Arrancar de raíz las estructuras que aparecen dispuestas a arrasar con todo
En países como la Argentina, cada vez que alguien promueve una reforma constitucional lo hace por las malas razones; invocando la “democratización” del poder, miembros de la elite de gobierno buscan cambios en beneficio propio
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En Sobre la revolución, publicado en 1963, Hannah Arendt reafirmó su admiración hacia el modelo constitucional de Estados Unidos, que, en buena medida, se reproduciría luego en toda América Latina. En esa obra, Arendt consideró el sistema constitucional de EE.UU. más atrayente y efectivo que el derivado de la otra gran “revolución” del siglo XVIII, es decir, la Revolución Francesa. Sin embargo, dicho encantamiento hacia EE.UU. y su Constitución no habría de durarle toda la vida, aun cuando sigue asociándose a Arendt, entre otras cosas, con una encendida defensa del modelo americano. De hecho, y como pensadora “libre” y autocrítica que siempre fue, Arendt se desdijo de algunos de los juicios más categóricos que había escrito al respecto, en Sobre la revolución, apenas 10 años después. Ello así, luego de la conmoción que le causara el desarrollo de la causa de Watergate.
En una conocida e interesantísima entrevista que le hizo Roger Ferrara, en 1973, en Nueva York, Arendt habló entonces de lo que consideraba la primera “crisis constitucional” grave que reconocía en EE.UU., y la relacionó con un “choque frontal entre los poderes Legislativo y Ejecutivo”. Fue entonces cuando admitió –contradiciendo sus posturas previas en la materia– que “la propia Constitución” era, “de algún modo, culpable” de lo que había ocurrido. Si podía llegarse a tal conclusión –continuó Arendt– era porque los autores de la Constitución norteamericana no habían contemplado “en modo alguno la posibilidad de que surgiera una tiranía a partir del Poder Ejecutivo”, cuando –en verdad– el riesgo de un gobierno tiránico se derivaba “naturalmente” y “con más frecuencia” de los excesos del poder concentrado en el Ejecutivo. Preocupados por resguardar los “derechos de las minorías” frente a los potenciales abusos de la “mayoría,” el sistema constitucional norteamericano se había blindado bien ante las potenciales arbitrariedades del Legislativo, pero había hecho poco por aventar los riesgos propios de la concentración del poder en manos de una elite. Contra esta última realidad, Arendt se pronunció entonces (como ya lo había hecho otras veces) en favor de un “debate público” robusto (para “todos los asuntos que no admiten un cálculo seguro”), y por una organización del poder diferente, capaz de mantener al poder más “al ras de la tierra”, y en línea con el viejo adagio de potestas in popolo.
Medio siglo después de aquella autocrítica de Arendt, el problema descripto, vinculado con los riesgos generados por el poder concentrado, sigue mostrándose tan actual como entonces. Con algunas diferencias relevantes que convierten a la situación presente en más preocupante que la del pasado. En primer lugar, en todas partes –y de manera especial en América Latina– vemos la consolidación de aquel temido escenario de poder concentrado en unos pocos, y ciudadanos constitucionalmente “maniatados” (es decir, ciudadanos con enormes dificultades para actuar, responsabilizar y decidir institucionalmente).
Por lo demás, la “consolidación” de esa situación institucional implica también –y sobre todo– que sus protagonistas han aprendido a utilizar las herramientas de que disponen (formales e informales; vinculadas con el uso de la coerción y derivadas del uso del dinero) para mantener y expandir sus propios privilegios. Peor: hoy nos cuesta muchísimo reconocer que una parte no menor del problema en juego la tiene “la propia Constitución” y, en general, nuestro sistema de organización institucional. Frente a cada crisis, prestamos atención –con razón– a la economía, al tejido social deshecho, a una dirigencia política autointeresada y de miras cortas, pero descuidamos toda consideración sobre el entramado institucional. Todo lo relacionado con esto último nos resulta complejo, y por lo tanto ajeno, y por eso, finalmente, irrelevante: pura “jactancia de los intelectuales”. Arendt entendía bien que este razonamiento era erróneo: los arreglos institucionales (más precisamente, ciertos arreglos institucionales) resultan fundamentales para la preservación de derechos y libertades. No se trata de “meros lujos” propios de países ricos.
