Argentina en crisis: de la corrupción a la hegemonía de la mayoría
Llegado 1995, cuando los argentinos le dieron la reelección como presidente de la Nación a Carlos Menem, las investigaciones periodísticas claves que mostraban los niveles de corrupción de aquel gobierno, los manejos opacos en la construcción de su poder político y la potencia productiva en términos de nuevas y polémicas sensibilidades sociales ya habían sido publicadas, todas.
Entre 1991 y 1994, habían salido a la luz primero Robo para la corona, la investigación de Horacio Verbitsky y en el ’92 Los dueños de la Argentina I, de Luis Majul. En 1993, había aparecido El jefe, de Gabriela Cerruti, y en el ’94, Pizza con champán, de Sylvina Walger.
Dos de aquellos libros son ejemplos claros de cómo el tema de la corrupción era insoslayable en aquel 1995 de elecciones. Por un lado, Robo para la corona, cuyo título reproduce una frase atribuida a José Luis Manzano, de acuerdo con la investigación de Verbitsky. Manzano, un nombre que sigue presente en las conversaciones que atraviesan el poder hoy, era por entonces jefe del bloque de diputados del PJ. La frase "robo para la corona" era el latiguillo con el que el diputado insistía, según lo publicado por Verbitsky, para justificar prácticas cuestionables y corruptas.
Robo para la corona se convirtió en la investigación emblemática en torno a la corrupción peronista en versión menemista en connivencia con sectores del empresariado: resultó una suerte de verdadero manual de instrucciones acerca del funcionamiento de la maquinaria de la corrupción menemista, montada sobre el aparato burocrático estatal de siempre.
Selló también una forma de hacer periodismo de investigación en relación a todo poder político y su corrupción: saberes técnicos legales y económicos puestos en juego para darle sentido a documentos y testimonios llegados desde lo más recóndito del poder.
Por otro lado, el libro de Majul de 1992 mostraba los lazos espurios entre algunos empresarios resonantes de la Argentina y el estado, una galería de personajes que se continuó en "Los dueños de la Argentina II", en 1994. Amalia Lacroze de Fortaba, Carlos Bulgheroni, Franco Macri, Roberto Rocca, Jorge Born, Aldo Roggio, entre otros, eran parte de esas investigaciones.
El año pasado, en una entrevista en La Repregunta, en el contexto de las causa de los cuadernos de las coimas, Majul confirmó que de haber existido la figura del arrepentido en aquel momento, muy probablemente algunos de esos empresarios de aquella saga de los ‘90s habrían podido ser alcanzados por esa figura legal.
Está claro: ese domingo de elecciones, el 14 de mayo de 1995, la ciudadanía que fue a ratificar la gestión del menemismo ya no podía estar distraída acerca de alguna de las consecuencias de su voto, por ejemplo, la corrupción.
Y sin embargo, la sociedad le renovó su confianza al oficialismo y Menem fue reelegido. Y no sólo eso: ganó en 1995 con más votos que en 1989, un 2,5% más. Mientras que en el ’89, cuando el menemismo era una promesa futura de "revolución productiva", obtuvo el 47,54% de los votos, en 1995, cuando ya estaba clarísimo el sentido de su gestión tan privatizadora como cuestionable en lo legal, Menem triunfó con el 49,94% de los votos.
La corrupción peronista en versión menemista descripta, detallada y relatada hasta el cansancio por el periodismo de la época no disuadió a los votantes, al contrario, aún en ese marco, el menemismo sumó más votos.
LA CORRUPCION, EN PERSPECTIVA
Esta semana, el 8 de julio, se cumplieron 31 años de la asunción de Menem en 1989. Con una democracia de casi 37 años, la Argentina tiene ahora la oportunidad del "overview effect", el "efecto de perspectiva", un concepto elaborado por el escritor Frank White. Se refiere al cambio profundo que significa para los astronautas que llegaron a la Luna o que orbitan alrededor de la Tierra ver el planeta a la distancia, diminuto, en medio del vacío estelar. Un "giro cognitivo" define White.
El futuro es hoy en relación a aquellos tiempos y permite ver ese año ’83 de la recuperación democrática y las décadas sucesivas con "efecto de perspectiva" para plantear algunas cuestiones urgentes del presente y ver con nuevos ojos una crisis endémica que castiga a Argentina desde hace décadas. Los síntomas, los conocidos por todos: pobreza estructural, niveles de aprendizaje estructuralmente bajos, desigualdad creciente, justicia lenta y poco creíble, un sistema de inteligencia paralelo que ningún gobierno termina de desmontar. Entre otros problemas.
