del cual ellos dependían, volviera a estar equilibrado, ni que la economía exhibiese una sólida recuperación. Tampoco les interesaba a los sindicalistas que el sector laboral, razón de ser de ellos mismos, tuviera pleno empleo y que recibiera más del cuarenta por ciento de la distribución del producto bruto interno. Era más fuerte la idea de que el gobierno no servía para nada y de que la tortuga debía ser reemplazada por un león, "un jefe de Estado con energía", como preanunciaban los analistas de entonces.
La proscripción del peronismo en el origen de aquel Gobierno le servía de pretexto a la alianza militar-sindical para descalificarlo. Pero era una excusa perversa, pues el golpe de Estado del 28 de junio de 1966 se haría finalmente para impedir las elecciones en la provincia de Buenos Aires, donde el peronismo hubiese podido ganar la gobernación y ampliar su bloque parlamentario, terminando de reintegrarse pacíficamente al sistema. Era lo que buscaba Illia. Su desalojo, en cambio, cerró los caminos, acunó a la guerrilla con sus asesinatos y generó la feroz represión que todos conocimos. La primera víctima fue Aramburu; le siguieron Vandor y Alonso. Después vino todo lo demás.
Hoy la figura de Illia emerge de las tinieblas de nuestra historia política como un punto de referencia indiscutible. Todos terminarían pidiéndole disculpas, desde los militares que lo destituyeron hasta los periodistas que lo difamaron. Me enorgullezco de haber estado entre los pocos que lo defendían, aunque sin ser escuchado. Para cerrar esta nota vendría de perillas una frase con la que Troiani apostrofó a sus colegas cuando Onganía mandó clausurar Primera Plana y nos quedamos todos sin trabajo. Pero ésa es irreproducible.