Argentinos varados en el extranjero
Recientemente, un funcionario del Gobierno justificó en las redes sociales la restricción al ingreso de vuelos internacionales invocando la necesidad de evitar la circulación en nuestro país de la variante delta del Covid-19. Salió a su cruce un simple ciudadano señalando la inconstitucionalidad de la medida, que pone en una situación difícil e incluso insostenible a miles de compatriotas varados en el extranjero. En este breve y significativo intercambio se estaban confrontando dos ideas opuestas sobre la justicia y, más precisamente, sobre la dignidad humana. El funcionario presuponía que las personas pueden ser tratadas como instrumentos para alcanzar ciertos fines cuando estos sean de suficiente importancia, por lo cual sería razonable sacrificar el bien de algunos miles de viajeros internacionales para preservar la salud del conjunto de la población. Su oponente reflejaba, por el contrario, la convicción de que la dignidad de cada persona excluye la posibilidad de someterla a semejante trato. Más allá de lo que dictaminen los jueces, lo que está en juego en este caso es el reconocimiento de la persona como “sujeto, fundamento y fin de la vida social” (Pío XII).
Para muchos, sin embargo, lo dicho es reflejo de un moralismo poco sofisticado, propio de quienes “no entienden de política”. En su opinión, plantear los debates políticos en términos éticos –en el contexto de la actual fractura ideológica que sufre nuestro país– solo serviría para “demonizar” al adversario. Pero no es así: sostener que las restricciones al regreso de quienes han viajado al extranjero son gravemente injustas no implica arrogarse autoridad para juzgar la conciencia de los funcionarios responsables. Al contrario, corresponde presumir que ellos procuran sinceramente proteger la salud pública. Pero la cuestión ética no suele plantearse solo en el plano de los fines e intenciones, sino –y con más frecuencia– en el de los medios. Dejar “varados” y librados a su suerte a miles de argentinos en el extranjero, aun invocando importantes razones sanitarias, ¿es o no éticamente aceptable?
Los partidarios de la visión “neutral” de la democracia rechazan este tipo de preguntas porque –en su opinión– nos encerrarían en un debate sobre opiniones subjetivas, tan insuperable como una discusión sobre preferencias en materia de vinos o helados. En política sería necesario mantenerse en el plano “objetivo” de la legalidad y la eficacia. Pero desconectados de una idea correcta de justicia, estos criterios se convierten rápidamente en excusas para la arbitrariedad. ¿Cómo evitar, por ejemplo, la sospecha de que detrás de las razones alegadas, la medida en cuestión está motivada en realidad por el prejuicio social o el cálculo político?
Tenemos el deber de hablar de justicia, y de hacerlo públicamente, porque el respeto de la dignidad humana no es un fruto natural y espontáneo de la democracia: es una tarea permanente. Algunos lo erosionan paso a paso invocando el interés general, mientras otros callan en nombre del pluralismo. Así, atribuyéndose un punto de vista “superior”, unos y otros dan vuelta la cara ante el drama de nuestros conciudadanos varados en el extranjero. Es que los derechos humanos son la cumbre de la conciencia ética de la humanidad. Y como sostiene Jonah Goldberg (El suicidio de Occidente, 2018), si tras haber alcanzado dicha cumbre pretendemos ir más allá, solo podemos hacer una cosa: descender.
Pbro. Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton (Argentina)