Al presidente Alberto Fernández le gusta decir que este es un gran país. Es una imagen demasiado optimista para las deudas sociales que se vienen generando históricamente. Y además quita responsabilidad a la clase política. También a la sociedad que vota a esa clase política.
Viendo en perspectiva, la corrupción ya era el signo de los tiempos al principio de la recuperación democrática. Y siguió siéndolo. La grieta coloca hoy en veredas irreconciliables a sectores del periodismo pero por entonces, estuvieron del mismo lado: la corrupción menemista tuvo que ver con eso.
Después de la dictadura, la sociedad se organizó en torno a dos enemigos comunes, primero los militares, un enemigo que alineó no sólo al periodismo sino también a la sociedad toda; luego el llamado "neoliberalismo menemista" y su corrupción: aunque la sociedad lo votó, el periodismo no paró de denunciarlo. El poder político, además del económico, era el actor social del cual sospechar y al que apuntaba el periodismo más incuestionable.
Pero el voto popular no castigó entonces la corrupción y tampoco parece ser el motor del voto mayoritario de las últimas elecciones presidenciales. A pesar de la intensidad de las denuncias periodísticas y judiciales sobre la corrupción durante toda la administración kirchnerista, que siguen hasta el presente, el kirchnerismo se consolidó en tres mandatos sucesivos. Esa saga de denuncias de corrupción tampoco alcanzó para darle continuidad a la alternancia de Cambiemos en 2019.
Tomás Abraham tiene una frase interesante sobre la responsabilidad social en el destino nacional que dice más o menos así: "El poder es algo que inventa la sociedad para sacarse de encima su responsabilidad". La responsabilidad de las crisis argentinas excede entonces a la responsabilidad de un poder supuestamente venial. Al voto ciudadano le cabe una cuota de responsabilidad cuando no parece hacerse cargo de la corrupción de los representantes elegidos.
Este es un dato clave de la democracia argentina del presente, que condiciona el futuro. La calle opositora se agita hoy con la prisión domiciliaria de Lázaro Báez, con el asesinato de un ex secretario de los presidentes kirchneristas, dueño de una riqueza por el momento inexplicable, y una justicia que es más lenta siempre con el oficialismo de turno y más dura con los gobernantes que se alejan del poder. Hubo banderazo popular el Día de la Independencia, indignado otra vez con la corrupción y la falta de justicia, respaldado sobre todo por la oposición de Juntos por el Cambio.
En ese punto hay una pregunta central para la oposición: a la luz del efecto de perspectiva que ilumina la democracia transcurrida y la lógica de los votos, ¿cuán efectiva es la apropiación del discurso de los valores republicanos y de la honestidad en la gestión a la hora de asegurar elecciones y ampliar la base electoral?
La cuestión es si agitar la indignación ante la corrupción o los desmanejos de la justicia es bandera suficiente para ofrecer una alternativa política viable y ganar elecciones. Una oposición competitiva hoy está obligada a encontrar un proyecto político que sume votos más allá de sus simpatizantes más convencidos, alineados sí tras esas banderas anticorrupción. Sobre todo, cuando los planteos judiciales empiezan a abrir interrogantes sobres los estándares éticos de esa oposición mientras fue gobierno. La gran duda es si Juntos por el Cambio efectivamente tiene ese proyecto político más amplio.
Y ése no es sólo un problema de la voluntad de poder de un partido o una coalición política en particular, Cambiemos o Macri por ejemplo, y sus seguidores más leales si no un problema del juego democrático: la alternancia, o al menos el riesgo de alternancia en el poder, la posibilidad de quedar fuera del gobierno en la próxima elección, es un incentivo para que los oficialismos intenten al menos una convivencia más inclusiva con las minorías electorales. Una oposición efectiva y competitiva es necesaria para el balance de poder en cualquier contexto democrático.
MAYORIAS VERSUS MINORIAS
En este punto, la revisión en perspectiva de la democracia que nos trajo hasta acá lleva a preguntas sobre un tema institucional: la reelección presidencial que se introdujo en los 90s por un lado y más adelante, las PASO. Ambas novedades institucionales fueron motivadas inicialmente sobre todo por el proyecto de poder del peronismo.
