Arrojándonos palabras
En nuestro ya habitual ejercicio del odio, los argentinos nos hemos acostumbrado a arrojarnos palabras. Es el objeto más contundente; sobre todo cuando se utilizan palabras aparentemente indiscutibles. El truco consiste en resaltar el significado que favorece a la propia parcialidad y esconder o invisibilizar algunas de las implicancias que no convienen. De este modo, el impacto que producen en las filas enemigas es más contundente.
Me interesa aquí poner la mirada sobre tres de esas palabras que hoy están siendo arrojadas de un lado hacia el otro de la grieta.
La primera es justicia. La mentada reforma de la justicia enuncia intenciones nobles. ¿Quién no desea una justicia menos opaca, que juzgue imparcialmente y en plazos razonables? De hecho varios puntos de la reforma van en esa dirección. Un problema es que en este intento de reforma difícilmente se logra esconder que algunos aspectos parecen más bien un traje hecho a medida...no precisamente de los más necesitados. Y además (un aspecto más invisibilizado), es una reforma que no termina de atender a los problemas grandes de acceso a la justicia que tienen los sectores más empobrecidos.
Actualmente sigue siendo difícil que en determinados barrios marginados a mujeres les acepten las denuncias de violencia de género; las sedes judiciales están lejos de los barrios más carenciados, las personas de los sectores populares caen fácilmente en manos de "caranchos" o profesionales inescrupulosos por carecer de asesoramiento cercano y accesible. Es bastante claro, además, que las cárceles están llenas de pobres. ¿Son ellos los únicos que delinquen? Como se ve hay mucho por reformar aún...
La segunda palabra es república. Palabra sagrada para la democracia. Los defensores de la república atacan a los otros diciéndoles que pisotean las instituciones que deberían preservar y defender. El problema que estos críticos suelen dejar en las sombras es que la república, hoy por hoy, no ampara a todos. Quien no tiene acceso al trabajo y a la comida difícilmente puede apreciar las bondades de la república. Hacer referencia a la república es, no pocas veces, un ejercicio de lanzamiento de palabras. Suele ocurrir además que ese elogio de la república lo hacen quienes tienen las necesidades básicas satisfechas y tienen, por ejemplo, cómo pagar un abogado o han recibido educación que les asegura determinado estándar de vida. Algo que lamentablemente la república hasta ahora le ha negado a muchos. Si la república no contiene a todos, algo está mal. Algo tenemos que revisar en la práctica republicana y en el discurso.
La tercera palabra es mérito. Encarnizada e interesada es la discusión acerca de la meritocracia. Es claro que la negación del mérito como criterio de valoración civil implica negar cosas obvias: escalas laborales, concursos universitarios, ascensos en reparticiones públicas y una larga lista de etcéteras. Negar el mérito tiene sus contradicciones evidentes. Aunque también habría que mirar cuidadosamente algunas de las implicancias que esconde el término cuando una parcialidad se lo arroja a la otra. "Yo tengo lo que me merezco"...por lo tanto el que no tiene es porque no se lo merece. Los pobres no tienen porque no merecen, porque son unos "negros vagos", unos "planeros" "acostumbrados a vivir del estado"...ellos se merecen lo que les pasa. Esa perversa culpabilización de los pobres por su situación, no es nueva, y no es exclusiva de nuestra sociedad; pero a poco de andar, se deja ver en la base de cierto discurso meritocrático utilizado como un arma arrojadiza.
Estas peleas tan caras para algunos, y amplificadas a gusto por muchos medios y redes sociales, dejan de lado e invisibilizan sistemáticamente los problemas y necesidades de las grandes mayorías empobrecidas, que necesitan, por ejemplo, que la justicia los libere de los narcos y les permita vivir en paz y con trabajo, que necesitan que la república los cobije también a ellos, con el derecho de la educación de calidad para poder ascender socialmente.
Deberíamos tener más cuidado con las palabras, porque nombran realidades. Y las realidades involucran personas.
Es verdad que los problemas a resolver son muchos. Al menos podríamos comenzar por dejar de arrojarnos palabras, y empezar a usarlas para construir una patria sin odios.
Superior provincial de los jesuitas de Argentina y Uruguay; vive y trabaja en el conurbano