Para tornar las cosas aún más complicadas, en países como la Argentina, cada vez que alguien invoca o promueve una reforma constitucional sobre su parte “orgánica” –sobre su “sala de máquinas”– lo hace a partir de las malas razones, o a través de los malos medios. Es cierto, como sostenía Arendt, que la Constitución debe trabajar, de manera muy especial, para asegurar la protección de los derechos individuales; como es cierto que, por lo mismo, deben ponerse límites institucionales a los posibles “excesos mayoritarios.” Sin embargo, es un gravísimo error pensar que los derechos individuales resultan primariamente amenazados o recurrentemente violados por el poder de las “mayorías”, y no por el poder concentrado. Como consecuencia de este grave error de diagnóstico, nuestras constituciones se muestran, aun hoy, muy resistentes ante la formación y expresión de la voluntad ciudadana, pero a la vez totalmente permeables frente a los abusos del poder concentrado: como si el problema (de la violación de derechos) solo pudiera originarse en la ciudadanía. El resultado: “manos atadas” para la ciudadanía (que carece de herramientas institucionales para controlar efectivamente al poder, o para discutir y decidir por sí misma sobre los asuntos públicos que más le importan), y “manos libres” para la elite en el poder (que puede pactar con sus pares una expansión de sus privilegios –sueldos extraordinarios, aumentos salariales de excepción, no pago de Ganancias– y transferir alegremente los costos de tales decisiones sobre todo el resto).
Peor aún: reconociendo la presencia “en el aire” de variadas y repetidas demandas de cambio institucional en una dirección más “democrática” (reformas más sensibles a los reclamos ciudadanos), muchos miembros de la elite de gobierno promueven cambios en beneficio propio, aunque invocando, por supuesto, el objetivo último de la “democratización” del poder. Algunas de las facciones políticas hoy prevalecientes terminaron por especializarse en esa falsía de “medios viles en nombre de fines nobles”. Conocimos entonces proyectos de “democratizar la Justicia”, “democratizar el Consejo de la Magistratura”, “democratizar el Ministerio Público”, destinados siempre al mismo fin: reforzar el propio poder, incrementando la propia capacidad de control sobre el órgano “reformado”. Eso sí, siempre en nombre de la democracia y del pueblo.
El problema es de larga data y no se limita a un solo grupo político. La reforma constitucional del 94 mezcló impulsos “viles” (i.e., la reelección presidencial) con iniciativas valiosas y “nobles” (i.e., modernizar la declaración de derechos). Sin embargo, en todos los casos, predominó una idea “vieja” del constitucionalismo, que confundía “democratización” con “politización”, y colapsaba la idea de “lo político” en la noción de “partidos políticos”. La peor ilustración en la materia es la que nos brinda hoy un joven y decadente Consejo de la Magistratura. Incorporado en la Constitución argentina a partir de la reforma del 94, el Consejo tuvo como uno de sus fines más importantes el de dotar de mayor transparencia y vitalidad democrática al Poder Judicial, pero lo hizo –esperable y lamentablemente– favoreciendo una mayor injerencia de la política partidaria en los asuntos de la Justicia. Otra vez: demasiado lejos de cualquier idea aceptable de “democratización”. El resultado es el que vemos hoy: las desagradables disputas y contubernios que años atrás tenían lugar en el Senado, a puertas cerradas, hoy se reproducen a puertas abiertas, en modos todavía más degradados. En nombre del pueblo, la vieja política solo busca asegurar nombramientos que le garanticen favores o presionar sobre jueces ya designados, hoy a cargo de causas sensibles: impunidad y autoprotección por encima de todo.
Frente a la danza de la vergüenza en la que hoy se ha involucrado nuestra dirigencia, tal vez valga la pena retornar a Arendt para volver, con ella, a pensar en modificaciones institucionales capaces de lograr lo que las instituciones de hoy nos niegan: cambios que pongan el poder “a ras de la tierra”, cambios que arranquen de raíz unas estructuras que aparecen dispuestas a arrasar con todo.