Lo sabemos: la reelección, fruto del Pacto de Olivos entre Menem y Alfonsín por insistencia de Menem que veía buenas chances de ser elegido nuevamente. Tenía razón. Y las PASO, un mecanismo nacido después de la derrota de Néstor Kirchner en las legislativas de 2009 a propuesta del kirchnerismo, para consolidar alineamientos políticos que evitaran la dispersión del voto y para contar con una información electoral casi censal para preparar mejor el terreno electoral.
La democracia Argentina o es interrumpida o es demasiado joven, es decir, imperfecta sobre todo en una dimensión muy central del juego democrático: en el modo cuestionable en que la hegemonía de las mayorías electorales acorrala los intereses de las minorías electorales. Ese es un problema porque toda mayoría electoral, en democracia, es circunstancial: en el mediano o largo plazo, la mayoría se vuelve minoría. Las políticas de estado duraderas son las que nacen más allá de la hegemonía de una mayoría temporaria. Es decir, las que son fruto del respeto de la pluralidad.
Sin el horizonte del enemigo común, los militares o el neoliberalismo, la Argentina construyó el enemigo interno: la grieta social. En la Argentina de hoy, la patria no es el otro, que piensa distinto. Esa grieta tan mentada es la traducción cotidiana de ese diálogo roto entre mayorías y minorías.
¿Cuánto de la arquitectura institucional de Argentina ha contribuido a esa grieta? Una democracia es como el ajedrez, puede haber un tablero con sus fichas pero si no hay reglas, no existe el juego. Por eso es interesante volver a pensar las reglas de juego de la democracia sobre todo en este contexto: hay una grieta social que no logra cerrarse y que se acentúa con el correr de las décadas, sobre todo desde el inicio de la gestión kirchnerista.
La cuestión es si la reelección consecutiva inaugurada por Menem, con mayorías que desoyen la pluralidad de voces democráticas, y las PASO, con el riesgo de que la información electoral que aportan sesguen las políticas de gobierno hasta la primera vuelta a favor del oficialismo de turno, representan un problema para una sociedad que tiende a desconocer la legitimidad de las minorías. Una historia patria de silenciamiento del otro y del que piensa distinto, ¿soporta esas herramientas destinadas a consolidar mayorías hegemónicas?
De hecho Uruguay y Chile, por ejemplo, limitaron esa posibilidad y no admiten la reelección consecutiva, sino con alternancia.
Por supuesto que la reelección consecutiva no es destino. La derrota electoral de Mauricio Macri el año pasado lo dejó claro. Hay una lectura pesimista de esa derrota en términos institucionales, más allá de las preferencias partidarias: la alternancia alcanzada en 2015 que demostró que no sólo el peronismo podía ganar elecciones y gobernar y permitió soñar con una democracia más sana, bi coalicionista, quedó desmentida en 2019 cuando no logró confirmar su efectividad con malos resultados económicos y derrota electoral. La cultura del bajo déficit fiscal no terminó de convertirse en legado histórico.
Pero hay una lectura positiva de la derrota de Cambiemos, también en términos de la calidad democrática: que la ciudadanía es menos paciente. Quizás no castiga a la corrupción pero no renueva automáticamente el voto al oficialismo en el poder. La reelección no está asegurada. Si eso es así, sería una lección interesante que la ciudadanía incorporó.
También puede ser un mensaje para el oficialismo de turno para empezar a gobernar en función de políticas de estado, es decir, de políticas que resulten de una inclusión social más amplia, la inclusión de las voces de las minorías.
Tuitear o retuitear exabruptos que acorralan puntos de vista y privilegiar el diálogo con las corporaciones de intereses, que la ciudadanía no vota, mientras se excluye del diálogo político a los partidos de la oposición quizás sean errores políticos que se terminan pagando, sobre todo cuando la economía tampoco funciona. La reelección con la que sueñan sobre todo los partidos del poder, en este caso el peronismo en su versión alber-kirchnerista, no se demuestra automática en Argentina.
Se abren preguntas. Las certezas sobre el futuro en la Argentina no están necesariamente hacia delante sino hacia atrás, en el pasado: revisando lo que se ha hecho en esta democracia que se descubre incipiente, para hacerlo mejor. Es como el coronavirus: lo conocemos poco, está en proceso, y cada día aprendemos algo nuevo. Si Argentina insiste con los mismos errores, la hegemonía absoluta de la mayoría por ejemplo, es posible que obtengan los mismos resultados. Los peores resultados. Los de siempre.