Argentina, 1985: ¿qué nos hace llorar cuando la vemos?
La sala parece una misa. El silencio es emocionado, compacto, tanto que puedo escuchar a la señora sentada en la butaca de al lado susurrándole al marido: “Tengo piel de gallina”, le dice. En la pantalla no hay sexo ni romance. Estamos viendo un juicio. Una película sobre la historia política reciente que desmiente ese pronóstico del folclore argento –tóxico, por cierto– de que en la Argentina siempre, todo, termina mal. Todos conocemos el final, pero aun así nos emociona. Esta vez, increíblemente, la película de la Argentina termina bien. Esa certeza nos hace llorar.
“Cuando queremos, los argentinos somos los mejores del mundo. ¡No hay con qué darle!”, me informa, orgulloso, el marido de la señora, mientras va camino a la salida, en medio del aplauso cerrado que estalla al final de Argentina, 1985. El film de Santiago Mitre acaba de ingresar a la competencia por los Oscar 2023. ¡Bingo! El orgullo es completo. Hace tanto tiempo que no nos atraviesa esa emoción por este país. Se siente bien, se siente raro. Tal vez el éxito del film se trate, además, de eso: la autoestima nacional se restaura un poco en esa misa laica en la que, por un momento, se convierte el cine.
Yo también estoy emocionada. Pienso en mi papá, un radical apasionado que me iba narrando el Juicio a las Juntas en tiempo real, como un precursor ochentista de Twitter. Padre e hija coleccionábamos el Diario del Juicio, esas crónicas del horror que nutrían a una sociedad en shock, que empezaba a despertar. Las caras burlonas de Massera, el insulto de Viola, las palabras de Strassera, las miradas del “pibe” Moreno Ocampo: “¡Ese pibe es un fenómeno!”, se emocionaba mi papá, mientras miraba la TV, en tiempos previos a las redes sociales. La democracia recién recuperada vivía en un peligro permanente.
Toda esa gesta, que la película muestra con fidelidad, quedó impresa en mi cerebro adolescente no tanto por lo que yo podía decodificar, sino por lo que mi papá narraba. Hoy estoy segura de que si no hubiera sido por aquellos relatos ese juicio único contra los militares que violaron derechos humanos no habría calado tan hondo en mí.
¿Cómo construimos personalmente la historia de la Argentina? Más allá de lo que aprendemos en la escuela, ¿cuánto de lo que pensamos nos pertenece y cuánto clonamos de la narrativa familiar? Estas preguntas nos interpelan, a la vez, como padres: ¿qué les contamos a nuestros hijos sobre nuestro presente y pasado político?
La influencia de los padres sobre los hijos adolescentes está en el centro de la agenda mediática, casi cuarenta años más tarde, con la toma de colegios. Padres que, en función de su ideología, empujan a sus hijos a confundir una protesta legítima con una abierta transgresión de la ley. Minimizando, incluso, el destrozo de edificios públicos, al que ven como un “daño colateral” en la guerra santa que imaginariamente libran contra “el macrismo y sus esbirros”. De la restauración del Estado de Derecho a la relativización de la ley.
Porque Argentina, 1985 también nos interpela en ese sentido: ¿qué pasó con aquel país, lleno de ilusiones, que no solo soñaba con la recuperación del Estado de Derecho, sino también con hacer realidad aquella hermosa promesa de que con la democracia se come, se cura y se educa? El presente nos devuelve una foto mucho más cruda: 21 millones de compatriotas no tienen lo suficiente para desarrollar una vida digna. Diecisiete millones de pobres y cuatro de indigentes: no se trata de estadísticas sino de más de 20 millones de vidas humanas maltrechas. Cuarenta años más tarde, también lloramos por eso.
