Arqueología de un recuerdo familiar
Un chico solitario se encuentra con un globo rojo que alguien dejó atado a un farol en medio de la ciudad y se hacen inseparables, ese es el argumento de El globo rojo (1956), de Albert Lamorisse, clásico del cine francés que, prácticamente sin más palabras que unas mínimas instrucciones que el niño echa al aire, ganó en su momento un Oscar a mejor guion y la Palma de Oro en Cannes. Volví a ver el film –34 minutos y 17 segundos que en mi cabeza eran un largometraje–, en la plataforma digital del festival Bafici. Me gustaría decir que en cierto modo fue como la magdalena de Proust, porque me devolvió a los sabores de la infancia, pero debo admitir que no vale del todo la comparación: yo no creía olvidado ese recuerdo, sabía de antemano que sobrevendría el efecto. Más bien, fui directo a su reencuentro.
Hablamos mucho de la memoria esta semana, de la memoria voluntaria, la que se ejercita. No de la memoria involuntaria, que entra sin pedir permiso en el azar de nuestros días, que por definición es imposible evocar y que con frecuencia trae anécdotas que tanto nos gusta contar y escuchar. Entre una y otra, la mía es una familia grande que recuerda y hace de las pequeñas historias su combustible. Por extensión también en nuestro pequeño clan de tres pasa algo parecido: mi hija, por ejemplo, prefiere escuchar una buena anécdota a cualquier otra actividad o conversación; te soborna con ellas (“Bueno, ok, me voy a bañar si me contás una anécdota”) y está convencida de que puedo ser tal cantera de relatos que ahora hasta pide a la carta: “Hoy contame una de cumpleaños”, me dijo anoche, y tardé un minuto, a lo sumo, en seleccionar la de aquel día hace no tanto que pasé como de incógnito, en otro país, rodeada de circunstanciales conocidos, sin que nadie se enterara sino hasta el último instante de que acababa de terminar de dar una nueva vuelta al sol.
Con ella vi la película y, no me sonrojo, también la extorsioné (“La miramos y después te cuento”); vale el recurso: no es fácil que una nativa digital apruebe de buenas a primeras que será maravilloso compartir con su madre un mediometraje sin diálogos, filmado hace casi 70 años, en una París que no es precisamente la glamorosa capital que tanto desea visitar. Dominó su ansiedad, salió encantada y quiso la recompensa, por supuesto. Entonces se la di.
Mi papá era un fanático de Le ballon rouge, por él se me hizo inolvidable: me la mostró una y mil veces. Guardaba el afiche debajo del vidrio que protegía la tapa de madera de su escritorio: el nene bajito, caminando en una calle solitaria de pared descascarada, con el globo rojo atado a un hilo en una mano y en la otra el portafolios de cuero para ir a la escuela. “El pasado sólo puede atraparse como una imagen”, pienso en la idea de la fotografía de Walter Benjamin. “¿Por qué le gustaba tanto?”, quiso saber. No sé la respuesta: si saco cuentas, él ya casi era padre de familia y estaba más interesado en la política que en el cine cuando se estrenó la película. Y ya no puedo preguntarle. Consulto más tarde a mis hermanos si también ellos tienen este recuerdo (y vuelvo a Benjamin porque “quien intenta acercarse a su propio pasado tiene que comportarse como un hombre que excava”). Me responden primero, sin mucho entusiasmo, que “sí, hablaba de eso”. Con minutos de diferencia recibo desde Mallorca más datos, “que en la época de la videograbadora la mirábamos todo el tiempo”. Un poco después entra un audio; es la hermana del medio que canta una canción sobre un lindo globito de color rojo que –dice– solía entonar la abuela. ¿Por qué no le pregunté a mi padre por su infancia? ¿Habrá sido un chico solitario, ingenuo, con un maletín de cuero? ¿Cuál fue su magdalena mojada en té?
Me prendo a la relectura y busco Crónica de Berlín en la biblioteca: no está en la “B” el ejemplar que publicó El cuenco de plata, ¿dónde lo dejé?, no recuerdo si lo presté. Internet me devuelve lo que busco, que definitivamente no es lo mismo, pero me sirve para seguir este hilo, que ahora no quiero soltar. “El que un buen día ha empezado a abrir el abanico del recuerdo, ese siempre encuentra nuevas piezas, nuevas varillas, ninguna imagen le es suficiente, pues se ha percatado de que podría desplegarse, de que en los pliegues es donde reside lo auténtico: aquella imagen, aquel sabor, aquel tacto por el que hemos desplegado todo eso; y entonces va el recuerdo de lo pequeño a lo más pequeño, de lo más pequeño a lo ínfimo, y cada vez se hace más fuerte aquello con lo que se encuentra en estos microcosmos. Este es el juego mortal en el que se metió Proust”.