Arturo Humberto Illia, nuestro Gandhi
“Lo que la gente experimenta es el lenguaje sobre los acontecimientos políticos, no los acontecimientos en cualquier otro sentido: incluso desarrollos cercanos a nosotros toman su significado del lenguaje que los describe. De modo que el lenguaje político es la realidad política.” (Murray J. Edelman, 1919/2001)
Este 18 de enero se cumplen cuatro décadas del fallecimiento del Dr. Arturo Humberto Illia, ocurrida a sus 82 años. Nos parece momento oportuno para ocuparnos de la personalidad de este médico que dedicó toda su vida tanto a los enfermos como a la política, llegando a ocupar la Presidencia de la Nación.
Por eso nos atrevemos a afirmar que, en la Argentina, tuvimos nuestro Gandhi. No lo supimos reconocer. Y, para mejor describir la situación, quienes sí se dieron cuenta -casi de inmediato- a quién tenían en frente, fueron los opositores. Por eso machacaron una y otra vez buscando convencer a la población que las virtudes exhibidas por el presidente no eran otra cosa que errores y desatinos cometidos por una persona alejada de la realidad, mentalmente envejecida y que estaba conduciendo a la nación al abismo más profundo. Está claro que, de haber sido eso realidad, les habría resultado mucho más sencillo dejarlo estrellarse para recibir el gobierno sin más trámites que una democrática elección. Pero no. Conspiraron y conspiraron hasta conseguir el objetivo.
Los opositores, conocedores de la formación espiritual e intelectual de Illia, comprendieron que ese hombre utilizaba herramientas para ellos desconocidas. Practicaba la serenidad, el desapego, la perseverancia, los silencios, dedicaba largos tiempos a la reflexión, no improvisaba. Se hacía tiempo tanto para la siesta diaria como para los minutos cotidianos de meditación (si, el presidente practicaba técnicas orientales de meditación), mantenía permanente su aplomo y nada parecía inquietarlo.
El budismo tanto como la Teosofía eran asuntos integrados a su vida diaria. Desde mucho antes de ser, siquiera, candidato a presidente de la República. De allí su profundo desapego a los bienes materiales que lo caracterizó desde joven. ¿De qué otro modo puede explicarse que en aquellos años ejerciendo la medicina en la provincia de Córdoba la gente lo bautizara “el apóstol de los pobres”, habida cuenta de su permanente dedicación a enfermos sin recursos, viajando a caballo, en sulky o a pie; y hasta les llevándoles medicamentos que él adquiría con dinero propio? Conductas sorprendentes para la sociedad de consumo, pero no para un practicante del budismo que -ante todo- sostiene la importancia del desapego.
Bien ha dicho su hijo Leandro Hipólito Illia: “Mi papá trajo algunas ideas y costumbres avanzadas para la época: como por ejemplo el budismo y el pacifismo gandhiano”.
Nada más claro para explicar esas conductas que le fueron aviesamente criticadas. ¿Lentitud? ¡De ninguna manera! Maceración de las ideas y los proyectos hasta el tiempo en que se encontraran maduros para la realización eficiente. Como lo haría cualquier persona responsable de sus actos.
El viejecito, confundido, que sentado en Plaza de Mayo daba de comer a las palomas. ¡Esa fue la imagen difundida por la prensa opositora! ¿Cómo el presidente habría de estar perdiendo tiempo jugando con palomas frente a la Casa de Gobierno? ¡Un verdadero inútil!, repetían sus detractores. Claro que si se hubiera tratado del mismo Gandhi hilando en la rueca, expresarían elogios. Pues, de la misma forma que el Mahatma se concentraba hilando, Illia lo hacía vinculándose con la Naturaleza a través de las palomas, el cielo, el aire, los árboles. O escapando, sin que lo supiera su propia seguridad, para escuchar música, de incógnito, en un sitio a resguardo del Teatro Colón.
Como hemos dicho, sus opositores comprendieron bien esto. Por lo que le temieron. Vale señalar que en el libro Arturo Illia: un sueño breve, de los historiadores Celso Rodriguez y César Tcach -escrito a partir de documentos desclasificados de la embajada norteamericana- hace referencias a las intrigas del político Américo Ghioldi, quien compara a Illia con Buda. Es decir, conocían bien a quién se enfrentaban.
“… sus características personales, taciturno casi enigmático, de autodominio y férrea serenidad. Convencido de que la solución era propagar la calma, nadie podría disuadirlo; la firmeza en la toma de decisiones se basaba en la plenitud de sus convicciones, a las que llegaba luego de meditar, sin prisas, con profundidad y sobre la base de argumentos racionales”, han manifestado tanto su hija Emma Silvia Illia así como quien fuera su secretario de Hacienda, Carlos García Tudero, en diálogo con Miguel Ángel Taroncher para su libro La caída de Illia.
Emma explicará, además, que su padre contaba con “formación en la doctrina teosófica.” ¿Qué significa esto? Pues bien, la Teosofía fue fundada en 1875 por un grupo de personas interesadas en el esoterismo y la espiritualidad entre quienes se destacó Helena Petrovna Blavatsky (1831/1891) quién la definió como una sabiduría sin edad, eterna, que no es otra que el conocimiento de la verdadera realidad. La Teosofía propone que todas las religiones surgieron a partir de una enseñanza única o tronco común, que ha quedado oculta bajo el velo de las doctrinas que se fueron elaborando con el transcurso de los siglos, lo que permitió – en numerosas ocasiones – la enseñanza original (la Tradición) fuera trastocada, alterada, fraguada. En la Argentina, numerosas personalidades relevantes adhirieron a la Teosofía, entre ellos Joaquín V. González, José Ingenieros, Leopoldo Lugones y Alfredo Palacios.
Este año se cumplen 120 del nacimiento de Arturo Humberto Illia, nacido en la localidad bonaerense de Pergamino el 4 de agosto de 1900 y fallecido en Cruz del Eje (Córdoba) el 18 de enero de 1983. Es de habitual conocimiento que fue médico y llegó a Presidente de la Nación. Lo que no todos conocen -y por eso conviene subrayarlo- es que se trató de un político de larga y vital trayectoria. Ocupó los cargos de senador provincial y presidente de la legislatura de Córdoba, diputado nacional, vicegobernador, gobernador electo en 1962, pero no pudo asumir pues los comicios fueron anulados por Arturo Frondizi.
No somos los primeros en advertir la condición gandhiana de Illia. Ya Marcos Aguinis, en un artículo publicado en el diario La Nación del 23 de junio de 2016, escribió: “Su carácter, modestia y jerarquía moral lo convierten en el Mahatma Gandhi de la política argentina”.
Y, para finalizar, valga recordar que, en 1982, Arturo Illia fue distinguido con el Premio Internacional Mahatma Gandhi “por los servicios prestados para la humanización del poder”. Nada más justo, ciertamente.
Doctor en Psicología Social