El senador Luis Juez fue vocero de esta frustración colectiva el último domingo en LN+. “La gente te pregunta: ¿en qué me cambiaron la vida estos 40 años de democracia? Decime una sola cosa que haya cambiado: educación, salud, futuro, jubilación. ¿Y saben qué? ¡Tienen razón! Yo hago política desde 1982. Siempre puse lo mejor de mí y no quiero mirar a mi hijo a los ojos y decirle que soy un fracasado. Que fracasamos”.
Acaso sin buscarlo la película protagonizada por Ricardo Darín y Peter Lanzani deja expuesto al kirchnerismo, en su peor versión. Deja en claro que, recluidos en el sur y desinteresados del drama que nos atravesaba, Néstor y Cristina Kirchner encarnaron un fenómeno extraalfonsinista. Un presidente que debió haber sido rodeado por toda la dirigencia política, ante semejante encrucijada, quedó completamente solo. El “gorila” de Alfonsín, acaso, no merecía ningún apoyo. Como diría el fiscal Strassera, muchos años más tarde: los que se llenan la boca acusando a los demás de connivencia o continuidad con la última dictadura jamás presentaron siquiera un habeas corpus.
Efectivamente, después de lo que significó el Juicio a las Juntas, hacer bajar un cuadro de Videla, veinte años más tarde, cuando los militares habían perdido todo poder de fuego, suena deslucido. Y hasta ridículo. “Acá quienes no hicieron nada por los derechos humanos son los Kirchner. Solo se dedicaron a hacer plata”, contraatacó, en 2010, el fiscal.
Por esas palabras, formuladas durante el gobierno de Cristina Kirchner, Strassera recibió una verdadera carga de artillería. Primero lo cruzó la presidenta por Twitter y, días más tarde, la lengua barrabrava del inefable Aníbal Fernández. “Strassera es un impresentable aun cuando le hagan una casa con forma de desagravio”, lanzó, y, para que no quedaran dudas, completó el concepto: “Las circunstancias lo pusieron en ese lugar (de acusar a las juntas militares), no creo que esa haya sido su vocación”. La militancia y los medios K llegaron a acusar al fiscal de “borracho”. De nuevo: no importaba lo que había hecho o no Strassera, sino de qué lado estaba. Ahora que una película homenajea su rol e, incluso, podría llegar a ganar un Oscar, el kirchnerismo querría robar algo de aquel capital simbólico. Pegarse al brillo del fiscal y borrar aquellos insultos. Pero ya es tarde: todo está allí para quien sepa buscar en la autopista informática, como un espejo de la justicia poética.
El populismo K es como los malos padres: le conviene infantilizarnos. Y despliega todo tipo de trucos para mantenernos en ese estado: pequeños, demandantes, muy centrados en los derechos y poco en los deberes. Nos despotencia como ciudadanos autónomos para que nos arrodillemos no ante la “patria cerealera”, como vociferó el último fin de semana Máximo Kirchner, sino ante papá y mamá, los verdaderos dadores: Perón y Evita, Néstor y Cristina o el caudillo feudal de turno, a lo Insfrán. Así se configura un país convenientemente infantil. O un país jardín de infantes, como diría María Elena Walsh.
Esa configuración es la que quedó expuesta en la toma de los colegios públicos porteños. Lo describe bien Laura Gutman, autora de La maternidad y el encuentro con la propia sombra: “Los padres de esos adolescentes que toman colegios también pretenden solo recibir. Sin embargo, no se les ocurre apoyar a los jóvenes para hacer algo a favor del otro. ¿Acaso no sería esperable que entre todos mejoremos la calidad de lo que sea que no nos gusta? ¿Propuestas? ¿Acciones concretas? ¿Amasar pan de buena calidad y repartirlo? ¿Cultivar algunas zanahorias en el patio de la escuela? ¿Inventar nuevos aprendizajes de modo más creativo? Definitivamente, crecer da mucha pereza”.
Crecer como país. Argentina, 1985 nos obliga a mirar hacia atrás y preguntarnos qué nos pasó. Y por qué nos pasó. ¿Estamos aún a tiempo de torcer la historia?